domingo, febrero 5

El flautista de Hamelin, la verdadera historia.


Habiendo socavado quirúrgicamente las historias de Caperucita Roja, Hansel y Gretel y la Bella Durmiente, hoy nos dedicaremos a otro cuento folklórico conocido por todos, El flautista de Hamelin.


Antes de comenzar, repasaremos superficialmente la historia y a partir de allí construiremos nuestro análisis, acaso más superficial.


Resumen de El flautista de Hamelin:
Año 1284. La ciudad alemana de Hamelín se encuentra infestada de ratas. Cierto día, un viajero ofreció eliminar a las ratas a cambio de una recompensa. Los pobladores aceptaron, el viajero extrajo su flauta y comenzó a tocar una extraña melodía. Todas las ratas salieron de sus escondrijos y comenzaron a seguir al músico, que se dirigió al río Weser, donde las ratas se precipitaron a las aguas y murieron ahogadas.


Concluida su tarea, el flautista retorna a Hamelin a reclamar su recompensa, pero los pobladores, ya librados de las ratas, se negaron a abonarle sus servicios. El flautista, casi sin perturbarse, se retiró del pueblo con la promesa de volver.


Regresó un 26 de junio. Mientras los buenos cristianos de Hamelin estaban en la iglesia, el flautista volvió a entonar su instrumento, pero esta vez fueron todos los niños de Hamelin quienes lo siguieron, como presas de un encantamiento. Ciento treinta niños y niñas siguieron al músico, que los llevó hacia el interior de una cueva, y jamás se les volvió a ver por Hamelin.


Análisis de El flautista de Hamelin:
Los primeros en documentar la leyenda de El flautista de Hamelín fueron, cuando no, los Hermanos Grimm; bajo un título que excluye de plano las habilidades musicales del viajero: Der Rattenfänger von Hameln (El cazador de ratas de Hamelín). Más adelante, el poeta inglés Robert Browning escribiría un poema notable sobre esta leyenda, llamado The Pied Piper of Hamelin (El flautista de Hamelin).


El origen de la leyenda del Flautista de Hamelin, al igual que el de otros cuentos populares, es poco claro. Los estudiosos del folklore alemán señalan que el núcleo de la historia tiene que ver con la desaparición de los niños, y que el episodio de las ratas fue agregado mucho después, acaso para dejar una moraleja ante un hecho absurdo. Estos mismos sabios añaden que el rapto de los niños simboliza la expansión hacia el este de los pobladores de la Baja Germania entre los siglos XII y XV. En este sentido, los niños de Hamelín representarían a los jóvenes de la ciudad que se lanzaron a la conquista del este.


La primer mención sobre la leyenda del Flautista de Hamelin no proviene de la literatura, ni de la tradición oral, sino de un vitral del siglo XIII, ahora perdido, que narraba la historia de un músico que raptó a los niños de Hamelin y los introdujo en las entrañas de un monte.


Lo cierto es que no hay una interpretación única para la leyenda del Flautista de Hamelin. Algunos sugieren que, debido a una plaga o peste, muchos habitantes de Hamelin fueron exiliados fuera de los muros de la ciudad. Otros, que los jóvenes del pueblo se lanzaron en una peregrinación o expedición militar, y nunca regresaron a Hamelin. Esta última es la teoría más aceptada, ya que para esa época florecieron nuevos poblados al este de Hamelin. Además, recordemos que la palabra kinder, mencionada en numerosas ocasiones en el relato, no significa únicamente "niños", sino "niños del pueblo", es decir, jóvenes socialmente aptos para el trabajo y la guerra.


Lamentablemente, los folkloristas modernos rara vez salen de sus bibliotecas, hecho que les ha evitado conocer otras leyendas dentro de la leyenda principal.


Un tal Decan Lude (deformación de Diácono Ludwig) informó en 1384 sobre un misterioso libro que narraba un acontecimiento atroz en la ciudad de Hamelin. El libro se perdió a mediados del siglo XVII, pero uno de sus versos, acaso el más importante, se conserva en perfecto estado tallado sobre una roca del pueblo.


El poema dice lo siguiente (sepan disculpar la traducción apresurada)


Anno 1284 am dage Johannis et Pauli
war der 26 junii
Dorch einen piper mit allerlei farve bekledet
gewesen CXXX kinder verledet binnen Hamelen geboren
to calvarie bi den koppen verloren.


(En el año 1284, en el día de Juan y Pablo,
siendo el 26 de junio,
por un flautista vestido con muchos colores,
130 niños nacidos en Hamelin fueron encantados
y se perdieron en el calvario, cerca de las colinas.


Recordemos que el día en que el Flautista retorna a Hamelin para esgrimir su venganza es el 26 de junio, día de San Pedro y San Pablo, momento en que todos los mayores se encontraban en la iglesia.


Para dar cuenta de la profunda significancia de esta leyenda, y de una tragedia que probablemente fue real, en la ciudad de Hamelin, incluso hoy, está prohibido cantar o tocar música en la calle llamada Bungelosenstrasse, sitio donde el Flautista se ubicó para elaborar su entantamiento musical.


Como bien señala Jacob Grimm, algo sucedió en Hamelin, algo tan terrible y abominable que jamás pudo ser olvidado del todo, y que sobrevivió, como muchas tragedias, bajo la superficie de un cuento, en apariencia, infantil.


Aelfwine.
lord-aelfwine@hotmail.com


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Caperucita Roja: la verdadera historia.


De todos los cuentos populares de que nos ha legado la Edad Media, y aún más atrás, el de Caperucita Roja es que ha sufrido las mutilaciones más severas de parte de comentadores, recopiladores y, por supuesto, el gélido y abstruso Walt Disney.


El cuento, hasta la escena en donde el lobo se viste con las ropas de la abuela, es más o menos el mismo que conocían los niños medievales. Las diferencias se dan a partir de este punto. Pero primero repasemos un poco de historia.


El primer recopilador en rescatar el cuento de Caperucita Roja fue Charles Perrault, que lo incluyó en su antología de historias populares en 1697. Al contrario de lo que sucede con otros cuentos tradicionales, como La Bella Durmiente o Hansel y Gretel, Caperucita Roja no era un cuento muy extendido en Europa. Es más, se lo conocía en un ámbito bastante cerrado, que iba desde el norte de los Alpes a la región de Loira. En 1812 los hermanos Grimm reescribieron la historia, especialmente el final, y ésa es la versión que se conoce hoy en día; una versión, dicho sea de paso, muy diferente de la Caperucita Roja real.


No resulta asombroso que los hermanos Grimm hayan modificado el relato original, lo extraño es que para ello se hayan basado en una oscura obra de Ludwig Tieck llamada: Vida y muerte de la pequeña Caperucita Roja (Leben und Tod des kleinen Rotkäppchen); tragedia que incluye la presencia del leñador, ausente en el cuento popular.


Tal vez para no ahuyentar a los temerosos padres de inicios del siglo XIX, los hermanos Grimm eliminaron de cuajo todos los elementos eróticos del cuento y plantaron un final feliz, además de barrer con todo lo que no sostenga la pureza e inocencia de Caperucita. El resumen: el final del cuento en la versión de Jabob y Wilhelm Grimm se salvan absolutamente todos, salvo el lobo, claro; cuyas tripas son abiertas por el hábil leñador, devolviendo a la abuela a su rutina diaria.


Vayamos a un análisis del cuento.


Según la clasificación de Aarne-Thompson sobre cuentos folklóricos, Caperucita Roja entra en la categoría 333, esto es, cuentos que presentan un oponente sobrenatural. Es importante que borremos de nuestra mente la idea de que los cuentos populares servían como advertencia a los niños sobre los peligros del bosque, para eso bastaba una buena reprimenda. Los relatos folklóricos tienen otra función, mucho más importante para los pueblos de lo que los pueblos han sabido comprender. Según lo vemos hoy en día, el protagonista de Caperucita Roja es, claramente, Caperucita Roja, pero esto no es así. El error, si cabe llamarlo así, es a la insistencia de Disney por lograr la empatía de los niños con la historia. Escencialmente, Caperucita Roja es un personaje importante, un disparador por el cual se sucede la verdadera tragedia, pero de ningún modo es el único. Incluso hay versiones muy antiguas en las que se la menciona de paso, como aquel cuento tradicional de Italia llamado La finta nona, es decir, La falsa abuela, en cuyo caso la joven Caperucita es un elemento casi decorativo.


La verdadera historia de Caperucita Roja sostiene dos elementos centrales:


1) El tabú del canibalismo.
2) El rescoldo de la vieja religión nórdica.


Caperucita Roja, Rotkäppchen, Little Red Cap, Le Petit Chaperon Rouge, Little Red Riding Hood, son variables de este disparador. Si tuviésemos acceso a alguna extravagante máquina del tiempo, y pudiésemos atestiguar de primera mano la narración de Caperucita Roja, oiríamos un cuento completamente diferente al que conocemos. Allí, el lobo engulliría a la anciana, tal como hoy, pero dejaría sobre la mesa un jugoso banquete hecho con la carne y la sangre de la abuela, que la inocente Caperucita devoraría vorazmente, acaso intuyendo su origen ilícito. Luego, vestido con las ropas de la occisa, y tras de un diálogo con muchísimas variantes, el lobo pasaría de degustar la carne temblorosa de Caperucita; momento en el que un cazador, que oye los gritos desgarradores de la joven, ingresa en la estancia, mata al lobo y le abre el estómado con un cuchillo, devolviendo a la joven al mundo de los vivos.


Ahora bien, este morir y renacer de Caperucita Roja nos habla sobre algo muy antiguo en la raza humana: el rito de iniciación.


Caperucita en el bosque, en la casa y en el estómago del lobo, son símbolos de las tres fases de la iniciación a la adultez; por el cual una niña abandona su casa -madre, comunidad, civilización-, recorre un terreno salvaje -el bosque-, se enfrenta con lo más siniestro del corazón humano -canibalismo, antropofagia-, y derrota al peor de los enemigos en el vientre del lobo -la muerte-.


Pero además de señalar estos tópicos arquetípicos, Caperucita Roja también simboliza el despertar de la sexualidad. Su vestimenta roja atestigua los inicios de la madurez sexual, y el lobo, antropomorfizado para suavizar los efectos devastadores de este tránsito, es, quizás, un símbolo del sexo salvaje, de la sexualidad en estado primitivo, mientras que el cazador, en cambio, representa el sexo dentro de la civilización, es decir, dentro de un matrimonio funcional a la sociedad; cuyo fin último es procrear, y no la liberación ociosa de los instintos.


Estas interpretaciones psicológicas y antropológicas son rigurosamente ciertas, pero detrás de Caperucita Roja se esconde un motivo acaso más trascendental, y que excede las consideraciones regionales sobre el sexo y la adultez. Si volviésemos a montarnos en aquella imaginaria máquina del tiempo, y retrocediésemos aún más, dejando atrás la Edad Media, veríamos que la historia de Caperucita Roja conserva elementos de la religión nórdica, disimulados pero perfectamente reconocibles para el estudioso -y amante- de la mitología nórdica.


La transición en el vientre de un animal es un motivo clásico. Lo vemos incluso en la historia bíblica de Jonás y la ballena. El vientre es, como hemos dicho, un ámbito de transición, pero doblemente simbólico, ya que todos provenimos de un vientre y hacia allí iremos -la tumba, vientre del mundo-. Ser tragado por un animal es un regreso a la vida intrauterina, vida perfecta e idealizada, pero con un sentido nuevo, alegórico, quizás, por el cual este nuevo vientre nutre un despertar completamente distinto. La vida en el vientre salvaje nos propone un estado latente, por el cual el individuo emergerá cambiado. Ya no será el mismo, así como Caperucita Roja, que emerge del vientre del lobo convertida en mujer.


En la narración norsa de Þrymskviða vemos que el gigante Þrym se roba el martillo de Thor, llamado Mjolnir, por cuyo rescate pide la mano de la diosa Freyja (cuyo nombre se conserva en la palabra viernes Friday, o Freyja's day). Thor, escandalizado, urde una estratagema: se viste con el traje nupcial de Freyja y engaña al gigante. El diálogo entre Thor y Þryms es textualmente idéntico al de Caperucita con el lobo, lo cual arroja una luz difusa sobre la verdadera identidad genital de la muchacha.


Yendo aún más atrás, atravesando las oscuras mareas del tiempo, podríamos decir que el cuento de Caperucita Roja conserva, además, elementos del mito solar. La abuela representa el ocaso, la luz moribunda del crepúsculo devorada por la oscuridad de la noche -el lobo-, y la joven simboliza la luz del alba, que emerge del vientre lobuno como el sol que desgarra los velos de la noche. Mitológicamente hablando, el lobo sería nada menos que Skoll, aquel lobo descomunal de la tradición norsa, cuyo destino es devorar al sol en la batalla del Ragnarok, o bien Fenrir, ese lobo con fauces de hierro que cae en el apocalipsis bajo el martillo implacable de Thor.


Es curioso como la mitología se diluye en la tradición popular, se pierde y renace bajo una nueva concepción. Un lobo gigantesco se torna en licántropo mezquino, el Dios del Martillo, rápido para la cólera y la amistad, se vuelve un cazador furtivo en los bosques de Francia, y el mundo nuevo, regenerado, libre del acoso de demonios y gigantes del hielo, muta en las delicadas y ambiguas formas de una muchacha, que, como la luz rojiza del alba, orna su cabeza con el color del cielo naciente.


Aelfwine.


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Courtaud y los lobos de París.


Invierno de 1450. París sufría una de las temporadas frías más implacables de las que se tenga memoria.


Los muros de la ciudad se erguían, gélidos y altivos, sobre un vasto océano de nieve. Diariamente llegaban refugiados del campo que lo habían perdido todo merced al frío, y con ellos llegó un rumor demasiado terrible para prestarle oídos razonables. Se hablaba de sombrías figuras lobunas acechando las caravanas, aullidos tenebrosos que rasgaban el silencio nocturno, anunciando una cacería precisa, casi mecánica, que noche a noche enflaquecía las filas de caminantes.


Pero el invierno era demasiado cruel como para preocuparse de demonios y antiguas gestas espectrales en los bosques. En pocos días, el frío pasaría a ser un miedo secundario para los habitantes de París.


A pocos kilómetros de la entrada norte el muro de París colapsó a causa de la nieve. Entonces llegaron ellos.


Nadie sabe con seguridad el número de aquella jauría. Entraron en la ciudad de noche, y pronto establecieron su base de operaciones cerca de Notre Dame, en un oscuro galpón abandonado hasta la llegada del estío; y desde allí partían rumbo al sur en incursiones cada vez más osadas.


En menos de quince días cincuenta parisinos habían muerto.


Pronto comenzó ha hablarse de licántropos, hombres lobo que rondaban por las callejas oscuras de París, asesinando a todos los incautos que se cruzaban en su camino.


El líder de la jauría fue bautizado por la prensa como Courtaud (rechoncho). Siguiendo las descripciones de tres testigos afortunados, se lo definió como un inmenso lobo negro, de pelaje hirsuto y erizado, de ojos rojos como las brasas del infierno, y capaz de pronunciar el nombre de sus víctimas en perfecto francés. Algunos señalan que Courtaud era capaz de erguirse sobre sus patas traseras y simular el andar de los hombres. Otros, menos atildados, apuntan que Courtaud hacía exáctamente lo contrario, es decir, que andaba en cuatro patas imitando el andar pausado de los lobos.


Cuando los periódicos anunciaron la muerte número cuarenta, a tan sólo un mes de la llegada de los lobos, un grupo de ciudadanos y soldados formaron una partida para infiltrarse en el oscuro cubil de los licántropos.


Antes del amanecer lanzaron artilugios de humo al interior del galpón. En pocos minutos, los lobos emergieron, furiosos y enlocequidos, y embistieron contra la partida de valientes que los aguardaba en el exterior. El primer ataque fue repelido con éxito, pero el segundo alcanzó a penetrar en las filas de hombres armados, y algunos valientes cayeron sobre la nieve enrojecida.


El galpón ardió alrededor de una hora. Justo antes del alba, cuando el cielo empalidecía en el este, y cuando los valientes hombres de París creían haber derrotado a la jauría, Courtaud emergió de las brasas como un heraldo del infierno. Cargó contra sus atacantes causando estragos. Finalmente, el filo de los cuchillos fue demasiado para él, y se replegó hacia la iglesia de Notre Dame.


Un grupo de osados lo siguió en la luz incierta del amanecer. Ya en las puertas de Notre Dame, herido y privado de sus súbditos, cuentan que Courtaud se echó sobre las escaleras, y no ofreció resistencia a los cazadores, que lo ultimaron con toda prolijidad.


Según la versión eclesiástica, Courtaud fue un nigromante expulsado de la orden de los albañiles, hombres sabios que dejaron mensajes inescrutables en los muros de Notre Dame. Su alma fue excomulgada póstumamente, aunque sus restos fueron recogidos por unas matronas, convencidas que Courtaud no era un espíritu maligno, acusación que quedó aplastada cuando se supo que todas las víctimas de aquella jauría de lobos estaban relacionados con las autoridades públicas encargadas de suministrar alimento y leña a los pobres de París.


Lord Aelfwine.
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Ver al demonio en el espejo.


Esta leyenda se repite en todas las culturas: en determinadas horas de la noche, aludiendo o no a ciertas palabras misteriosas, uno es capaz de ver al demonio reflejado en el espejo.


Yo que sentí el horror de los espejos
no sólo ante el cristal impenetrable
donde acaba y empieza, inhabitable,
un imposible espacio de reflejos


sino ante el agua especular que imita
el otro azul en su profundo cielo
que a veces raya el ilusorio vuelo
del ave inversa o que un temblor agita.


En Creta, por ejemplo, fueron aún más lejos. Cuando los espejos eran meros artilugios de bronce pulido se creía que después de la medianoche la figura que se reflejaba ya no era humana, sino una sombra, un eco de lo que somos en el más allá. De allí la mirada irónica de algunos reflejos.


El Malleus Maleficarum señala que cuando nos encontramos a solas con nuestro reflejo, y sentimos la necesidad de hacer una mueca demoníaca, que jamás osaríamos a ensayar en público, es un signo de que no estamos solos, que algo más se ha vestido con nuestra imagen y que nos observa del otro lado del espejo, acaso aguardando el momento indicado para cruzar el umbral.


Y ante la superficie silenciosa
del ébano sutil cuya tersura
repite como un sueño la blancura
de un vago mármol o una vaga rosa,


Hoy, al cabo de tantos y perplejos
años de errar bajo la varia luna,
me pregunto qué azar de la fortuna
hizo que yo temiera los espejos.


Pero no sólo la tradición y la leyenda dan cuenta de nuestra relación ambigua con los espejos. La psicología acuñó un nombre técnico para estos sobresaltos obsesivos: catoptrofobia, a veces llamada eisotrofobia, es decir, la fobia a los espejos.


Pero ver al demonio en los espejos no es lo mismo que temerles, al menos desde una óptica pragmática. Los espejos nos repiten, si, pero al revés, y es al revés como nuestros ojos y nuestra mente se han acostumbrado a vernos, a imaginarnos; de modo que cuando pensamos en nosotros e intentamos vernos en el ojo de la memoria no son nuestras facciones las que evocamos, sino los de esa otredad que habita en los espejos.


Espejos de metal, enmascarado
espejo de caoba que en la bruma
de su rojo crepúsculo disfuma
ese rostro que mira y es mirado,


Infinitos los veo, elementales
ejecutores de un antiguo pacto,
multiplicar el mundo como el acto
generativo, insomnes y fatales.


El demonio que asoma su rostro en el espejo es, en definitiva, nuestro eco, nuestro yo en los gabinetes incansables del reflejo. Dante Rossetti denunció -ligeramente, es cierto- la confabulación de los espejos, pensados por un intelecto maligno y subterráneo, cuyo objetivo es confundirnos; hacernos creer que somos nuestro doble, nuestro eco.


Y es así que los demás nos ven por lo que somos, pero para nuestro ojo interno siempre tendremos las facciones alteradas del reflejo.


Prolonga este vano mundo incierto
en su vertiginosa telaraña;
a veces en la tarde los empaña
el Hálito de un hombre que no ha muerto.


Nos acecha el cristal. Si entre las cuatro
paredes de la alcoba hay un espejo,
ya no estoy solo. Hay otro. Hay el reflejo
que arma en el alba un sigiloso teatro.


Los chinos evitaron al demonio. En cambio, pensaron un ejército de espectros acechando detrás de los espejos, listos para adueñarse de la voluntad de quienes se asomen durante el tiempo suficiente. Lao-Tsé apuntó con ironía que la vanidad nació con el primer espejo, y que morirá con el último, es decir, cuando ya no exista nada que valga la pena reflejar.


Pensemos en un cuarto en penumbras, a solas con un espejo. Quien no haya conocido los rasgos feroces de su interior acaso le atribuya a ese raro mirar del reflejo una naturaleza infernal, pero quien sepa mirar hacia adentro, dudará.


Todo acontece y nada se recuerda
en esos gabinetes cristalinos
donde, como fantásticos rabinos,
leemos los libros de derecha a izquierda.


Claudio, rey de una tarde, rey soñado,
no sintió que era un sueño hasta aquel día
en que un actor mimó su felonía
con arte silencioso, en un tablado.


Hay una leyenda más terrible, menos banal, que la de ver al demonio en el espejo.


Sigamos en esa habitación a oscuras, clavemos la mirada en ese ser que nos observa con igual fijeza, permanezcamos así unos minutos, quizás horas; y veremos que ya no importa que el otro agite su mano izquierda cuando alzamos la derecha, o que sus libros estén redactados con asombrosos caracteres alterados. Si miramos en el espejo durante el tiempo suficiente, ya no sabremos quien de los dos es el que mira, y quien el reflejo.


Que haya sueños es raro, que haya espejos,
que el usual y gastado repertorio
de cada día incluya el ilusorio
orbe profundo que urden los reflejos.


Dios (he dado en pensar) pone un empeño
en toda esa inasible arquitectura
que edifica la luz con la tersura
del cristal y la sombra con el sueño.


Dios ha creado las noches que se arman
de sueños y las formas del espejo
para que el hombre sienta que es reflejo
y vanidad. Por eso no alarman.


Jorge Luis Borges, "Los espejos".
(Interrumpido por Lord Aelfwine)


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La Tristeza. 
Anton Chéjov (1860-1904)


La capital se envuelve en penumbras. La nieve cae lentamente en gruesos copos, gira alrededor de los faroles, se extiende, fina, suave, sobre los tejados, sobre los caballos, sobre los hombros humanos, sobre los sombreros. El cochero Yona está blanco, como un fantasma. Sentado en su trineo, encorvado, permanece inmóvil. Se diría que ni un alud de nieve le sacaría de su quietud.


Su caballo también está blanco e inmóvil. Por su inmovilidad, por las líneas rígidas de su cuerpo parece, aun de cerca, un caballo de caramelo de los que se les compran a los niños por un copec. Se halla sumido en sus reflexiones: un hombre o un caballo, arrancados del trabajo campestre y lanzados al infierno de una gran ciudad, como Yona y su caballo, están siempre entregados a tristes pensamientos. Es demasiado vasta la diferencia entre la apacible vida rústica y la vida agitada, todo ruido y angustia, de las ciudades relumbrantes de luces.


Hace mucho tiempo que Yona y su caballo permanecen inmóviles. Han salido a la calle antes de almorzar; pero Yona no ha ganado nada. Las sombras se van cerrando. La luz de los faroles se hace más intensa, más brillante. El ruido aumenta.


-¡Cochero! -oye de pronto Yona-. ¡Llévame a Viborgskaya!


Yona se estremece. A través de las pestañas cubiertas de nieve ve a un militar con impermeable.


-¿Oyes? ¡A Viborgskaya! ¿Estás dormido?


Yona le da un latigazo al caballo, que se sacude la nieve del lomo. El militar toma asiento en el trineo. El cochero arrea al caballo, estira el cuello como un cisne y agita el látigo. El caballo también estira el cuello, levanta las patas, y, sin apresurarse, se pone en marcha.


-¡Ten cuidado! -grita otro cochero, colérico-. ¡Nos vas a atropellar, imbécil!
-¡Vaya un cochero! -dice el militar-. ¡A la derecha!


Siguen oyéndose los insultos del otro cochero. Un transeúnte que tropieza con el caballo de Yona gruñe amenazador. Yona, confundido, avergonzado, descarga algunos latigazos sobre el lomo del caballo. Parece aturdido, atontado, y mira alrededor como si acabase de despertar de un sueño profundo.


-¡Se diría que todo el mundo ha organizado una conspiración contra ti! -dice con tono irónico el militar-. Todos procuran fastidiarte, meterse entre las patas de tu caballo. ¡Una verdadera conspiración!


Yona vuelve la cabeza y abre la boca. Quiere decir algo; pero sus labios están como paralizados, y no puede pronunciar una palabra. El cliente advierte sus esfuerzos y pregunta:


-¿Qué?


Yona hace un nuevo esfuerzo y contesta con voz ahogada:


-Ya ve usted, señor... He perdido a mi hijo... Murió la semana pasada...
-¿De veras?... ¿De qué murió?


Yona, alentado por la pregunta, se vuelve hacia el cliente y dice:


-No lo sé... De una de tantas enfermedades... Ha estado tres meses en el hospital y... Dios que lo ha querido.
-¡A la derecha! -oye de nuevo gritar furiosamente-. ¡Parece que estás ciego, imbécil!
-¡A ver! -dice el militar-. Ve un poco más aprisa. A este paso no llegaremos nunca. ¡Dale algún latigazo al caballo!


Yona estira de nuevo el cuello como un cisne, se levanta un poco, y de un modo torpe, pesado, agita el látigo. Se vuelve repetidas veces hacia su cliente, deseoso de seguir la conversación; pero el otro ha cerrado los ojos y no parece dispuesto a escucharle. Por fin, llegan a Viborgskaya. El cochero se detiene ante la casa indicada; el cliente se apea. Yona vuelve a quedarse solo con su caballo. Se estaciona ante una taberna y espera, sentado en el pescante, encorvado, inmóvil. De nuevo la nieve cubre su cuerpo y envuelve en un blanco manto caballo y trineo.


Una hora, dos... ¡Nadie! ¡Ni un cliente!


Mas he aquí que Yona torna a estremecerse: ve detenerse ante él a tres jóvenes. Dos son altos, delgados; el tercero, bajo y jorobado.


-¡Cochero, llévanos al puesto de policía! ¡Veinte copecs por los tres!


Yona coge las riendas, se endereza. Veinte copecs es demasiado poco; pero, no obstante, acepta; lo que a él le importa es tener clientes. Los tres jóvenes, tropezando y jurando, se acercan al trineo. Como sólo hay dos asientos, discuten largamente cuál de los tres ha de ir de pie. Por fin se decide que vaya de pie el jorobado.


-¡Bueno, en marcha! -le grita el jorobado a Yona, colocándose a su espalda-. ¡Qué gorro llevas, muchacho! Apuesto cualquier cosa a que en toda la capital no se puede encontrar un gorro más feo...
-¡El señor está de buen humor! -dice Yona con risa forzada-. Mi gorro...
-¡Bueno, bueno! Arrea un poco tu caballo. A este paso no llegaremos nunca. Si no andas más aprisa te administraré unos cuantos sopapos.
-Me duele la cabeza -dice uno de los jóvenes-. Ayer, Vaska y yo nos bebimos en casa de Dukmasov cuatro botellas.
-¡Eso no es verdad! -responde el otro- Eres un embustero, amigo, y sabes que nadie te cree.
-¡Palabra de honor!
-¡Oh, tu honor! No daría yo por él ni un céntimo.


Yona, deseoso de entablar conversación, vuelve la cabeza, y, enseñando los dientes, ríe agudamente.


-¡Ji, ji, ji!... ¡Qué buen humor!
-¡Vamos, vejestorio! -grita enojado el jorobado-. ¿Quieres ir más aprisa o no? Dale firme al vago de tu caballo. ¡Qué diablos!


Yona agita su látigo, agita las manos, agita todo el cuerpo. A pesar de todo, está contento; no está solo. Le riñen, le insultan; pero, al menos, oye voces. Los jóvenes gritan, juran, hablan de mujeres. En un momento que se le antoja oportuno, Yona se vuelve de nuevo hacia los clientes y dice:


-Y yo, señores, acabo de perder a mi hijo. Murió la semana pasada...
-¡Todos nos hemos de morir! -contesta el jorobado-. ¿Pero quieres ir más aprisa? ¡Esto es insoportable! Prefiero ir a pie.
-Si quieres que vaya más aprisa dale un sopapo -le aconseja uno de sus camaradas.
-¿Oyes, viejo estas enfermo?-grita el deforme-. Te la vas a ganar si esto continúa.


Y, hablando así, le da un puñetazo en la espalda.


-¡Ji, ji, ji! -ríe, sin ganas, Yona-. ¡Dios les conserve el buen humor, señores!
-Cochero, ¿eres casado? -pregunta uno de los clientes.
-¿Yo? ¡Qué señores más alegres! No, no tengo a nadie... Sólo me espera la sepultura... Mi hijo ha muerto; pero a mí la muerte no me quiere. Se ha equivocado, y en lugar de cargar conmigo ha cargado con mi hijo.


Y vuelve de nuevo la cabeza para contar cómo ha muerto su hijo; pero en este momento el jorobado, lanzando un suspiro de satisfacción, exclama:


-¡Por fin, hemos llegado!


Yona recibe los veinte copecs y los clientes se apean. Les sigue con los ojos hasta que desaparecen en un portal.


Torna a quedarse solo con su caballo. La tristeza invade de nuevo, más dura, más cruel, su fatigado corazón. Observa la multitud que pasa por la calle, como buscando entre los miles de transeúntes alguien que quiera escucharle. Pero la gente parece tener prisa y pasa sin fijarse en él.


Su tristeza a cada instante es más intensa. Enorme, infinita, si pudiera salir de su pecho inundaría el mundo entero. Yona ve a un portero que se asoma con un paquete y trata de entablar conversación.


-¿Qué hora es? -le pregunta, amable.
-Casi las diez -contesta el otro-. Aléjese un poco: no debe usted permanecer delante de la puerta.


Yona avanza un poco, se encorva de nuevo y se sume en sus tristes pensamientos. Se ha convencido de que es inútil dirigirse a la gente.


Pasa otra hora. Se siente mal y decide retirarse. Se yergue, agita el látigo.


-No puedo más -murmura-. Hay que acostarse.


El caballo, como si hubiera entendido las palabras de su viejo amo, emprende un presuroso trote.
Una hora después Yona está en su casa, es decir, en una vasta y sucia habitación, donde, acostados en el suelo o en bancos, duermen docenas de cocheros. La atmósfera es pesada, irrespirable. Suenan ronquidos.


Yona se arrepiente de haber vuelto, tan pronto. Además, no ha ganado casi nada. Quizá por eso -piensa- se siente tan desgraciado. En un rincón, un joven cochero se incorpora. Se rasca la cabeza y busca algo con la mirada.


-¿Quieres beber? -le pregunta Yona.
-Sí.
-Aquí tienes agua... He perdido a mi hijo... ¿Lo sabías?... La semana pasada, en el hospital... ¡Qué desgracia!


Pero sus palabras no han producido efecto alguno. El cochero no le ha hecho, caso, se ha vuelto a acostar, se ha tapado la cabeza y momentos después se le oye roncar.


Yona exhala un suspiro. Experimenta una necesidad imperiosa, irresistible, de hablar de su desgracia. Casi ha transcurrido una semana desde la muerte de su hijo; pero no ha tenido aún ocasión de hablar de ella con una persona de corazón. Quisiera hablar de ella largamente, contarla con todos sus detalles. Necesita referir cómo enfermó su hijo, lo que ha sufrido, las palabras que ha pronunciado al morir. Quisiera también referir cómo ha sido el entierro. Su difunto hijo ha dejado en la aldea a una niña de la que también quisiera hablar. ¡Tiene tantas cosas que contar! ¡Qué no daría él por encontrar a alguien que se prestase a escucharle, sacudiendo compasivamente la cabeza, suspirando, compadeciéndole! Lo mejor sería contárselo todo a cualquier mujer de su aldea; a las mujeres, aunque sean tontas, les gusta eso, y basta decirles dos palabras para que viertan torrentes de lágrimas.


Yona decide ir a ver a su caballo. Se viste y sale a la cuadra. El caballo, inmóvil, come heno.


-¿Comes? -le dice Yona, acariciándole el lomo-. ¿Qué se le va a hacer, muchacho? Como no hemos ganado para comprar avena hay que contentarse con heno. Soy demasiado viejo para ganar mucho. A decir verdad, no debería ya trabajar; mi hijo me hubiera reemplazado. Era un verdadero, un soberbio cochero; conocía su oficio como pocos. Desgraciadamente, ha muerto...


Tras una corta pausa, Yona continúa:


-Sí, amigo, ha muerto... ¿Comprendes? Es como si tú tuvieras un hijo y se muriera. Naturalmente, sufrirías, ¿verdad?


El caballo sigue comiendo heno, escucha a su viejo amo y exhala un aliento húmedo y cálido. Yona, escuchado al cabo por un ser viviente, desahoga su corazón contándoselo todo.


Anton Chéjov (1860-1904)
Negotium Perambulans.
Negotium Perambulans; E.F. Benson (1867-1940)


Posiblemente, el turista accidental que pase por el oeste de Cornualles, al atravesar la desolada llanura elevada que se extiende entre Penzance y el Finis Terrae, haya observado un cartel indicador muy viejo señalando un terreno difícil y que en el desgastado dedo que lo muestra lleva una inscripción medio borrada diciendo: Polearn 2 millas, aunque es probable que muy pocos hayan sentido la curiosidad de recorrer estas dos millas para ver un lugar al que las guías turísticas dedican un comentario tan superficial. Es descrito en un par de líneas muy poco sugestivas como un pequeño pueblo de pescadores con una iglesia sin ningún interés particular, excepto por los paneles de madera grabada y pintada que forman la baranda del altar y que originalmente pertenecían a otro edificio. Se recuerda al turista que en la iglesia de St. Creed existe una decoración parecida, pero muy superior a ésta en estado de conservación e interés, circunstancia que hace que incluso los más dispuestos a visitar iglesias no se sientan incitados para ir a Polearn. El señuelo es demasiado pobre para desear tragárselo, y una mirada a aquellas tierras difíciles, que cuando no llueve ofrecen un alfombrado de piedras puntiagudas y cuando llueve presenta un río de fango, seguro que le hará decidir no exponer el coche o la bicicleta a este tipo de riesgos en una región tan poco poblada como ésta. Desde Penzance sus ojos casi no han encontrado casa alguna y la posibilidad de un pinchazo al recorrer media docena de accidentadas millas parece un precio demasiado alto para ver unos paneles pintados.


Polearn, por tanto, incluso en el momento álgido de la estación turística, es poco propenso a la invasión y, durante el resto del año, no creo que haya más de un par de personas diarias que atraviesen estas dos larguísimas millas de cuestas rampantes y pedregosas. En este cálculo exiguo no olvido al cartero, siendo pocos los días que, dejando caballo y carro en la cima de la colina, se llega hasta el pueblo, porque a pocos centenares de metros cuesta abajo hay una gran caja blanca que parece un baúl de marinero, puesta al lado del camino, con una hendidura para tirar las cartas y una puerta cerrada con candado. Cuando lleva en la cartera una carta certificada o un paquete demasiado grande para meterlo en las casillas cuadradas del baúl de marinero, debe bajar la cuesta y entregar el enojoso envío personalmente a su propietario, recibiendo a cambio una moneda o algún refrigerio por su amabilidad; pero estas ocasiones son raras y la rutina general es sacar de la caja las cartas que se han depositado y dejar las que él trae. Estas serán recogidas, quizás aquel mismo día o al día siguiente, por un emisario enviado por la administración de correos de Polearn.


Respecto a los pescadores de la localidad, que con su comercio de exportación establecen el vínculo principal entre Polearn y el mundo exterior, nunca les pasaría por la cabeza el subir la pronunciada pendiente y recorrer las seis millas que los separan del mercado de Penzance. La ruta del mar es más corta y adecuada y pueden dejar el pescado en la punta de la escollera.


Así pues, aunque la única industria de Polearn es la pesca, no se puede disponer de pescado si no se encarga previamente a algún pescador. Cuando vuelven las barcas vienen más vacías que una casa encantada, ya que el pescado se ha cargado en los vagones que se dirigen rápidamente hacia Londres. Este aislamiento, durante siglos, de la pequeña comunidad produce igualmente el aislamiento del individuo y explica que no haya nadie tan individualista como la gente de Polearn. A pesar de todo, o así me lo ha parecido siempre, la gente está unida por una misteriosa comprensión, como si todos hubieran sido iniciados en algún antiguo rito, inspirado y compuesto por fuerzas visibles e invisibles. Las tempestades que atacan las costas en invierno, el hechizo de la primavera, los veranos cálidos y tranquilos, la estación de las lluvias y la putrefacción otoñal crean un sortilegio que, poco a poco, se transmite a los habitantes e influye en las fuerzas del bien y del mal que gobiernan el mundo, manifestándose de una manera que tanto puede ser benigna como terrible...


La primera vez que fui a Polearn contaba diez años y era un chiquillo débil y enfermizo, amenazado por dolencias pulmonares. Los negocios de mi padre lo retenían en Londres, pero se consideró que el abundante aire fresco y la benignidad del clima eran para mi condiciones esenciales si debía llegar hasta la edad adulta. La hermana de mi padre se había casado con el vicario de Polearn, Richard Bolitho, natural del lugar, hecho que me permitió pasar tres años en casa de mis familiares a cambio de pagar una pensión.


Richard Bolitho poseía en el pueblo una casa muy bonita, donde vivía más a gusto que en la vicaría, la cual tenía alquilada a un joven artista, John Evans, enamorado del lugar, razón por la que no se separara de él en todo el año. La casa tenía un sólido cobertizo provisto de tejado, abierto por uno de sus costados, que habían construido en el jardín especialmente para mí y donde yo vivía y dormía. Esto hacía que de las veinticuatro horas del día no pasara ni una tras paredes y ventanas. Siempre me hallaba en la bahía con la gente del mar o rondando por los acantilados cubiertos por aulagas que se alzan a derecha e izquierda de la profunda garganta donde se encuentra el pueblo o bien estaba ocupado en futilidades en la punta de la escollera o buscando nidos de pájaro en el bosque con chicos del pueblo. Salvo los domingos y durante las escasas horas del día que iba a la escuela, estaba autorizado a hacer todo lo que me pasara por la cabeza siempre que lo hiciera al aire libre. Las lecciones no eran pesadas, pues mi tío sabía acompañarme por los floridos atajos que atraviesan los matorrales de la aritmética, me llevaba a agradables excursiones a través de los elementos de la gramática latina y, por encima de todo, me forzaba a presentarle diariamente un informe, expuesto con frases claras y gramaticalmente correctas, de todo cuanto ocupaba mis pensamientos y movimientos. Si debía decirle que había corrido por los acantilados, la manera de expresarme debía ser ordenada, no difusa, y acompañada de notas exponiéndole mis observaciones. Esto me ayudaba a entrenar mis dotes de observación, ya que me inducía a explicarle cuales eran las flores que había encontrado y qué pájaros había visto planeando sobre el mar o construyendo el nido en el bosque. De esto debo estarle permanentemente agradecido, pues la observación y la descripción en un lenguaje expresivo de las cosas observadas se convertiría en mi profesión.


De todos modos, más importante aún que las tareas reservadas para los días de cada día era la rutina prescrita para el domingo. En el alma de mi tío incubaba el sombrío rescoldo del calvinismo y el misticismo, que convertía el domingo en el día del terror. En su sermón de la mañana nos chamuscaba con un avance de los fuegos eternos preparados para los pecadores impenitentes y se puede afirmar que no era menos aterrador cuando hablaba a los niños durante la ceremonia de la tarde. Recuerdo perfectamente su exposición de la doctrina del ángel de la guarda. Según afirmaba, un niño podía sentirse seguro amparado por aquella custodia angélica, pero que se guardara de cometer alguna de las numerosas ofensas que podían obligar a su ángel custodio a apartar de él su rostro, pues de la misma manera que había ángeles que nos protegían, también había presencias malignas y ominosas dispuestas a atacarnos. Le gustaba de forma particular entretenerse en éstas. También recuerdo su comentario en el sermón de la mañana sobre los paneles llenos de relieves de la baranda del altar, a los que ya he aludido anteriormente. Se veía en ellos al ángel de la Anunciación y al ángel de la Resurrección, pero también estaba presente la bruja de Endor y, en el cuarto panel, una escena que me inquietaba de manera particular. Aquel cuarto panel mi tío bajaba del púlpito para señalar los detalles trabajados por el tiempo representaba la puerta del cementerio de la misma iglesia de Polearn y, de hecho, el parecido era remarcable. En la entrada estaba la figura de un capellán vestido con una túnica y sosteniendo una cruz en la mano. Con aquella cruz se enfrentaba a una criatura terrible parecida a una babosa gigante y que retrocedía al encontrárselo delante.


Según la interpretación de mi tío, representaba algún ser de una maldad y de un poder casi infinitos, que sólo podía ser combatido con una fe firme y un corazón puro. Debajo se leía una leyenda que decía: «Negotium perambulans in tenebris», sacada del salmo noventa y uno. Habíamos hallado también la traducción: «la pestilencia que camina por las tinieblas», que sólo reproducía débilmente el latín. De hecho, era más mortal para el alma que cualquier pestilencia, que sólo puede matar el cuerpo: era la Cosa, la Criatura, el Asunto que traficaba en medio de las Tinieblas, un ministro de la ira de Dios entre los perversos...


Mientras él hablaba, yo me daba cuenta de las miradas que intercambiaban los feligreses y sabía que sus palabras evocaban algún supuesto, algún recuerdo. Movían la cabeza y murmuraban en voz baja, entendían las alusiones. Con aquel espíritu inquisitivo de los niños, no podía descansar hasta que arrancaba la historia a mis compañeros, hijos de los pescadores, cuando a la mañana siguiente nos tostábamos desnudos al sol tras haber tomado un baño. Uno sabía un fragmento, el segundo conocía otro más y, pegando unos con otros terminábamos formando una leyenda verdaderamente alarmante. En pocas líneas, se desarrollaba como sigue:


En otro tiempo hubo una iglesia mucho más antigua que aquella donde mi tío cada domingo nos aterrorizaba con sus palabras. Se alzaba a menos de trescientos metros de distancia, sobre la meseta de terreno llano que había bajo la cantera de la que se habían extraído las piedras. El propietario del solar la derruyó y se hizo construir una casa en el mismo lugar aprovechando los materiales de la ruina. Con un éxtasis de perversidad, conservó el altar, sobre el cual comía y jugaba a los dados. Pero he aquí que, cuando envejeció, se apoderó de él una especie de negra melancolía y quería tener velas encendidas ardiendo toda la noche, pues la oscuridad le causaba gran espanto. Una noche de invierno sobrevino una galerna tan intensa como nunca habíase visto otra, rompió las ventanas de la sala donde cenaba el hombre y apagó las luces. Los criados se presentaron profiriendo gritos de terror y lo encontraron tendido en el suelo en medio de un río de sangre que le salía de la garganta. En el momento de entrar les pareció ver una inmensa sombra negra que se apartaba de él y que, arrastrándose por el suelo y trepando por la pared, se escurría por la ventana rota.


—Allí yacía bien muerto —explicó el último de mis informantes—, y él, un hombre fornido, quedó reducido a un saco de piel y huesos, al que aquella bestia había chupado toda la sangre. Su último suspiro fue un grito en el cual profirió las mismas palabras que pueden leerse en el panel.
—Negotium perambulans in tenebris —me aventuré a decir con avidez.
—Poco más o menos. En todo caso, latín.
—¿Y después? —pregunté.
—No había nadie que quisiera acostarse en aquel lugar. Aquella casa vieja se fue arruinando y hará cosa de tres años que se hundió. Pero, mira por dónde, entonces apareció el Sr. Dooliss, de Penzance, y volvió a reconstruir la mitad de ella. No quiso hacer caso de aquellos seres extraños, ni tampoco de latinajos. Un buen día cogió la botella de whisky y al llegar la noche llevaba encima una buena cogorza. Bien, me voy a casa a cenar.


Prescindiendo de la autenticidad de la leyenda, me explicaron la verdad sobre el Sr. Dooliss de Penzance, quien desde aquel día se convirtió en el objeto de mi ávida curiosidad, especialmente porque la casa que se había construido en la cantera estaba situada al lado del jardín de mi tío. La Cosa que caminaba en medio de la Oscuridad no excitaba especialmente mi imaginación y yo ya estaba tan acostumbrado a dormir solo en el cobertizo que la noche no me inspiraba terror alguno. Pero habría sido muy excitante despertarme a cualquier hora y oír gritar al Sr. Dooliss, ya que esto indicaría que la Cosa lo había atrapado.


Aquella historia se me fue borrando de la cabeza, ensombrecida por cosas más interesantes que pasaban durante el día y, en el transcurso de los dos últimos años de vida al aire libre en el jardín de la vicaría, rara vez pensé en el Sr. Dooliss y en el hado que podía corresponderle por la osadía de vivir en un lugar donde se movía aquella Cosa tenebrosa. Ocasionalmente lograba verlo por encima de la valla del jardín, un hombre que era como una gavilla desmadejada y amarillenta, que caminaba lentamente y vacilando, aunque nunca me lo encontré al otro lado de la reja de su casa, ni en calle alguna del pueblo, ni abajo en la playa. Nadie se metía en su vida y él no se metía en la vida de nadie.


Si quería arriesgarse a ser la víctima del legendario monstruo nocturno o beber tranquilamente en su casa hasta morir, era algo que a mí ni me iba ni me venía. Al parecer mi tío había hecho diversos intentos de visitarle cuando vino a instalarse en Polearn; pero se ve que al Sr. Dooliss no debían gustarle los vicarios, porque hacía decir que no estaba en casa y nunca le devolvió la visita.


Tras tres años de sol, viento y lluvia, yo había vencido completamente aquellos primeros síntomas y me había convertido en un chico de trece años fuerte y robusto. Me enviaron a Eton y Cambridge y, habiendo finalizado la preparación necesaria, me convertí en abogado. Ocho años más tarde ya ganaba un sueldo anual de cinco cifras y había invertido en determinados valores una suma que me podía reportar dividendos, que teniendo en cuenta mis gustos sencillos y mis costumbres frugales, me ofrecían todas las comodidades necesarias a este lado del sepulcro. Tenía al alcance los premios que otorga la profesión y no poseía ambición alguna que me espoleara ni deseaba tampoco esposa e hijos, por lo que me figuro debo ser un soltero natural. De hecho, sólo tenía una ambición que a lo largo de aquellos años de actividad me había estado tentando, como la visión de unas montañas azules y lejanas, y era regresar a Polearn y vivir aislado del mundo en compañía del mar y las colinas vestidas de aulagas, donde había jugado con los amigos, y explorar los secretos que ocultaban. Tenía metido aquel sortilegio en mi corazón y puedo decir sinceramente que casi no había pasado un solo día en todos aquellos años sin aquel pensamiento y aquel deseo presentes en mi cabeza. Por mucho que me comunicara frecuentemente con mi tío durante toda su vida y, tras su muerte, con su viuda —que aún vivía—, desde que me embarcara en mi profesión no había regresado nunca más, porque sabía que si volvía me costaría demasiado marcharme otra vez. Tenía decidido regresar tan pronto hubiera logrado mi independencia, y nunca más me iría de allí. Pero me marché y ahora no habría nada en el mundo que me hiciera desviar del camino que conduce de Penzance al Finis Terrae y contemplar aquellas paredes que cierran el valle y se alzan, abruptas, sobre los techos del pueblo y escuchar el chillido de las gaviotas que pescan en la bahía. Y todo porque una de las cosas invisibles que forman parte de las fuerzas oscuras salió a la luz y yo la vi con mis propios ojos.


La casa donde pasé aquellos tres años de mi infancia había sido cedida a mi tía con carácter vitalicio y, cuando le comuniqué mi intención de regresar a Polearn, me sugirió que, mientras no encontrara la casa adecuada, fuera a vivir con ella, siempre que yo no encontrara inconveniente en aquella proposición.


La casa es demasiado grande para una vieja que vive sola —me comentó por carta— y con frecuencia pienso que no iría desencaminada si la dejase y me instalara en una casa más pequeña, suficiente para mí y mis necesidades. Ven a compartirla conmigo, querido sobrino y, si te molesto, que uno de los dos marche. Quizás te guste la soledad, como a la mayoría de la gente de Polearn, y entonces marcharás tú. O bien seré yo quien te deje. Una de las razones principales de haberme quedado todos estos años en esta casa ha sido el deseo de no dejarla arruinar. Las casas se arruinan, tú ya lo sabes, si no se vive en ellas.


Poco a poco se mueren, el alma se les debilita y termina abandonándolas. ¿No te explicaron estas simplezas en tus años de estudio en Londres?...


Como era natural, acepté entusiasmado aquel arreglo momentáneo y un atardecer de junio me encontré al inicio de aquella costa que bajaba hasta Polearn y nuevamente descendí hasta el profundo valle encastrado entre montañas. Parecía que el tiempo se hubiera detenido: aquel cartel indicador tan gastado —o su substituto— aún señalaba con el dedo delgaducho aquella bajada y, unos cuantos centenares de metros más allá, había aquella caja blanca donde se intercambiaban las cartas. Mis ojos topaban una a una con cosas recordadas y lo que veían no había empequeñecido, como suele pasar con los escenarios de la niñez al ser revisitados y meterlos en una escala más pequeña. Allá estaba la administración de correos, también la iglesia y, muy cerca de ella, la vicaría, y más allá, toda aquella vegetación que aislaba la casa a donde me dirigía desde el camino y, aún más allá, los techos grises de la casa de la cantera, húmedos y brillantes, barridos por la brisa mojada de la tarde que sopla desde el mar. Todo era exactamente como lo recordaba y, por encima de todo, aquella sensación de reclusión y aislamiento. En algún lugar más arriba de las copas de los árboles se encaramaba aquel sendero que unía la carretera a Penzance... pero todo estaba inconmensurablemente lejano. Los años transcurridos desde la última vez que aparecí en la famosa puerta se disipaban como el vaho del aliento en aquel aire caliente y suave. Había palacios de justicia en algún lugar del libro gris de la memoria y, si me entretenía girando las hojas, me dirían que me había hecho un nombre y una buena renta. Pero ahora el libro gris se había cerrado porque yo volvía a estar en Polearn y su hechizo me envolvía.
Si Polearn no había cambiado, tampoco lo había hecho la tía Hester, que salió a la puerta a recibirme. Siempre había sido delicada y blanca como la porcelana y el paso de los años no la había envejecido sino sólo había servido para refinarla.


Mientras permanecíamos sentados hablando tras la cena, me informó de todas las novedades acaecidas en Polearn durante aquellos años. Los cambios de los que me habló solo sirvieron para confirmar la inmutabilidad de los hechos. Volviendo a recordar nombres, le pregunté por la casa de la cantera y por el Sr. Dooliss, y me di cuenta de que su rostro se oscureció un tanto, como si la sombra de una nube acabara de enturbiar un día de primavera.


—Sí, el Sr. Dooliss —me dijo—, ¡pobre Sr. Dooliss! ¡Claro que lo recuerdo! Ya debe hacer diez años o más que murió. Nunca te lo comuniqué por carta porque fue terrible y no tenía ganas de entristecer tus recuerdos de Polearn. Tu tío siempre había pensado que podía suceder una cosa como ésta si continuaba bebiendo tan lamentablemente... ¡y aún peor! Aunque nadie supo exactamente qué sucedió, es lo que cabe suponer.
—Pero, ¿cómo fue todo, más o menos, tía Hester?
—Pues bien, como es natural no te lo puedo explicar con exactitud, y nadie podría hacerlo. Pero era un gran pecador y el escándalo que provocó en Newlyn fue una vergüenza. Además, vivía en la casa de la cantera... No sé si debes recordar un sermón que dio una vez tu tío, cuando bajando del púlpito explicó aquel panel de la baranda del altar. Quiero decir aquello de esa horrible criatura apostada en la puerta del cementerio.
—Sí, lo recuerdo perfectamente —le respondí.
—Supongo que debió impresionarte, como impresionó a todo el mundo que lo escuchó, una impresión que quedó grabada en todos nosotros cuando pasó aquella catástrofe. No sé cómo fue, pero el Sr. Dooliss se enteró del sermón de tu tío y, una vez que debía estar bebido, irrumpió en la iglesia y dejó el panel reducido a trocitos. Parece que pensaba que era mágico y que, si lo destruía, seguramente se libraría del hado terrible que ya lo amenazaba. Es necesario que te diga que, antes de cometer aquel terrible sacrilegio, había sido un hombre obsesionado: odiaba la oscuridad y la temía, pensando que aquella criatura representada en el panel lo perseguía, creía que si tenía las velas encendidas, se libraría. Pero estaba tan trastornado que le parecía que aquel panel era el causante de sus terrores y, como te he dicho, irrumpió en la iglesia e intentó destruirlo.


Y ahora te explicaré por qué he dicho que lo intentó. Cierto que a la mañana siguiente, cuando tu tío fue a la iglesia a decir maitines, lo encontró convertido en astillas y, sabiendo el miedo que provocaba el panel al Sr. Dooliss, se dirigió inmediatamente a la casa de la cantera y lo acusó de destructor. El hombre no lo negó; muy al contrario, se vanaglorió de lo hecho. Y aunque era temprano, continuó allí sentado bebiendo su whisky.


—¡Ya puedes ver que se ha hecho de la Cosa de que hablabas —le dijo— y también de tu sermón! ¡Ya ves que caso hago de las supersticiones!


Tu tío se fue sin responder a aquella blasfemia, con intención de dirigirse derecho a Penzance e informar a la policía de aquel ultraje a la iglesia; sin embargo, al salir de la casa de la cantera se metió de nuevo en la iglesia para poder dar detalles sobre los desperfectos, y se encontró con el panel en su sitio, intacto e ileso. Él, no obstante, lo había visto destrozado y el mismo Sr. Dooliss le había confesado que la destrucción era obra suya. Pero era un hecho que estaba allí, ¿y quién habría podido decir si había sido el poder de Dios o algún otro poder el que lo había recompuesto?


Así era Polearn verdaderamente, y era el espíritu de Polearn el que me hacía aceptar todo lo que me decía mi tía Hester como hecho comprobado. Había pasado de esa manera.


Y continuaba como si nada con aquella su voz tranquila:


—Tu tío reconocía que allí había intervenido algún poder que estaba por encima del de la policía y ya no fue a informar del hecho a Penzance porque habían desaparecido todas las pruebas.


Me cayó encima un súbito raudal de palabras.


—Debía haber algún error —dije— puesto que el panel no se había roto...
Ella sonrió.


—Has pasado mucho tiempo en Londres, querido sobrino...—me dijo—; déjame que te explique el resto de la historia. Aquella noche, por alguna razón, no pude dormir. Hacía mucho calor y parecía que me faltase aire. Supongo que debes pensar que el insomnio queda explicado con ese bochorno. De tanto en tanto me levantaba de la cama y me aproximaba a la ventana para intentar respirar un poco, y desde allí, la primera vez que me levanté de la cama vi que la casa de la cantera resplandecía. Pero la segunda vez me di cuenta de que estaba completamente a oscuras y, cuando me preguntaba cuál podría ser el motivo, escuché un grito terrible y, al poco, los pasos de alguien que caminaba muy deprisa por el camino que estaba al otro lado de la puerta. Mientras corría no paraba de chillar: «¡Luz, luz! ¡Dadme luz o me atrapará!». Era horrible el escucharlo y fui corriendo a despertar a mi marido, que dormía en el vestidor al otro lado del pasillo. No me demoré nada, si bien los gritos habían despertado todo el pueblo y, al llegar a la escollera, descubrió que todo había concluido. La marea se había retirado y, al pie de las rocas yacía el cuerpo del Sr. Dooliss. Seguramente debía haberse seccionado alguna arteria al chocar contra alguna de aquellas piedras tan angulosas. Se había desangrado hasta morir y, aunque era un hombre corpulento, su cuerpo parecía un saco de huesos. A pesar de todo, a su alrededor no había ningún charco de sangre, como sería de esperar. Solo la piel y los huesos, como si hubieran chupado hasta la última gota de sangre.


Me incliné hacia delante.


—Tanto tú como yo sabemos qué pasó, querido sobrino —continuó ella— o, al menos, nos lo imaginamos. Dios dispone de instrumentos para vengarse de quienes traen la maldad a lugares que son sagrados. Sus caminos son oscuros y misteriosos.


Imagino fácilmente qué hubiera pensado de tal historia si me la hubieran relatado en Londres. Existía una justificación obvia: el hombre en cuestión había sido un bebedor y, por tanto, no es extraño que los demonios del delirio lo persiguieran. Pero aquí, en Polearn, la situación era diferente.


—¿Y quién vive ahora en la casa de la cantera? —pregunté—. Hace muchos años los hijos de los pescadores me contaron la historia del hombre que la construyó y el espantoso fin que tuvo. Ahora ha sucedido lo mismo. No debe haber nadie que ose vivir allí de nuevo.


Le leí en la cara, incluso antes de formularle la pregunta, que sí existía tal persona.


—Sí, vuelven a habitarla —contestó ella—, dado que la ceguera no conoce freno... No sé si te acuerdas de él. Hace muchos años ocupó la vicaría.
—John Evans —dije yo.
—Sí, un hombre agradable, por cierto. Tu tío estaba muy satisfecho por tener un inquilino tan buena persona como él. Y ahora...
Se levantó.
—Tía Hester, no deberías dejar las frases a medio decir —le recriminé.
Ella negó con la cabeza.
—Es una frase que se acabará sola —replicó—. ¡Qué noche! Debo retirarme a dormir y tú también deberías hacerlo o pensarán que queremos tener la luz encendida cuando oscurece.
Antes de meterme en la cama, corrí las cortinas y abrí las ventanas de par en par para que así el aire tibio procedente del mar entrara en el dormitorio. Al contemplar el jardín, la luz de la luna iluminó el techo, brillante por el rocío, del cobertizo donde había vivido tres años. Como todo lo demás, me transportó a los viejos tiempos que ahora revivía, como si formaran una sola pieza con el presente y no existiera una laguna de más de veinte años separándolos. Estos dos espacios de tiempo se ajustaban como gomitas de mercurio que se reúnen para formar una luminosa esfera llena de misteriosas luces y reflejos.


Alzando un tanto los ojos, vi sobre la negra pared de la colina las ventanas de la casa de la cantera aún iluminadas.


La mañana, como suele pasar tantas veces, no rompió la ilusión. Cuando comencé a recobrar la consciencia, me imaginé que volvía a ser un niño y despertaba en el cobertizo del jardín y aunque, al despertarme completamente, aquella ilusión me hizo reír, el hecho en el que se basaba era real. Ahora como entonces, solo, era necesario hallarse aquí, recorrer de nuevo los acantilados y escuchar el estallido de las vainas entre los arbustos; pasearse por la costa hasta la cueva donde tomar el baño, flotar, dejarse llevar por el agua, nadar en la marea caliente y tostarse sobre la arena, contemplar las gaviotas que van pescando, vagar por la punta de la escollera con los pescadores, ver en sus ojos y escuchar en sus tranquilas palabras que hay cosas secretas que, sin ellos saberlo, forman parte de sus instintos y de su propia esencia. Había en mí poderes y presencias; los blancos chopos erguidos junto al riachuelo que borboteaba por el valle lo sabían y de tanto en tanto soltaban un centelleo, como la chispa de blancura que se observaba bajo las hojas, que lo demostraba; incluso las piedras que pavimentaban la calle estaban impregnadas de ello...


Yo no quería otra cosa que tenderme allí e impregnarme. Ya lo había hecho, de niño, de una manera inconsciente, pero ahora el proceso debía ser consciente. Debía saber qué sacudida de fuerzas, fructíferas y misteriosas, hervían al mediodía en las laderas de la colina y centelleaban de noche sobre el mar. Era factible conocerlas, incluso era posible dominarlas por quienes eran maestros en sortilegios, pero nunca podía hablarse de ellas, porque habitaban la parte más interior, estaban injertadas en la vida entera del mundo.


Existían oscuros secretos del mismo modo que hay poderes claros y amables, y sin duda pertenecía a esos aquel «Negotium perambulans in tenebris» que, aunque poseedor de una mortal malignidad, no podía ser considerado únicamente como un mal, sino como vengador de hechos sacrílegos e impíos... Todo esto formaba parte del hechizo de Polearn, y sus semillas hacía mucho tiempo que residían, aletargadas, en mí interior. Ahora, empero, rebrotaban. ¿Quién podía pronosticar qué extraña flor se abriría en sus tallos? No tardé mucho en encontrar a John Evans. Una mañana, mientras estaba tumbado en la playa, se me acercó arrastrando los pies por la arena un robusto hombre de mediana edad con rostro de Sileno. Al estar más cerca se paró, frunció las cejas y me miró fijamente.


—Vaya, ¿no eres aquel chico que vivía en el jardín del vicario? —me preguntó—.¿No sabes quién soy?


Lo supe al escuchar su voz. Esta fue la que me informó y, al reconocerla, vi los rasgos de aquel chico fuerte y despierto convertidos en grotesca caricatura.


—Sí, tú eres John Evans —le respondí—. Eras muy amable conmigo, solías hacerme dibujos.
—Así es y ahora te los volveré a hacer. ¿Te has bañado? Es algo arriesgado. Nunca se sabe qué anida en el mar, ni tampoco en tierra, la verdad sea dicha. No es que yo haga caso de esto. Me dedico sólo al trabajo y al whisky. ¡Ay, Dios mío! Desde la última vez que te vi he aprendido bastante a pintar, y también a beber, si te soy franco. Ya sabes que vivo en la casa de la cantera y debo decir que es un lugar que te provoca sed. Vente y le echarás un vistazo, si te parece bien. Te has instalado con tu tía, ¿no?. Podría pintarle un buen retrato, posee una cara interesante, y sabe un montón de cosas. Quienes viven en Polearn deben saber muchas cosas, aunque yo no haga demasiado caso de este tipo de asuntos.


No sabría decir si alguna vez había sentido repulsión y atracción al mismo tiempo como en esa ocasión. Tras aquel grosero rostro se escondía algo que horrorizaba y fascinaba a la vez. Con su hablar ceceante sucedía lo mismo. En cuanto a sus pinturas, ¿cómo debían ser éstas?


—Justamente pensaba en regresar a casa —le comenté—. Gustosamente me pasaría por allí, si no te importa.


A través del jardín descuidado y rebosante de vegetación me hizo entrar en aquella casa donde no había puesto los pies en toda mi vida. Un gato gris muy grande tomaba el sol en la ventana y una vieja servía la comida en un rincón de la helada estancia situada tras la puerta de entrada. Sus paredes eran de piedra, y unas molduras llenas de relieves se engastaban en los muros, fragmentos de gárgolas e imágenes escultóricas que testificaban su procedencia de la iglesia derruida. En un rincón se hallaba una tabla de madera oblonga y decorada con relieves, cargada con toda la parafernalia del oficio de pintor y, apoyadas en las paredes, un grupo de telas.


Acercó su dedo gordo a la cabeza de un ángel que formaba parte del anaquel de la chimenea y, riéndose dijo:


—Un aire de santidad, por eso intentamos atenuarlo por lo que respecta a los propósitos ordinarios de la vida con un arte de un tipo muy distinto. ¿Quieres beber algo? ¿No? Entonces puedes ir repasando mis pinturas mientras me acicalo un poco.


Tenía motivos para sentirse orgulloso de su talento: sabía pintar y, por lo que se veía, pintaba cualquier tema, pero no había visto yo nunca pinturas tan inexplicablemente malévolas. Había estudios exquisitos de árboles, pero te dabas cuenta que algo acechaba desde sombras temblorosas. Había un dibujo del gato tomando el sol en la ventana, tal como antes lo había visto y, a pesar de todo, no era un gato sino una bestia de espantosa malignidad. Había un chico desnudo tumbado en la arena y no era un ser humano, sino una ser maligno recién salido del mar. Había sobre todo pinturas del jardín rebosante de plantas, aquel jardín que parecía una selva, y vislumbrabas entre los arbustos presencias preparadas para arrojarse sobre ti...


—Bien, ¿te gusta mi estilo? —me preguntó levantándose con el vaso en la mano. No había diluido el vaso de alcohol que se había servido—. Intento captar la esencia de lo que veo, no simplemente la piel y la envoltura, sino la naturaleza, el centro de donde sale y aquello que lo origina. Tienen mucho en común un gato y una fucsia, si los observas con atención. Todo surgió del limo del pozo y todo retornará allí. Me gustaría pintar tu retrato algún día. Como dijo el loco, nada más debes sonreír al espejo porque en él se refleja la Naturaleza.


Tras aquel primer encuentro, lo vi de tanto en tanto durante los meses de aquel maravilloso verano. A menudo se encerraba en su casa y pintaba durante días y días; otras veces lo encontraba algún atardecer vagando por la escollera, siempre solo, y aquella repulsión y aquel interés que me inspiraba crecían a cada encuentro. Parecía avanzar más y más por aquel camino de conocimientos secretos que lo conducía al santuario del mal donde lo esperaba la iniciación completa... Y de pronto llegó el final.


Me tropecé con él un atardecer de octubre en los acantilados, cuando el sol de la tarde aún brillaba en el cielo, pero con sorprendente rapidez llegó desde el Oeste la negrura de una nube tan espesa como nunca nadie había visto. El cielo absorbió la luz, y la oscuridad cayó en capas cada vez más espesas. Súbitamente, él se dio cuenta.


—Debo volver tan rápido como pueda —me dijo—. Dentro de unos minutos será de noche y la criada esta fuera. No encenderá las luces.


Y marchó con una extraordinaria agilidad tratándose de una persona que camina arrastrando los pies y que a duras penas puede levantarlos. No tardó nada en ponerse a correr atropelladamente. En medio de la creciente oscuridad pude observar que tenía la cara húmeda por el sudor de un inexplicable terror.


—Debes acompañarme —me dijo jadeando—, porque cuanto antes encendamos las luces, mejor. No puedo permanecer sin luz.


Me esforcé en seguirlo, pues parecía que el terror le diera alas. A pesar de todo, fui tras él y, cuando llegué a la puerta del jardín, ya había recorrido la mitad del camino que conducía a la casa. Lo vi entrar, dejar la puerta bien abierta y hurgar en las cerillas. Pero la mano le temblaba de tal modo que era incapaz de trasladar la llama a la mecha de las
luces.


—Pero, ¿por qué tienes tanta prisa? —le pregunté.
De pronto observó la puerta abierta detrás mío y saltó de la silla que tenía al lado de la mesa —aquella mesa que en otro tiempo fuera altar de Dios— dejando escapar un bufido y un grito.
—¡No, no! —exclamó—. ¡Vete!...


Al girarme, vi lo que él estaba contemplando. La Cosa había entrado y ahora reptaba por el suelo dirigiéndose hacia él, como una oruga gigante. Emanaba una luz fosforescente y fría, y aunque la oscuridad exterior se había convertido en negrura, podía ver claramente a aquel ser gracias a la luz terrible de su propia presencia. Salía también de ella un olor de corrupción y putrefacción, de limo que ha permanecido largo tiempo bajo el agua. Parecía no tener cabeza, si bien delante se le apreciaba un orificio de piel arrugada que se abría y cerraba, todo lleno de babas en derredor. No tenía pelo y, respecto a la forma y la textura, parecía una babosa.


Cuando avanzaba, la parte delantera se alzaba del suelo, como una serpiente que se prepara a atacar, y se aprestaba a dirigirse hacia él...


Al ver aquello y al oír los alaridos agónicos que profería, el pánico que se había apoderado de mí se transformó en una valentía sin esperanza y, con manos impotentes y paralizadas, quise coger la Cosa. Pero no me fue posible: aunque allí había un elemento material, resultaba imposible sujetarlo y las manos se me hundían en un fango espeso. Era luchar contra una pesadilla.


Me parece que sólo transcurrieron escasos segundos antes de que todo terminara. Los gritos de aquel desgraciado se volvieron gemidos y murmullos cuando la Cosa le cayó encima. Todavía jadeó una o dos veces antes de quedar inmóvil.


Durante un momento más largo aún escuché ruidos de chapoteo y de sorber, hasta que la Cosa se deslizó silenciosamente por el suelo de la misma manera que había entrado. Encendí aquella luz donde había visto al hombre hurgando y allí en el suelo lo encontré: tan sólo un arrugado saco de piel que contenía unos puntiagudos huesos.


E.F. Benson (1867-1940)