jueves, mayo 3


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Hieródulas, las siervas del amor.


La prostitución conoció en la Antigua Grecia una forma que sería poco plausible en los templos cristianos, y que floreció de una forma que roza el éxtasis religioso de los santos y mártires saturan el aire de las iglesias.

Afrodita, diosa del amor, nacida de la espuma que se levantó del mar cuando el miembro descomunal de Urano fue prolijamente amputado por Cronos, tenía en Corinto el templo más extraordinario del que se tenga noticias.

Allí vivían las Hieródulas, las Siervas Sagradas del Amor, cuyo número, invariable, ascendía a mil hermosas mujeres. Todas ellas practicaban lo que los académicos constreñidos definen como prostitución religiosa o prostitución ritual, pero lo que realmente sucedía dentro de los muros marmóreos de Corinto en nada se parece a nuestro concepto, a menudo peyorativo, sobre las trabajadoras del sexo.

Las Hieródulas eran mujeres libres, cuyo único nexo en común era la belleza y el amor inclaudicable por la Diosa. Todas ellas se ofrecían libremente como siervas del templo, donde practicaban, entre otras numerosas actividades, el sexo como vehículo de trascendencia espiritual. Por cierto, las Hieródulas recibían una suma considerable por sus operaciones amatorias, que casi siempre pasaban a engrosar los bienes del templo; pero en modo alguno estaban obligadas a practicar sus servicios. Por el contrario, las Hieródulas no sólo elegían a sus clientes, sino las sumas y propiedades que recibirían, o que no recibirían en absoluto, siempre que el devoto fuese de su agrado.


Cuando el cristianismo revisó el pasado descubrió que los templos de Afrodita en Corinto y Erice podían resultar seductores para las almas pecadoras, de modo que adornaron su revisionismo con severas acusaciones de prostitución y otras operaciones escandalosas. Sin embargo, la verdadera historia de las Hieródulas persistió en algunos pocos historiadores clásicos, que relatan con asombro el ejército de bellezas de Afrodita, aquellas mil deidades terrenales, extravagantes y oficiosas, cuya labor principal consistía en expander el reino de la Diosa en el áspero corazón de los hombres.

Entre estas mujeres estaba Eugea, descrita por Pausanias como la más bella y encantadora de las siervas de Afrodita en Corinto. Su gracia y técnica eran tan extraordinarias que los hombres más ricos de Grecia y el Cercano Oriente se acercaban al templo sólo para morir en sus brazos.

Se dice que nadie sobrevivía una noche con ella, y que sus víctimas eran recibidas en el Olimpo por la mismísima Afrodita, orgullosa de su sierva predilecta, a quien había enseñado el arte de amar de un modo tan perfecto, tan divino y absoluto, que los hombres mortales se entregaban alegremente a la muerte con tal de sentir en carne propia las delicias reservadas únicamente a los inmortales.

Las técnicas de Eugea, superficialmente comentadas por Pausanias, pertenecen a un orden secreto, fugitivo, ya que nadie pudo atestiguarlas sin morir en un abismal éxtasis de gozo. Antes de pasar una noche con ella se debía dejar una pequeña fortuna en las arcas del templo y un juramento por escrito de que la sombra inmortal que nos envuelve, para nosotros, el alma, no revelaría los secretos sensuales de Eugea ni siquiera en el gélido Hades o los remotos Campos Occidentales.

Una vez ofrecidas estas garantías, el devoto ingresaba a una cámara en penumbras, donde una mujer envuelta en mil velos de seda aguardaba en el lecho. Acto seguido, Eugea iniciaba sus operaciones fantásticas, gemidos y acrobacias de corte divinio, celestial, besos de una tersura sobrehumana que estremecían la piel y llenaban el corazón con el deseo implacable de morir allí, en el mismo instante en que el sol se intuía en las montañas lejanas.

Pausanias, cínico, anuncia que Eugea participó en la muerte de miles de hombres. Magentas, filósofo sensual y afín a los excesos, sugiere que la muerte en brazos de una doncella semejante es, quizás, el mejor final al los hombres inteligentes pueden aspirar.

Miles de sombras en el Hades corroboran esta conjetura.

Lord Aelfwine.
lord-aelfwine@hotmail.com

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Fabula, una asesina insaciable.
(De la implacable venganza de una Pornoi)

En Esparta se contaba la historia de un ateniense atrofiado: ciego, sordo, mudo y con la nariz prolijamente rebanada, capaz de detectar la presencia de una prostituta a varios kilómetros de distancia; habilidad que lo llevó, eventualmente, a una muerte atroz.

Quizás haya algo de cierto en esta historia, a pesar de que Esparta no conoció la prostitución, ya que la única moneda que se forjaba allí era de hierro sólido, y no tenía valor fuera de los muros de la ciudad. En Atenas, por el contrario, la prostitución floreció de mil formas; y una de ellas (aunque podrían ser varias) involucra a este hombre contrahecho y a una asesina serial que turbó los corazones de todos los atenienses licenciosos.

Las Pornoi ("vendidas") eran esclavas que, por suerte o determinación, escapaban de su destino como bienes personales, y se arrojaban a las calles de Atenas para dedicarse al único oficio potable para una joven soltera y sin familia. Allí era reclutadas por los pornoboskós, los antiguos proxenetas, literalmente "Pastores de vendidas", quienes les asignaban un sitio particular en la ciudad o los burdeles, siempre que la muchacha en cuestión fuese lo suficientemente agraciada.

El poeta Eubulo señala con ironía que las Pornoi utilizaban un maquillaje indiscreto, hecho con jugo de moras que colocaban abundantemente en sus mejillas. Estas damas debían pagar un impuesto de alrededor de 108 dracmas anuales, y algunas de ellas lograban amasar fortunas considerables. Una de estas mujeres fue Fabula, acaso la única asesina serial de la Antigua Grecia.


Fabula fue esclava, es decir, una Pornoi. Con el tiempo aprendió a leer y a escribir, cosa notable teniendo en cuenta que vivía en cautiverio. Se dice que su primera víctima fue su dueño, al que aniquiló luego de una maratón sexual que resultó demasiado para el corazón del anciano.

Proscrita, Fabula fue recogida por un grupo de Heteras, es decir, prostitutas de alto nivel económico y cultural, quienes completaron su educación y le enseñaron a pulir el ancestral arte de la seducción. Muy pronto, la belleza impactante de Fabula creció de un modo extraordinario, y el rencor secreto que albergaba por los hombres creció en igual proporción.

Incapaz de olvidar los maltratos del pasado, Fabula se dedicó a asesinar hombres, pero no a cualquier clase de hombre, sino a "ciudadanos", esto es, hombres libres, casados o viudos, que adquirían esclavas para satisfacer sus instintos más sórdidos.


Fabula aniquilaba a sus víctimas del siguiente modo. Primero atraía la atención de un caballero en la calle, luego hacía que este lo siga a sus habitaciones. Una vez allí, lo arrojaba sobre el lecho y se ubicaba encima, como una diosa descomunal que danza al ritmo de tambores olímpicos. Tanto el rostro como el cuerpo de Fabula eran tan extraordinarios -así lo jura el historiador Jenofonte- que su belleza reducía a la nada a otras prostitutas célebres de la época, como Aspacia, la despampanante escort de Pericles.

En la cima del paroxismo, Fabula cerraba sus poderosas piernas sobre los flancos de su víctima, impidiéndole respirar con comodidad, y acto seguido desgarraba sus cuellos con sus propias uñas, esculpidas especialmente para tal propósito.


Los cuerpos de los infaustos eran ocultados por otras Pornoi, que secretamente financiaban la venganza de Fabula; y las Heteras, por su lado, colaboraban ofreciéndole una nueva habitación luego de cada carnicería.


Algunos hablan de decenas de víctimas, otros de centenares. Lo cierto es que nadie sabe hasta dónde llegó la venganza de Fabula. Sólo sabemos que tras su muerte fue secretamente adorada por las prostitutas de Atenas, convirtiendo su nombre en un epíteto de la libertad femenina y el abuso de poder de los hombres.


Se dice también que los hábitos predatorios de Fabula quedaron marcados para siempre en las sandalias de todas las prostitutas atenienses. Para dar cuenta de su condición ante potenciales clientes, las prostitutas grababan la suela de sus sandalias para que dejasen la siguiente marca en el suelo: ΑΚΟΛΟΥΘΙ, que significa "Sígueme", la misma orden con la que Fabula encantaba a sus víctimas para llevarlos a la penumbra de su cubil, hecho de sedas y oscuros recuerdos, y la misma que acató aquel hombre deforme, que con sus pies descalzos leyó su destino en el polvo.

Aelfwine.
lord-aelfwine@hotmail.com

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Cleopatra: la gesta erótica de una felatriz prodigiosa.


Pocas mujeres pueden reclamar el derecho de haber sido importantes en la geopolítica de su tiempo, y, en paralelo, haber sido igualmente destacables en el amor.

Cleopatra Filopator Nea Thea, más conocida como Cleopatra, es un caso paradigmático de esta combinación. Fué la última reina de la dinastía Ptolemaica del Antiguo Egipto, a veces llamada dinastía Lágida, cuyos orígenes se remontan a Ptolomeo I, general de Alejandro Magno.

Semejante árbol genealógico no impidió que Cleopatra, además de integrar el panteón de grandes reyes de la antigüedad, se ubique como una de las amantes más prodigiosas de todos los tiempos. Ella fue, sin dudas, una de las más conspicuas y maravillosas felatrices de la historia.

Su fama como amante y experta en los placeres orales le ganaron el apodo de Merichane, La boca de los diez mil hombres; epíteto que llenaba de asombro y lujuria a los griegos que tenían noticias de sus gestas amorosas, entre ellas, la de practicarle sexo oral a cien generales romanos en una sola noche.

Plutarco nos brinda una idea de los encantos de Cleopatra:


Se pretende que su belleza no era tan incomparable como para causar asombro y admiración, pero su trato era tal, que resultaba imposible resistirse. Los encantos de su figura, secundados por las gentilezas de su conversación y por todas las gracias que se desprenden de una feliz personalidad, dejaban en la mente un aguijón que penetraba hasta lo más vivo. Poseía una voluptuosidad infinita al hablar, y tanta dulzura y armonía en la voz que su lengua era como un instrumento de varias cuerdas que manejaba fácilmente y del que extraía, como bien le convenía, los más delicados matices del lenguaje.

Y luego agrega, como si lo anterior fuese poco claro:

Platón reconoce cuatro tipos de halagos, pero ella tenía mil.

Son muchos los que le atribuyen a Cleopatra una belleza extraordinaria, sin embargo, todo parece indicar que su verdadero encanto yacía en su personalidad. Fácticamente, Cleopatra hablaba siete lenguas distintas e innumerables dialectos; era lúcida, sarcástica, y manejaba el arte de la diplomacia con una sutileza notable, como queda testimoniado en su manejo de la crisis con Pompeyo y la decisión de devaluar la moneda egipcia para favorecer las exportaciones. Se rodeaba constantemente de intelectuales y artistas, y cada intervención suya daba cuenta de una profunda y vasta erudición.

Dejando de lado los aspectos políticos de su personalidad, el historiador Herodoto se introduce jugosamente en la faceta amorosa de Cleopatra. Según anota este chismoso, Cleopatra convocó a los cien generales romanos que residían en Egipto a una fiesta exclusiva, que pronto se reveló como un ritual sexual de proporciones faraónicas.

Así lo detalla Herodoto:

Cada uno de los generales, luego de ser agasajados oralmente por la anfitriona, depositaron sus jugos seminales en un gran caliz de oro, que después fue bebido por la soberana.

Una mujer de semejantes aptitudes para el amor necesitaba de un caballero poco convencional. Gaius Iulios Caesar, aka: Julio César, el gran caudillo romano de su tiempo y amante de Cleopatra, no sólo no se inquietaba por las aventuras de su dama, sino que las atesoraba como anécdotas dignas de alabanzas.

Hay que decir que César no sólo se sentía atraído por Cleopatra, sino que la amaba sinceramente.

Esta unión física y sentimental entre Cleopatra y César -sin contar a los cien generales- tuvo frutos benignos para la reina. Algunas facciones disconformes ensayaron una sublevación contra Cleopatra, pero los romanos la reprimieron con una eficacia brutal. Como recompensa, Cleopatra organizó la primera orgía náutica de la que se tiene noticia. Se lanzó al Nilo una embarcación lujosa, en la que no faltaron los excesos carnales y etílicos. Tanto César como sus generales pasaron tres semanas deliciosas navegando en un éxtasis de lujuria y pasión, alimentados constantemente por Cleopatra y sus doncellas, seleccionadas no sólo por sus aptitudes intelectuales sino por demostrar una predisposición sobrenatural para el amor.

Pero una atmósfera semejante no estaba destinada a perdurar. Los deberes de César lo reclamaban en Roma, y a pesar de haber demorado su partida finalmente abandonó Egipto con tristeza. Detrás de él Cleopatra asumió el trono en soledad, embarazada del caudillo, fruto que a finales de ese año sería bautizado como Cesarión.

Cuando César termina de aplastar a los partidarios de Pompeyo, regresa victorioso a Roma. Desde allí convoca a Cleopatra, que arriba a Roma a bordo de una impresionante nave egipcia escoltada por seis bajeles romanos. César la aloja en un selecto palacio a orillas del Tíber. Allí se celebran tertulias memorables, que dejan constancia de las capacidades amatorias de Cleopatra. Como si esto fuese poco, César ordena esculpir una estatua monumental de Cleopatra, que finalmente será colocada junto a la de Venus Afrodita, la diosa del amor.

Las fiestas se sucedieron, las celebraciones se hicieron más y más decadentes, y la opinión pública comenzó a ver en Cleopatra una enviada del inframundo, alguien con poderes sexuales implacables que nublaban la razón del tirano. Rechazando la sugerencia del senado, Cleopatra permanece en Roma, agasajada por un grupo cada vez más reducido de alcahuetes. Durante este período de excesos en el año 41 a.C., Cleopatra conoce a un enigmático general de César llamado Marco Antonio.

El destontento general iba en aumento. Algunos sectores de la sociedad romana creían que César buscaba convertirse en emperador. La ignominia de montar la escultura de Cleopatra en el templo de Venus dejó indignados a los sacerdotes de la diosa, y juraron vengarse.

Uno de los sacerdotes de Venus más influyentes se puso en contacto con Casio, quien convenció a Marco Junio Bruto -según algunos historiadores, hijo ilegítimo de César- para que ponga fin a la vida del tirano. En pocos días César es asesinado en el senado por sicarios de Casio y Bruto.

Marco Antonio, nuevo amante de Cleopatra, estaba casado con Octavia, hermana del flemático Octaviano, emprendió una expedición a Oriente para combatir con los Partos, y luego huyó a Egipto con Cleopatra, donde establecieron una monarquía independiente, reconociendo a Cesarión como regente en funciones junto a su madre. La ruptura con la familia de Octaviano precipitó la guerra. En el 31 a.C. los egipcios caen en la batalla naval Accio, y Marco Antonio se suicida clavándose un puñal en el vientre. Poco después, Cleopatra sigue el mismo camino al someterse voluntariamente a la picadura de un áspid.

Para una mujer como Cleopatra, esto era lo único que podía hacerse; ya que la alternativa era vivir para ver a su pueblo, y a sí misma, esclavos de Roma.

Habrá quien conjeture que nuestro enunciado limita la personalidad de Cleopatra al de una felatriz oficiosa. Nada más lejos de nuestras intenciones. Cleopatra misma veía en la felación un acto de unión perfecta, espiritual, absoluta, por la cual el hombre deposita su confianza en los labios y la lengua de la mujer, mientras ella lo satisface alimentándose del goce que provoca.

Lo cierto es que la figura de Cleopatra excede todas las clasificaciones. Ningún epíteto la abarca en su totalidad y complejidad. Sus prodigios eróticos son apenas una faceta, un matiz, de una personalidad demasiado gigantesca como para seccionarla en aptitudes secundarias.

Como dato final diremos que noventa de aquellos cien generales bendecidos por los labios de Cleopatra abandonaron por completo el sexo, convencidos de que habían experimentado un atisbo del aquel placer infinito reservado únicamente a los dioses.

Lord Aelfwine

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