Antes de morir, el rey David le ordenó a su hijo, Salomón, que construyera el templo más importante del mundo sobre el monte Moriah, en Jerusalem. A este le tomó siete años terminar la empresa, construida únicamente con madera de cedro del Líbano y oro.
Por aquella época se decía que el rey Salomón era el más poderoso de los hombres y el rey más sabio que se haya visto sobre el mundo. Todos los pueblos deseaban aliarse con él, asunto que lo trastornó -según el Talmud-, a tal punto que desde entonces solo deseó rodearse de mujeres extranjeras.
En su haber se cuentan alrededor de setecientas relaciones amorosas, entre ellas, la hija del Faraón; además de sostener un harem estable conformado por trescientas mujeres (I. Reyes, XI). El temperamento terrible de Salomón, sumado a su innegable soberbia, lo hundieron en las raíces de la magia. Adoró a extrañas deidades amorfas, como Milkom, Moloch, Camos y Astaroth. Les construyó altares, pequeños templos y ordenó sacrificios en su nombre a lo largo y ancho del reino.
El Talmud sostiene que el rey Salomón a menudo jugaba con los miembros del inframundo, pero en especial con cuatro vampiresas que vivían en lo alto del monte Naspa, llamadas Lilith, Aguereth, Mahala y Naama.
Con ellas procreó engendros blasfemos que gobernaba con mano de hierro. Fueron estos hijos abominables los que levantaron pequeños templos menores en honor a sus madres, y en donde se practicaban ritos antiquísimos, tal vez anteriores a la humanidad.
Estas cuatro vampiresas del rey Salomón se sometieron a los designios del rey, pero no por deseo o sometimiento voluntario, sino por la capacidad de Salomón para mantenerse inalterable frente a las potencias infernales.
Se dice que estas vampiresas fueron las primeras en procrear vampiros que a su vez podían transformar a otros mediante la mordida y ritos que la prudencia exige omitir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario