lunes, julio 16


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La Mujer Loba.
The Werewolf of the Hartz Mountains; Frederick Marryat (1792-1848)

I.
Antes del mediodía Philip y Krantz habían embarcado. No tuvieron dificultades en mantener el curso, pues las islas durante el día y las estrellas por la noche eran su brújula. Cierto que no siguieron la ruta más directa, pero si la más segura, aprovechando las aguas calmadas. En muchas ocasiones los persiguieron los praos malayos que infestaban las islas, pero hallaron seguridad en la rapidez de su breve embarcación; a decir verdad, y hablando de lo que ocurría en general, los piratas abandonaban la caza en cuanto notaban la pequeñez del velero, pues suponían obtener de él muy poco o ningún botín. Una mañana, mientras navegaban con menos viento del acostumbrado, Philip observó:

-Krantz, dijiste que en tu vida hubo sucesos que corroboran el misterioso relato que te confié. ¿No me dirás a qué te referías?
-Desde luego -respondió Krantz-. A menudo pensé hacerlo. Ésta es una buena oportunidad. Prepárate a escuchar una historia extraña, quizás tan extraña como la tuya. Doy por hecho que has oído hablar de las montañas Hartz.
-Nunca oí hablar de ellas -respondió Philip- pero sí leí sobre ellas en algún libro, y de las extrañas cosas allí ocurridas.
-Es una región salvaje -comentó Krantz-, y se cuentan de ella muchos casos; pero por extraños que sean, tengo buenas razones para suponerlos ciertos.

Mi padre no nació en las montañas Hartz; era siervo de un noble húngaro que tenía grandes posesiones en Transilvania; ahora bien, aunque siervo, de ninguna manera era mi padre un hombre analfabeto. Al contrario, tenía riquezas, siendo tales su inteligencia y su respetabilidad, que el amo lo había elevado al cargo de administrador. Pero quien siervo nace siervo permanece, aunque acumule riquezas: ésa era la condición de mi padre. Llevaba casado unos cinco años, y de aquel matrimonio nacieron tres hijos, mi hermano mayor César, yo mismo (Herman) y una hermana llamada Marcela. Como bien sabes, Philip, el latín sigue siendo la lengua que se habla en aquel país, lo que explica la sonoridad de nuestros nombres. Era mi madre una mujer muy bella, por desgracia más bella que virtuosa. La admiró el señor de aquellas tierras, quien envió a mi padre en alguna misión. Durante su ausencia mi madre, halagada por las atenciones y conquistada por la asiduidad del noble, cedió a los deseos de éste. Sucedió que mi padre volvió antes de lo esperado y descubrió la intriga. No había dudas del vergonzoso acto de mi madre ¡pues la sorprendió en compañía de su seductor! Llevado por la impetuosidad de sus sentimientos, mi padre esperó la oportunidad de un nuevo encuentro entre aquéllos, y asesinó a la esposa y al amante.

Consciente de que, como siervo, la ofensa no iba a servirle para justificar su conducta, reunió cuanto dinero pudo y, por encontrarnos entonces en lo más duro del invierno, ató sus caballos al trineo, tomó a sus hijos y partió; se encontraba muy lejos cuando se supo del trágico suceso. Seguro de que lo perseguirían, mantuvo su huída sin descanso hasta ocultarse en el aislamiento de las montañas Hartz. Desde luego, todo lo que te he dicho lo supe después. Mis recuerdos más antiguos están unidos a una cabaña tosca, donde viví con mi padre y mis hermanos. Estaba en los confines de uno de esos bosques que cubren la parte norte de Alemania; tenía alrededor unos cuantos acres de terreno despejado que mi padre cultivaba durante los meses de verano y que, si bien daban una cosecha magra, bastaban para nuestro mantenimiento. En el invierno pasábamos mucho tiempo puertas adentro, pues quedábamos solos mientras mi padre iba de caza, y en esa estación los lobos merodeaban. Mi padre había comprado la cabaña y el terreno circundante de uno de aquellos rudos montañeses, quienes se ganaban la vida en parte cazando y en parte fabricando carbón, cuyo propósito era separar el mineral obtenido de unas minas cercanas; distaba unas dos millas de todo sitio habitado.

Puedo en este momento traer a mi mente aquel paisaje; los altos pinos que montaña arriba se levantaban por encima de nosotros, la amplia extensión del bosque, las copas y las ramas superiores de cuyos árboles mirábamos desde nuestra cabaña, según la montaña descendía hasta el valle. En verano la perspectiva era muy bella, pero en el severo invierno era difícil imaginar un escenario más desolado. Dije que, en invierno, mi padre se ocupaba en la caza. Todos los días nos dejaba, y a menudo atrancaba la puerta, de modo que no pudiéramos abandonar la cabaña. Nadie tenía que lo ayudara o cuidara de nosotros; de hecho, nada fácil era encontrar una sirvienta que aceptara vivir en aquella soledad. Pero incluso de haber encontrado alguna, mi padre no la habría aceptado, pues lo marcaba un horror hacia tal sexo, como lo probaba claramente la diferencia de trato hacia nosotros, sus dos hijos, y hacia mi pobre hermana Marcela. Has de suponer que nos descuidaba; en verdad, mucho sufríamos, pues mi padre, temeroso de que algún daño pudiera ocurrirnos, ningún combustible nos dejaba cuando partía de la cabaña, y por tanto, estábamos obligados a enterrarnos bajo un montón de pieles de oso, y allí mantenernos tan abrigados como era posible. Quizás parezca extraño que mi padre eligiera ese tipo de vida, pero lo cierto es que le resultaba imposible estar tranquilo; fuera el remordimiento por el crimen, la miseria derivada de su cambio de situación o ambos. Pero los niños, cuando tanto se los deja a la soledad, desarrollan una capacidad de reflexión desusada. Así ocurrió con nosotros. Durante los cortos días de invierno nos sentábamos silenciosos, nostálgicos de las felices horas cuando la nieve se derrite y las hojas brotan, cuando las aves comienzan a cantar y nosotros recobrábamos la libertad.

Tal fue el peculiar tipo de vida llevado hasta que mi hermano César cumplió nueve años, siete yo y cinco mi hermana, momento en el cual ocurrieron las circunstancias que sirven de base al relato extraordinario que estoy por contarte.

Un anochecer mi padre regresó a casa más tarde de lo acostumbrado; ninguna fortuna había tenido y, siendo muy severo el tiempo, no sólo tenía frío, sino que venía de muy mal humor. Había traído leña, y nosotros tres ayudábamos con gusto a soplar sobre las ascuas para levantar un buen fuego cuando tomó a la pobre Marcela por un brazo y la apartó de un empellón; la pequeña, al caer, se golpeó la boca y sangró profusamente. Mi hermano corrió a levantarla. Acostumbrada al maltrato, temerosa de mi padre, no se atrevió a llorar, pero sí lo miraba al rostro con suma lástima. Mi padre, tras acercar su banquillo al hogar, murmuró algo criticando a las mujeres, y se ocupó en mantener el fuego, que tanto mi hermano como yo descuidáramos al ver el trato cruel dado a nuestra hermana. Llamas alegres fueron el pronto resultado de sus esfuerzos, pero, en contra de lo acostumbrado, no rodeamos aquel fuego. Marcela, sangrando aún, se apartó a un rincón y al lado de ella nos sentamos mi hermano y yo, mientras mi padre, lúgubre y solitario, se inclinaba sobre la fogata. Media hora llevábamos en aquella posición cuando el aullido de un lobo, cercano a la ventana, llegó a nuestros oídos. Sobresaltado, mi padre tomó su escopeta y salió de la cabaña.

Esperamos, pues pensábamos que si lograba matar al lobo, regresaría de mejor humor; y aunque era duro con nosotros, en especial con mi hermanita, lo amábamos, y gustábamos de verlo alegre. Y bien puedo comentar aquí que jamás hubo tres niños que más se quisieran; a diferencia de otros, no peleábamos ni discutíamos; y si, de casualidad, surgía algún desacuerdo entre mi hermano y yo, la pequeña Marcela corría hasta nosotros y, con besos y ruegos, sellaba entre nosotros la paz. Marcela era una chiquilla cariñosa y amable e incluso me es fácil recordar sus bellos rasgos. ¡Ay, pobre Marcela!

-¿Está muerta entonces? -preguntó Philip.
-¡Muerta! ¡Sí, lo está! Pero ¿cómo murió? Mas no debo anticiparme, Philip. Déjame seguir con mi relato.

Esperamos un tiempo, pero no llegó disparo alguno de la escopeta y mi hermano dijo: -Nuestro padre va en persecución del lobo y no volverá por un rato. Marcela, limpiemos la sangre de tu boca, dejemos este rincón y calentémonos al fuego.

Así lo hicimos, y de esta manera esperamos hasta la medianoche, preguntándonos a cada momento por qué no regresaba nuestro padre. No creíamos que estuviera en peligro, pero sí pensamos que debió haber perseguido al lobo por un largo trecho.
-Me asomaré a ver si padre vuelve- dijo mi hermano César.
-Cuídate, -pidió Marcela- que los lobos deben andar cerca.

César abrió la puerta con cautela y miró fuera. Nada, dijo y se nos unió junto al fuego. -No hemos cenado-, comenté, pues mi padre solía cocinar la carne al volver a casa, y durante sus ausencias no teníamos sino los restos del día anterior.
-Y si nuestro padre vuelve a casa tras la cacería, César -agregó Marcela-, le agradará tener algo que comer; cocinemos para él y para nosotros.

César subió al banquillo y descolgó un trozo de carne, cortamos la cantidad usual y procedimos a aderezarla, tal como lo hacíamos guiados por nuestro padre. Ocupados estábamos poniéndola en la fuente ante el fuego, esperando su llegada, cuando oímos el sonido de un cuerno. Atendimos. Hubo un ruido fuera y un minuto después entró mi padre, acompañado de una joven y de un hombre alto y moreno vestido de cazador. Quizás deba relatar aquí lo que vine a saber muchos años más tarde. Al salir mi padre de la cabaña, percibió a unos treinta metros una gran loba blanca. En cuanto el animal vio a mi padre, retrocedió lentamente, gruñendo y amenazando. Mi padre lo siguió. El animal no corría, sino que se mantenía siempre a cierta distancia. A mi padre no le gustaba disparar mientras no estuviera seguro de que la bala cumpliera su misión; así continuaron por un tiempo, la loba dejándolo en ocasiones muy atrás, para luego detenerse y desafiarlo con gruñidos, volviendo luego a alejarse con rapidez cuando lo veía acercarse.

Ansioso de mata, ya que es muy raro encontrar un lobo blanco, mi padre mantuvo la persecución por horas, ascendiendo por la montaña. Debes saber, Philip, que en esas montañas hay lugares extraños, a los que se supone y, como mi relato lo probará, con toda razón, habitados por influencias malignas; son lugares muy conocidos por los cazadores. Pues bien, uno de esos lugares, un espacio abierto en el bosque de pinos que estaba arriba de nuestra cabaña, le había sido señalado a mi padre como peligroso en razón de lo expresado. No sé si descreía aquellas historias o si, impulsado por la excitante persecución de la caza, las hizo de lado, pero lo cierto es que la loba blanca lo condujo hasta aquel espacio abierto, y ahí pareció disminuir su velocidad.

Mi padre se acercó, quedó muy próximo a la bestia y se llevó la escopeta al hombro; estaba por disparar cuando la loba desapareció de pronto. Pensando que la nieve lo había engañado, bajó el arma para buscar al animal, pero éste no apareció. Incapaz era mi padre de comprender cómo pudo escapar la loba sin que él la viera. Mortificado por el fracaso estaba por volver sobre sus pasos cuando escuchó el sonido de un cuerno. El pasmo sentido ante aquel sonido, a tal hora, en tal espesura le hizo olvidar por un momento su decepción, y quedó clavado en el lugar. Al minuto se escuchó el cuerno una segunda vez, a menor distancia. Inmóvil permaneció mi padre, escuchando.

Hubo un tercer toque. He olvidado el término empleado para expresarlo, pero era la señal que, bien lo sabía mi padre, indicaba que alguien se encontraba perdido en el bosque. En unos cuantos minutos vio que entraba en el claro un hombre a caballo, con una mujer en la grupa, que se dirigía a él al paso. En un principio en la mente de mi padre vinieron los extraños relatos que había escuchado acerca de los seres sobrenaturales que frecuentaban aquellas montañas. Pero el ver de cerca a quienes venían, lo convenció de que eran tan mortales como él. En cuanto estuvieron a su lado, el hombre que guiaba el caballo le habló. -Amigo cazador, para fortuna nuestra anda tarde por aquí. De lejos venimos cabalgando, y tememos por nuestras vidas, ya que se nos busca con afán. Estas montañas nos permitieron eludir a nuestros perseguidores, pero si no hallamos refugio y alimento, de poco nos valdrá, pues habremos de perecer de hambre y debido a las inclemencias de la noche. Mi hija, que a mis espaldas viene, está más muerta que viva. ¿No podría ayudarnos en nuestras dificultades?

-Mi cabaña se encuentra a unas millas de distancia -respondió mi padre-. Poco tengo que ofrecer, excepto refugio del tiempo. Bienvenidos son a lo poco que poseo. ¿Puedo preguntar de dónde vienen?
-No es ya ningún secreto, amigo. Escapamos de Transilvania, donde el honor de mi hija y mi vida se encontraban por igual en peligro.

Bastó aquella información para despertar el interés en el corazón de mi padre. Recordó también el perdido honor de la esposa y la tragedia con la cual iba unido. De inmediato, y lleno de cordialidad, les ofreció toda ayuda que pudiera darles.

-Entonces, amable caballero, no hay tiempo que perder. Mi hija está congelada por el frío, y no podrá resistir mucho más la severidad del tiempo.
-Síganme -contestó mi padre-. Me trajo hasta aquí la persecución de una gran loba blanca, que vino a la ventana misma de mi cabaña; de otra manera, no hubiera salido a esta hora de la noche.
—Esa criatura pasó a nuestro lado justo cuando salíamos del bosque -dijo la mujer con voz argentina.
-Estuve por dispararle -observó el cazador-. Ya que prestó un servicio tan bueno, me alegro de haberla dejado escapar.

Como en hora y media, tiempo durante el cual mi padre caminó con paso rápido, el grupo llegó a la cabaña y, como dije antes, entró en ella.

-Al parecer, llegamos en el momento propicio -comentó el cazador moreno al captar el olor de la carne asada; acercándose al fuego, nos observó a mis hermanos y a mí-. Tiene usted aquí unos jóvenes cocineros, Meinheer.
-Me alegra que no tengamos que esperar -contestó mi padre-. Señora, siéntese al fuego; necesita usted calor tras esa cabalgata en el frío.
-¿Y dónde puedo guarecer mi caballo, Meinheer? -preguntó el cazador.
-Yo me encargaré de él -respondió mi padre saliendo de la cabaña.

Sin embargo, es necesario describir a la mujer. Era joven, como de unos veinte años. Vestía ropa de viaje, orlada de piel; llevaba en la cabeza un gorro de armiño blanco. Era de facciones hermosas; al menos así me pareció. Tenía un cabello blondo, sedoso, satinado y lustroso como un espejo; su boca, aunque un tanto grande cuando abierta, dejaba ver los dientes más brillantes que haya yo mirado. Algo en sus ojos, refulgentes como eran, puso miedo en nosotros. Eran tan inquietos, tan furtivos. En aquel entonces no pude explicar por qué, pero sentí que había crueldad en ellos. Y cuando nos pidió que nos acercáramos, lo hicimos con miedo y temblando. Pero era hermosa, muy hermosa. Nos habló con amabilidad a mi hermano y a mí, pasándonos la mano por la cabeza y acariciándonos. Marcela no quiso acercarse. Por el contrario, se escurrió hasta la cama, allí se ocultó y no se acordó de la cena, que media hora antes había esperado con tanta ansia.

Pronto regresó mi padre, tras poner el caballo en un cobertizo, y se llevó la comida a la mesa. Terminada la cena, mi padre pidió a la joven que ocupara la cama; él permanecería junto al fuego, en compañía del cazador. Tras cierto titubeo por parte de ella, se aceptó el arreglo; mi hermano y yo nos unimos a Marcela en la otra cama, porque hasta ese momento seguíamos durmiendo juntos. No pudimos dormir. Tan desusado era no sólo el ver extraños, sino el que durmieran en la cabaña, que nos sentíamos perplejos. En cuanto a la pobre Marcela, se mantenía callada, pero toda la noche estuvo temblando y en ocasiones pensé que contenía el llanto. Mi padre había sacado algún licor espirituoso, que rara vez consumía, y junto con el extraño cazador estuvo frente al fuego bebiendo y hablando. Teníamos los oídos prestos a captar el menor susurro, en tal medida se encontraba alertada nuestra curiosidad.

-¿Dice usted que viene de Transilvania? -preguntó mi padre.
-Así es, Meinheer -contestó el cazador-. Era un siervo de la noble casa de... Mi amo insistía en que le satisficiera sus deseos cediéndole a mi hija; terminando todo en que le cedí unas cuantas pulgadas de mi cuchillo de caza.
-Somos compatriotas y hermanos de infortunio -comentó mi padre, tomando la mano del cazador y apretándola con emoción.
-¿Habla en serio? ¿Es usted entonces de ese país?
-Sí, y tuve también que huir para salvar la vida. Pero mi historia es muy triste.
-¿Cómo se llama usted? -inquirió el cazador
-Krantz.
-¡Cómo! ¿Krantz de...? Sé de su historia; no necesita remover dolores repitiéndola. Sea bienvenido, de lo más bienvenido, Meinheer, y, si se me permite decirlo, mi apreciado pariente. Soy Wilfred de Barnsdorf, primo de usted en segundo grado -exclamó el cazador, levantándose y abrazando a mi padre.

Llenaron sus cubiletes de cuerno hasta el borde mismo y bebieron a la salud mutua, al estilo alemán. A partir de allí conversaron en voz baja; lo único que sacamos en claro fue que nuestro pariente y su hija vivirían con nosotros en la cabaña, al menos por un tiempo. Al cabo de una hora se acomodaron en sus sillas y parecieron dormirse.

-Marcela, pequeña, ¿escuchaste? -preguntó mi hermano en voz baja.
-Sí -respondió ella en un susurro-, lo oí todo. ¡Ay, hermano, me es imposible mirar a la mujer... me asusta mucho!

Nada respondió mi hermano y al poco tiempo los tres dormíamos profundamente. Cuando despertamos, encontramos que la hija del cazador se había levantado ya. Me pareció más bella que nunca. Se acercó a Marcela y la acarició: la pequeña rompió en llanto, y sollozaba como si estuviera por despedazársele el corazón. Mas, para no entretenerme con una historia demasiado larga, diré que el cazador y su hija hallaron acomodo en nuestra cabaña. Mi padre y el otro salían de caza a diario, dejando a Cristina con nosotros. Se encargaba ella de todos los quehaceres, y era muy amable con nosotros; poco a poco el rechazo de la pequeña Marcela desapareció. En mi padre ocurrió un enorme cambio: parecía haber dominado su aversión por el otro sexo, y se mostraba de lo más atento con Cristina. A menudo, ya en cama su padre y nosotros, sentábase al fuego junto a ella, y conversaban en voz baja. Debí haber mencionado que mi padre y Wilfred, el cazador, dormían en otra parte de la cabaña; la cama que mi padre ocupaba, situada en la misma habitación que la nuestra, había quedado para uso de Cristina. Llevaban los visitantes unas tres semanas en la cabaña cuando, una noche, hubo una plática. Mi padre había pedido a Cristina en matrimonio, recibiendo consentimiento tanto de ella como de Wilfred. Tras esto, vino una conversación que, hasta donde me es posible recordar, fue así:

-Puede usted casarse con mi hija, Meinheer Krantz, y reciba mi bendición. Me iré entonces y buscaré habitación en algún otro sitio, no importa dónde.
-¿Y por qué no quedarse aquí, Wilfred?
-No, no, me necesitan en otro lugar. Baste con ello, no me haga más preguntas. Tiene usted a mi hija.
-Lo agradezco, y sabré apreciarla. Pero hay una dificultad.
-Sé lo que va a decirme: no hay sacerdote en esta región salvaje. Cierto. Tampoco ley alguna que permita la unión. Pese a ello, debe cumplirse cualquier ceremonia que satisfaga a este padre. ¿Consentirá en casarse con ella de acuerdo con mi deseo? De aceptar, los casaré yo directamente.
-Acepto -respondió mi padre.
-Entonces, tómela de la mano. Y ahora, Meinheer, jure.
-Juro —repitió mi padre.
-Por todos los espíritus de las montañas Hartz...
-¿Y por qué no por el cielo? -interrumpió mi padre.
-Porque no se aviene con mi estado de ánimo -replicó Wilfred-. Si prefiero este juramento, menos constrictivo tal vez que el otro, estoy seguro de que no querrá usted llevarme la contraria.
-Bien, que así sea entonces. Cúmplase su deseo. Pero ¿me hará jurar por algo en lo que no creo?
-Muchos, que por su actitud externa parecen cristianos, lo hacen -replicó Wilfred-. Pero vamos a ver, ¿quiere casarse con mi hija o la llevo conmigo?
-Proceda -contestó mi padre con impaciencia.
-Juro por todos los espíritus de las montañas Hartz, por todo el poder para el bien o para el mal, que tomo a Cristina como mi esposa legal; que la protegeré, apreciaré y amaré siempre; que nunca levantaré mi mano contra ella, para lastimarla.

Mi padre repitió las palabras de Wilfred.

-Y si no cumpliera este voto, que la venganza plena de los espíritus caiga sobre mí y sobre mis hijos; que perezcan a causa del buitre, del lobo o de otras bestias del bosque; que su carne se separe de los huesos y éstos blanqueen en la soledad. Así lo juro.

Mi padre titubeó. Mientras repetía las últimas palabras, la pequeña Marcela no pudo contenerse más y, justo cuando mi padre pronunciaba la última oración, rompió en lágrimas. Esta interrupción súbita pareció perturbar al grupo, y en especial a mi padre, quien habló con dureza a la niña; controló ésta sus sollozos ocultando el rostro bajo la ropa de la cama. Así fue el segundo matrimonio de mi padre. A la mañana siguiente Wilfred el cazador montó a caballo y se fue.

Mi padre volvió a su cama, que estaba en la misma habitación que la nuestra. Las cosas transcurrieron de modo muy parecido a como eran antes del matrimonio, excepto que nuestra madrastra ninguna amabilidad nos mostraba. Por el contrario, durante las ausencias de mi padre solía golpearnos, en especial a la pequeña Marcela; sus ojos despedían fuego cuando miraba con vehemencia a la bella y adorable niña. Una noche mi hermana nos despertó.

-¿Qué sucede? -dijo César.
-Salió -susurró Marcela.
-¡Que salió!
-Sí, por la puerta, en su camisón -contestó la pequeña-. La vi levantarse de la cama, mirar si papá estaba dormido y salir por la puerta.

No comprendíamos qué la había inducido a dejar la cama y, sin vestir, salir con aquel mordiente tiempo invernal, cuando la nieve yacía profunda sobre la tierra. Permanecimos despiertos. Como a la hora escuchamos cerca de la ventana el gruñido de un lobo.

-Hay un lobo -dijo César-. La hará pedazos.
-¡Oh, no! -exclamó Marcela.

Unos minutos después apareció nuestra madrastra. Estaba en camisón, como Marcela había dicho. Bajó la aldaba de la puerta de modo que no hiciera ruido; se acercó a un balde de agua y se lavó la cara y manos; después, se deslizó en la cama donde mi padre dormía. Los tres temblábamos, sin apenas saber por qué; pero resolvimos vigilarla la noche siguiente. Y así lo hicimos. Y no sólo aquélla, sino muchas otras más; y siempre, hacia la misma hora, nuestra madrastra se levantaba de la cama y salía de la cabaña; y una vez ida, invariablemente escuchábamos el gruñir de un lobo bajo nuestra ventana; y cuando ella regresaba, siempre la veíamos lavarse antes de volver a la cama. Observamos, además, que muy rara vez se sentaba a la mesa y, de hacerlo, parecía comer con disgusto. Cuando se descolgaba la carne para prepararla, a menudo, de modo furtivo, llevaba a la boca un trozo crudo.

Mi hermano César era un chico valiente; no quería hablar con mi padre mientras no supiera más. Resolvió, pues, seguirla y descubrir lo que hacía. Marcela y yo luchamos por disuadirlo de su proyecto, pero no pudimos convencerlo y la noche siguiente se acostó vestido; en cuanto nuestra madrastra abandonó la cabaña, César se levantó de un salto y, tomando la escopeta de mi padre, la siguió.

Bien podrás imaginar el estado de ansiedad en que nos vimos Marcela y yo durante la ausencia de César. Al cabo de algunos minutos escuchamos la descarga de una escopeta. Mi padre no despertó y nosotros, acostados, temblábamos de ansiedad. Un minuto después nuestra madrastra entraba en la cabaña, el vestido ensangrentado. Puse la mano sobre la boca de Marcela, para impedir que gritara, aunque yo mismo sentía una gran alarma. Mi madrastra se acercó a la cama de mi padre, miró si estaba dormido y luego, acercándose a la chimenea, sopló sobre las brasas hasta levantar un fuego.

-¿Quién anda allí? -preguntó mi padre despertando.
-Sigue acostado, querido -respondió mi madrastra-, soy yo. No me siento muy bien, y encendí el fuego para calentar un poco de agua.

Mi padre se dio vuelta y pronto estaba dormido; pero nosotros vigilamos a nuestra madrastra. Se cambió de ropa, y lanzó al fuego las prendas que antes llevaba puestas. Vimos entonces que su pierna derecha sangraba profusamente, como si la herida fuera de escopeta. La vendó y, tras vestirse, permaneció ante el fuego hasta romper el día. ¡Pobre Marcela! Su corazón latía con rapidez mientras se acurrucaba a mi lado; a decir verdad, lo mismo ocurría con el mío. ¿Dónde estaba nuestro hermano César? ¿De dónde procedía la herida de nuestra madrastra sino de la escopeta de él? Por fin se levantó mi padre y entonces, por primera vez, hablé:

-Padre, ¿dónde está mi hermano César?
-¿Tu hermano? -exclamó-. Caramba, ¿dónde puede estar?
-¡Cielo santo! Anoche, cuando estaba tan inquieta -observó nuestra madrastra-, creí oír que alguien levantaba la aldaba de la puerta y... ¡Dios me ampare, esposo! ¿Dónde está tu escopeta?

Mi padre volvió los ojos hacia la chimenea y observó que faltaba el arma. Por un momento se le vio perplejo; después, tomando un hacha de hoja ancha, salió de la cabaña sin decir una palabra más. No estuvo alejado de nosotros mucho tiempo; a los pocos minutos regresó, trayendo en los brazos el cuerpo destrozado de mi pobre hermano. Lo puso sobre la cama y le cubrió el rostro. Mi madrastra se levantó y miró el cuerpo, mientras que, gimiendo y sollozando con amargura, Marcela y yo nos colocábamos a su lado.

-Vuelvan a la cama, niños -dijo con brusquedad-. Esposo, el muchacho debió tomar tu escopeta para dispararle a un lobo, y el animal fue demasiado poderoso para él. ¡Pobre chico, pagó caro su atrevimiento! Mi padre no respondió. Yo deseaba hablar, contarlo todo, pero Marcela, al comprender mi intención, me tomó del brazo y me miró tan implorante, que desistí de hacerlo.

Mi padre, por tanto, quedó en su error. Marcela y yo, aunque incapaces de comprenderlo, conscientes estábamos de que nuestra madrastra de alguna manera se relacionaba con la muerte de mi hermano. Aquel día mi padre cavó una fosa; después de colocar en ella el cuerpo, puso encima piedras, de modo que los lobos no pudieran desenterrarlo. El choque producido por aquella catástrofe fue muy severo para mi infeliz padre, quien por varios días abandonó la caza, aunque en ocasiones lanzara contra los lobos amargos anatemas y promesas de venganza. Pero durante esta época de duelo por parte de él continuaron, con la misma regularidad de siempre, las correrías nocturnas de mi madrastra. Por fin mi padre descolgó su escopeta y fue al bosque. Pronto volvió, dando muestras de estar muy molesto.

-¿Querrás creerme, Cristina, que los lobos, ¡maldita sea toda su raza! lograron desenterrar el cuerpo de mi pobre muchacho, y nada queda ahora de él sino los huesos?
-¿En verdad? -preguntó mi madrastra. Marcela me miró, y vi en sus inteligentes ojos todo lo que le hubiera gustado expresar.
-Padre, todas las noches un lobo gruñe bajo nuestra ventana -dije.
-¿Hablas en serio? ¿Y por qué no me lo dijiste, muchacho? Despiértame la próxima vez que lo oigas.

Vi que mi madrastra nos daba la espalda, los ojos fulgurantes de rabia y rechinando los dientes. Mi padre volvió a salir y con un montón mayor de piedras cubrió lo poco que de mi hermano habían dejado los lobos. Ése fue el primer acto de la tragedia. Llegó la primavera. Desapareció la nieve y nos permitieron salir de la cabaña. Pero jamás me apartaba ni por un momento de mi hermana, con quien me sentía más amorosamente unido que nunca desde la muerte de mi hermano. A decir verdad, miedo tenía de dejarla a solas con mi madrastra, quien parecía gozar en especial maltratándola. Mi padre se ocupaba ahora en su pequeño huerto, y pude serle de cierta ayuda. Marcela solía sentarse cerca de nosotros mientras laborábamos, quedando mi madrastra sola en la cabaña. He de comentar que, según avanzaba la primavera, mi madrastra disminuía sus salidas nocturnas, y que ya no escuchamos gruñir al lobo bajo nuestra ventana después de que se lo comentara a mi padre.

Un día en que mi padre y yo nos encontrábamos en el campo, y Marcela con nosotros, mi madrastra vino a decirnos que iba al bosque a reunir algunas hierbas que mi padre deseaba; pidió que Marcela fuera a la cabaña a cuidar de la comida. Así lo hizo mi hermana y pronto mi madrastra desapareció en el bosque, en dirección opuesta a la que se encontraba la cabaña, dejándonos a mi padre y a mí, por así decirlo, entre ella y Marcela.

Como a la hora de esto nos sobresaltaron gritos que venían de la cabaña: sin duda alguna de Marcela. "Marcela se quemó, padre", dije lanzando contra el suelo mi pala. También dejó él la suya y nos apresuramos hacia la cabaña. Antes de que llegáramos a la puerta por ella salió, como una exhalación, una gran loba blanca, que huyó con la mayor rapidez. Mi padre estaba desarmado; entró presuroso a la cabaña y allí encontró a la pobre Marcela agonizante. Tenía el cuerpo horrorosamente destrozado y la sangre que de él fluía había formado un charco enorme en el piso de la cabaña. La primera intención de mi padre había sido tomar la escopeta y salir en persecución del animal, pero aquel espectáculo horrible lo detuvo; hincándose al lado de la moribunda hija, rompió en lágrimas. Marcela no tuvo tiempo sino de mirarlo dulcemente por unos segundos, y luego la muerte le cerró los ojos.

Mi padre y yo seguíamos inclinados sobre el cuerpo de mi pobre hermana cuando entró mi madrastra. Dijo estar sumamente afectada por aquel espectáculo, pero no pareció mostrar repugnancia ante la sangre, como suele suceder con la mayoría de las mujeres.

-¡Pobre pequeña! -dijo-. Debe haber sido esa gran loba blanca que acaba de pasar a mi lado, asustándome tanto. Está muerta, Krantz.
-¡Lo sé! ¡Lo sé! -gritó mi padre con angustia.

Pensé que mi padre nunca se recuperaría de los efectos de esa segunda tragedia. Se lamentó amargamente ante el cuerpo de su querida niña, y por muchos días no quiso llevarlo a su tumba, pese a las frecuentes peticiones de mi madrastra. Al final aceptó hacerlo, y cavó una fosa cerca de la de mi pobre hermano; tomó todas las precauciones necesarias para que los lobos no pudieran violarla. Ahora me sentía en verdad miserable, solo en aquella cama que hasta entonces había compartido con mis hermanos. Me era imposible no pensar que mi madrastra estuviera complicada en ambas muertes, aunque no lograra explicarme cómo. No la temía ya, pues mi corazón estaba lleno de odio y deseo de venganza.

La noche siguiente al entierro de mi hermana, estando despierto, percibí que mi madrastra se levantaba y salía de la cabaña. Esperé un tiempo, me vestí y miré por la puerta, que abrí a medias. La luna brillaba y pude ver el sitio donde mis hermanos habían sido enterrados. ¡Cuál no sería mi horror al descubrir a mi madrastra ocupada en quitar las piedras de la tumba de Marcela! Vestía su camisón blanco y la luna caía plena sobre ella. Cavaba con ambas manos, lanzando tras sí las piedras con la ferocidad de una bestia salvaje. Pasaron unos instantes antes de que volviera yo a mis sentidos y decidiera qué hacer. Noté por fin que había llegado al cuerpo y lo levantaba por un lado de la tumba. No pude soportarlo más; corrí donde mi padre y lo desperté.

-¡Padre, padre -grité-, vístete y toma la escopeta!
-¡Cómo! -exclamó mi padre-. Han llegado los lobos, ¿verdad?

De un salto abandonó la cama, se puso la ropa y, a causa de la ansiedad, no pareció darse cuenta de la ausencia de su mujer. En cuanto estuvo listo abrí la puerta, y salió seguido por mí. Imagina su horror cuando (desprevenido como estaba para tal espectáculo) vio, según avanzaba hacia la tumba, no a un lobo, sino a su esposa que, en camisón, a cuatro patas, inclinada sobre el cuerpo de mi hermana, le arrancaba grandes trozos de carne, que devoraba con toda la avidez de un lobo. Estaba demasiado ensimismada para darse cuenta de nuestra llegada. Mi padre dejó caer la escopeta. Tenía el pelo de punta, al igual que yo; respiraba afanosamente y, por un instante, incluso dejó de hacerlo. Recogí la escopeta y la puse en sus manos. De pronto pareció que una rabia reconcentrada le daba el doble de vigor y, apuntando con el arma, disparó. Con un grito potente, abatida se derrumbó aquella infame que él había cobijado en su pecho.

-¡Dios de los cielos! -exclamó mi padre, cayendo desvanecido sobre la tierra en cuanto descargó la escopeta. Tuve que permanecer por un tiempo a su lado antes de que se recuperara. Dijo entonces-: ¡Dónde estoy? ¿Qué ha sucedido? ¡Ah, sí... sí, ahora lo recuerdo! ¡Dios me perdone!

Se levantó y nos acercamos a la tumba. Cuál no sería nuestro asombro y horror al encontrar que, en lugar del cadáver de mi madrastra que esperábamos, sobre los restos de mi pobre hermana yacía una gran loba blanca.

-¡La loba blanca! -exclamó mi padre- la loba blanca que me llevó al bosque... Ahora lo comprendo todo... Mi trato ha sido con los espíritus de las montañas Hartz.

Por un tiempo mi padre quedó en silencio y hundido en pensamientos profundos. Luego, con todo cuidado levantó el cuerpo de mi hermana y lo volvió a su tumba, cubriéndolo como la primera vez; había golpeado la cabeza del animal con la punta de su bota y había desvariado como un loco.
Regresó a la cabaña, cerró la puerta y se tiró sobre la cama. Hice lo mismo, pues me encontraba preso de estupor y aturdimiento. Muy temprano por la mañana nos despertó un fuerte llamar a la puerta, y dentro se precipitó Wilfred, el cazador.

-¡Mi hija, mi hija! ¿Dónde está mi hija? -gritó hecho una furia.
-Espero que donde debe estar ese ser desgraciado, ese demonio -contestó mi padre levantándose y mostrando una cólera igual a la del otro-, ¡en el infierno! Abandone esta cabaña si no quiere que le ocurra algo peor que a su hija.
-¡Ajá! -replicó el cazador-, ¿se atrevería a dañar a un espíritu potente de las montañas Hartz? Pobre mortal, que quiso casarse con una mujer loba.
-¡Fuera de aquí, demonio! ¡Te desafío y desafío tu poder!
-Todavía sentirá su fuerza. No olvide su juramento, su voto solemne: jamás levantar la mano contra ella, jamás dañarla.
-Ningún trato hice con espíritus malignos.
-Lo hizo. Y si rompió su juramento, sufrirá la venganza de los espíritus. Sus hijos morirán por el buitre, el lobo...
-¡Fuera, fuera de aquí, demonio!
-...y sus huesos blanquearán en el páramo. ¡Ja, ja!

Frenético de rabia, mi padre tomó el hacha y la levantó sobre la cabeza de Wilfred, para golpearlo.

-Así lo juró -continuó diciendo el cazador con burla.

El hacha descendió. Pero pasó a través de la forma del cazador; perdiendo el equilibrio, mi padre cayó pesadamente al suelo.

-¡Mortal -dijo el cazador librando con una zancada el cuerpo de mi padre-, sólo tenemos poder sobre quienes han cometido un crimen! Culpable eres de un doble crimen: pagarás el castigo que corresponde a tu voto de casamiento. Dos de tus hijos han desaparecido, un tercero está por seguirlos... Pues habrá de seguirlos, ya que tu juramento quedó registrado. Vete. Bondadoso sería matarte, pues tu castigo consiste ¡en quedarte vivo!

Pronunciadas estas palabras, el espíritu desapareció. Mi padre se levantó del piso, me abrazó tiernamente y luego, arrodillándose, rezó. A la mañana siguiente abandonó la cabaña para siempre. Me llevó consigo, encaminando sus pasos a Holanda, donde llegamos sanos y salvos. Le quedaba un poco de dinero. No llevábamos muchos días en Amsterdam cuando lo atacó una fiebre cerebral y murió hundido en una fiera locura. Me llevaron a un asilo y, tiempo después, me enviaron a la mar. Ahora, ya conoces mi historia. La cuestión es ¿pagaré yo el castigo que corresponde al juramento de mi padre? Estoy plenamente convencido de que, de una u otra manera, así ocurrirá.

II.
El vigésimo segundo día las tierras altas del sur de Sumatra quedaron a la vista. Como no vieron buque ninguno, decidieron mantener curso a través de los estrechos y dirigirse a Pulo Penang, donde esperaban llegar en siete u ocho días, dado que el viento favorecía a su velero. Debido a su constante exposición a la intemperie, Philip y Krantz estaban tan bronceados, que sus largas barbas y su ropa de musulmanes fácilmente los habrían hecho pasar por nativos. Habían timoneado durante todos aquellos días bajo un sol quemante, descansando y durmiendo en el frescor de la noche. No por ello había sufrido su salud. Sin embargo, por varios días, a partir de que confiara a Philip la historia de su familia, Krantz se mostró silencioso y melancólico.

Había desaparecido su acostumbrado vigor de ánimo y Philip le preguntó a menudo la causa de aquello. Al entrar en los estrechos, Philip habló de lo que deberían hacer llegando a Goa. Krantz respondió con tono grave:

-Llevo algunos días, Philip, con el presentimiento de que nunca veré esa ciudad.
-Te sientes enfermo, Krantz -respondió Philip.
-No, tengo buena salud, de cuerpo y de espíritu. He procurado librarme de ese presentimiento, pero en vano. Una voz me advierte continuamente que no estaré mucho tiempo a tu lado. Philip, ¿querrías ayudarme complaciéndome en una petición? Tengo en mi persona oro que podría serte de utilidad. Compláceme aceptándolo, guardándolo contigo.
-Vaya tontería, Krantz.
-No son tonterías, Philip. Tú mismo has tenido advertencias, ¿por qué no habría yo de tener las mías? Bien sabes que no es el miedo parte importante de mi carácter, y que no doy importancia a la muerte; pero cada hora siento más fuerte el presentimiento del que te hablo...
-Son imaginaciones de una mente perturbada, Krantz. ¿Por qué no habrías tú, joven, pleno de salud y vigor, de pasar tus días en paz y llegar a una amable vejez? Nada obliga a pensar de otra manera. Mañana te sentirás mejor.
-Tal vez —replicó Krantz—. Sin embargo, cede a mi capricho y toma el oro. Si estoy equivocado y llegamos salvos a Goa, Philip, sabes que puedes devolvérmelo -comentó con sonrisa débil-. Pero olvidas que estamos casi sin agua, y debemos buscar en la costa un riachuelo para reabastecernos.
-En ello pensaba cuando comenzaste con ese tema desagradable. Es mejor que encontremos agua antes del anochecer; en cuanto hayamos llenado las vasijas, nos haremos a la vela de nuevo.

En el momento de ocurrir esta conversación se encontraban en la parte oriental del estrecho, unas cuarenta millas al norte. El interior de la costa era rocoso y montañoso, pero poco a poco fue descendiendo hasta quedar en una tierra llana, en la que alternaban bosques y selvas que llegaban hasta la playa. La región parecía deshabitada. Manteniéndose cerca de la orilla, al cabo de dos horas descubrieron una corriente de agua dulce, que de las montañas se despeñaba en una cascada, corría a través de la selva siguiendo un curso sinuoso y pagaba su tributo a las aguas del estrecho.

Entraron por la desembocadura del río, bajaron las velas e impulsaron la piragua contra la corriente, hasta recorrer trecho suficiente para asegurarse de estar en aguas del todo dulces. Pronto llenaron las vasijas y estaban por volver a zarpar cuando, seducidos por la belleza del lugar y la frescura del agua, así como cansados de su largo confinamiento a bordo de la piragua, decidieron bañarse, lujo que difícilmente sabrán apreciar quienes no se hayan visto en una situación similar. Se quitaron la ropa de musulmanes y se zambulleron en la corriente, donde permanecieron un tiempo. Krantz fue el primero en salir. Se quejó de tener frío y se encaminó a la orilla, donde habían quedado los vestidos. Philip se acercó también a la ribera, con la intención de imitarlo.

-Pues bien, Philip -dijo Krantz-, ésta es una buena oportunidad para darte el dinero. Abriré mi faja, lo sacaré de ella y tú lo pondrás en la tuya.

Philip estaba de pie en el agua que le llegaba a la cintura.

-Bueno, Krantz -dijo-, supongo que si debe ser así, así debe ser. Pero me parece una idea tan ridícula... Sin embargo, sea como quieras.

Philip salió del riachuelo y se sentó junto a Krantz, quien se ocupaba ya de extraer los doblones de los pliegues de su faja. Por fin dijo:

-Creo, Philip, que ya los tienes todos. Me siento satisfecho.
-No concibo en qué peligro puedas verte al que no esté igualmente expuesto yo -contestó Philip-. Sin embargo...

No acababa de expresar estas palabras cuando se escuchó un rugido tremendo, una acometida parecida a un viento poderoso, un golpe que lo lanzó de espaldas, un grito agudo... y una lucha. Al recobrarse, Philip vio que, con la velocidad de una flecha, un enorme tigre se llevaba el desnudo cuerpo de Krantz a través de la selva. Observó todo con ojos desorbitados. En unos cuantos segundos el animal y Krantz habían desaparecido.

-¡Dios de los cielos, debiste ahorrarme este espectáculo! -exclamó Philip, cayendo de bruces a causa de su aflicción-. ¡Oh, Krantz, amigo, hermano, cuán cierto era tu presentimiento! ¡Dios misericordioso, ten piedad!... ¡Hágase pues, tu voluntad! -y Philip rompió en llanto.

Por más de una hora quedó clavado en aquel lugar, ajeno e indiferente a los peligros que lo rodeaban. Finalmente, un tanto recuperado, se levantó, se vistió y volvió a sentarse, los ojos fijos en la ropa de Krantz y en el oro, que seguía sobre la arena.

-Quiso darme ese oro. Presintió su destino. ¡Sí, sí, se trataba de su destino, que ahora se ha cumplido! Y sus huesos blanquearán en el páramo.

Ese cazador fantasma y su lobuna hija han quedado vengados.

Frederick Marryat (1792-1848)

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Lana caprina: Epístola de un licántropo (Lana caprina: Epistola di un licantropo) es una de las novelas más extraordinarias del escritor y amante italiano Giacomo Casanova, publicada 1773.

La literatura está llena de paradojas. A menudo se las resuelve con una mirada amplia sobre el período en el que una obra fue compuesta, pero en ocasiones nada nos predispone a asimilar que determinados matices narrativos y conceptuales puedan caer en ciertas personalidades, a priori, inimaginables en el rol que les toca jugar.

Tal es el caso de Casanova y su Epístola de un licántropo, obra que en manos de cualquier feminista sería alabada hasta rozar el hastío académico más profundo, pero que, sin embargo, a causa de su autor, ha sido relegado al olvido como una mera curiosidad bibliográfica.

Pues bien, Giacomo Casanova, el seductor más canalla y genial, el amante consumado, el cretino, el hombre condenado -como Edipo- a enloquecer tras enamorar a una de sus tantas hijas ilegítimas, fue quien defendió los derechos de la mujer con mayor elegancia y astucia en una época en que estas cualidades difícilmente eran vertidas en un tema como este.

Corría el año 1771. Casanova, envuelto en otra de sus intrigas amorosas, decide crear un objeto completamente nuevo, una obra impensada, inimaginable en un caballero con sus inclinaciones. Epístola de un licántropo comienza con una discusión bestial: dos profesores universitarios divagan sobre la fisiología femenina, intentando probar que la escasa capacidad de razonamiento de la mujer tiene relación directa con los humores que hierven en su útero.

Acto seguido, Casanova se descubre a sí mismo como un defensor de la mujer, y más aún, como un abogado por los derechos femeninos.

Epístola de un licántropo comienza a burlarse de las teorías y confusiones en torno a la mujer, y la defiende con un razonamiento que no permite la refutación más ínfima: la mujer no sólo es igual al hombre, sino que en algunos aspectos es superior.

Para fundamentar su hipótesis, Casanova destroza los argumentos de quienes menoscaban a la mujer aludiendo deficiencias orgánicas, sometiendo su autonomía psicológica y emocional a las variables tendenciosas de un mecanismo fisiológico sombrío, y acaso infernal.

De este modo, Casanova se convierte en el feminista más lúcido de su tiempo, sin dejar de lado su faceta de cretino, seductor fraudulento y vendedor de promesas irrealizables. La Epístola de un licántropo es su legado, y tal vez su redención.

Lord Aelfwine.

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El devorador de fantasmas.
The Ghost-Eater, H.P. Lovecraft (1890-1937) C.M. Eddy, Jr (1896-1967)

¿Locura? ¡Quisiera poder pensar así! Pero cuando estoy a solas, tras caer la noche, en los desolados lugares a donde me llevan mis vagabundeos, y escucho, cruzando los vacíos infinitos, los ecos demoníacos de esos gritos y gruñidos, y ese detestable crujido de huesos, me estremezco de nuevo con el recuerdo de aquella espantosa noche.

Sabía menos de montería en aquellos días, aunque ya entonces la naturaleza me llamaba tan fuerte como lo hace ahora. Hasta esa noche me había cuidado siempre de contratar un guía, pero las circunstancias me forzaron bruscamente a desenvolverme por mis propios medios. Era mediados del verano en Maine, y a pesar de mi gran necesidad en ir desde Mayfair a Glendale antes del siguiente mediodía, no pude encontrar quien me guiara. A menos que tomase la larga ruta a través de Potowisset, que no me llevaría a tiempo a mi meta, habría de cruzar espesos bosques; pero cada vez que preguntaba por un guía me topé con negativas y evasivas. Forastero como era, me resultaba extraño que cada cual tuviera una rápida excusa. Había demasiados “negocios importantes” en ciernes para un villorrio perdido, y sabía que los lugareños mentían. Pero Todos tenían "deberes imperiosos", o eso decían, y no podían más que asegurarme que la senda a través de los bosques era muy sencilla, corriendo recta hacia el norte y sin la menor dificultad para un mozo vigoroso. Si partía cuando la mañana era aún temprana, aseguraban, podría llegar a Glendale a la puesta del sol y evitar una noche al raso. Aun entonces no sospeche nada. La perspectiva parecía buena, y decidí intentarlo a solas, dejando a los perezosos pueblerinos atrás con sus asuntos. Probablemente podría haberlo intentado aun recelando, porque la juventud es testaruda, y desde la niñez me había reído de supersticiones y cuentos de viejas.

Así, antes que el sol se estuviera en alto, me había encaminado entre los árboles por la trocha serpenteante con el almuerzo en la mano y la automática en el bolsillo y el cinturón repleto de crujientes billetes de gran valor. A juzgar por las distancias que me habían dado y el conocimiento de mi propia velocidad, supuse que llegaría a Glendale un poco después del ocaso; pero sabía que retrasándome durante la noche por algún error de cálculo, tenía suficiente experiencia en acampada como para no amilanarme. Además, mi presencia en el punto de destino no era verdaderamente necesaria hasta el mediodía siguiente. Era el clima lo que amenazaba mis planes. El sol, conforme subía abrasaba aún a través de lo más espeso del follaje, consumiendo mis energías a cada paso. A mediodía, mis ropas estaban empapadas de sudor y me sentí flaquear a pesar de toda mi resolución. Al internarme más profundamente obstruido y en muchos puntos casi bloqueado por la maleza. Debían haber pasado semanas quizás meses desde que alguien atravesara aquella ruta, y comencé a preguntarme si, después de todo, podría cumplir mi programa. A fin, sintiéndome verdaderamente famélico, busqué la zona más profunda de sombra que pude encontrar y procedí a almorzar el tentempié que el hotel me había preparado.

Eran algunos sándwiches insípidos, un pedazo de pastel rancio y una botella de vino muy flojo; aun no siendo un suntuoso festín, fue bastante bienvenido por alguien en mi estado de acalorado agotamiento. Hacía demasiado calor para que el fumar fuera gratificante, así que no saqué mi pipa. En cambio, cuando hube acabado mi comida me tumbé a lo largo bajo los árboles, tratando de reposar un rato antes de emprender la última etapa de mi camino. Supongo que fui un estúpido por beber ese vino, porque, flojo como era, fue bastante para rematar el trabajo que bochornoso y opresivo día había comenzado. Mi plan consistía en una simple y momentánea relajación, pero, con apenas un bostezo de aviso, caí en un profundo sueño.

II.
Cuando abrí los ojos, el crepúsculo se cerraba a mi alrededor. Un viento acariciaba mis mejillas, devolviéndome rápidamente mi pleno sentido y mientras ojeaba al cielo vi con aprensión que apresuradas nubes negras estaban creando un sólido muro de oscuridad, indicio de violenta tormenta. Ahora sabía que no podría llegar a Glendale antes de la mañana, pero la perspectiva de una noche en los bosques mi primera noche de acampada solitaria en la espesura parecía muy repugnante bajo esas especiales condiciones. En un instante resolví avanzar durante un rato al menos, con la esperanza de encontrar algún cobijo antes que la tempestad se desencadenara. La oscuridad se extendía sobre los bosques como un pesado manto. Las nubes bajas se tornaban aún más amenazadoras, y el viento arreciaba a un verdadero vendaval. El relámpago de un distante rayo iluminó el cielo, seguido de un ominoso retumbar que parecía esconder algún maligno propósito. Entonces sentí una gota de lluvia sobre mi mano tendida y, todavía caminando automáticamente, me resigné a lo inevitable. Otro momento y había visto el resplandor, la luz de una ventana a través de árboles y oscuridad. Pendiente de tan sólo refugiarme, me apresuré hacia allí… ¡Quisiera Dios que me hubiera dado la vuelta y huido! Había una especie de claro imperfecto, en cuya parte más alejada, con su zaga contra el bosque primitivo, se levantaba una construcción. Había esperado encontrar una choza o una cabaña, pero me detuve sorprendido cuando divisé una casita limpia y de buen gusto con tejado de dos vertientes, de unos 70 años de antigüedad a juzgar por su arquitectura, aunque todavía en un estado de conservación que demostraba la atención más celosa y civilizada. A través de los pequeños paneles de una de las ventajas inferiores brillaba una intensa luz, y hacia ella azuzado por el impacto de otra gota de lluvia me apresuré cruzando el claro, aporreando ruidosamente las puertas tan pronto como alcancé las escaleras.

Con prontitud, mis golpes tuvieron respuesta en una voz profunda y agradable que pronunció una sola palabra:

-¡Adelante!

Empujando la puerta desatrancada, entré en un penumbroso salón alumbrado desde un zaguán abierto a la derecha, más allá del cual había una habitación atestada de libros con la ventana iluminada. Mientras cerraba la puerta exterior a mi espalda, no pude por lo menos que reparar en un extraño aroma en la casa; un perfume débil, elusivo, casi definible que de alguna forma sugería animales. Mi anfitrión, supuse, debía ser un trampero que regentaba sus negocios allí mismo. El hombre que había hablado se sentaba en una amplia butaca junto a una mesa central de mármol, con su forma enjuta envuelta en una larga bata gris. La luz de una poderosa lámpara de petróleo resaltaba sus facciones agudas y afeitadas; con lustroso y fino cabello largo y bien peinado; regulares cejas castañas que se unían en ángulo inclinado sobre la nariz; orejas bien formadas, emplazadas abajo y atrás en la cabeza; y amplios y expresivos ojos grises, casi luminosos en su interés. Al sonreír una bienvenida, mostró un magnífico juego de firmes dientes blancos, y mientras me señalaba una silla con un ademán, me percaté de la delgadez de sus delicadas manos, con largos y ahusados dedos de rojizas y almendradas uñas ligeramente curvas y exquisitamente manicurazas. No podía menos de preguntarme por qué un hombre de tan avasalladora personalidad podría elegir la vida de recluso.

-Perdón por la intromisión -me excusé-. Pero estoy tratando de llegar a Glendale antes de la mañana, y una tormenta me hizo buscar un refugio.

Como corroborando mis palabras, en este momento llegó un intenso relámpago, una reverberación chasqueante y la primera descarga de un aguacero torrencial que batía demencialmente contra las ventanas. Mi anfitrión, que parecía ajeno a los elementos, me dedico otra sonrisa al responder. Su voz era entonada y bien modulada, y sus ojos mostraban un serenidad casi hipnótica.

-Sea bienvenido a la hospitalidad que yo pueda ofrecerle, aunque me temo que no sea mucha. Tengo una pierna tullida, por lo que tendrá que hacerse cargo. Si tiene hambre, encontrará abundancia en la cocina… ¡abundancia de comida, no de ceremonia!

Creí detectar una levísima traza de acento extranjero en su tono, aunque su lenguaje era fluido e idiomáticamente correcto. Alzándose a impresionante altura, se dirigió hacia la puerta con largos y renqueantes pasos y me percaté de los brazos inmensos y velludos que colgaban a cada lado, en curioso contraste con sus delicadas manos.

-Venga -invitó-. Traiga la lámpara con usted. Puedo sentarme igual de bien en la cocina que aquí.

Le seguí al salón y a la habitación de más allá, y en esa dirección descubrí el montón de leña en la esquina y el aparador del muro. Unos instantes más tarde, mientras el fuego brincaba alegremente, le pregunté si no debería preparar comida para dos; pero él declinó cortésmente. Hace demasiado calor para cenar me dijo además, he tomado un bocado antes que usted llegara. Tras lavar los platos dejados por mi solitario refrigerio, me senté un rato, fumando satisfecho mi pipa. Mi anfitrión formuló unas pocas preguntas sobre los poblados vecinos, pero cayó en un sombrío mutismo cuando supo que era un forastero. Mientras guardaba silencio, no pude menos que sentir una calidad de extraño en el, un algo insólito y soterrado que a duras penas podía ser analizado. Estaba casi seguro, por otra parte, que yo era tolerado a causa de la tormenta, más que ser bienvenido con genuina hospitalidad. En lo que respecta a la tormenta, parecía haberse agotado.

Fuera, ya había clareado puesto que había una luna llena entre las nubes y la lluvia había menguado hasta una simple llovizna. Quizás, pensé, podría completar mi viaje después de todo; una idea que insinué a mi anfitrión.

-Mejor aguardar hasta mañana -insistió-. Dice que está pensando ponerse en marcha y hay sus buenas tres horas hasta Glendale. Tengo dos alcobas arriba, y es usted bienvenido a una si quiere quedarse.

Había tal sinceridad en su invitación que disipaba cualquier duda que pudiera haber tenido acerca de su hospitalidad, y decidí que su silencio era el resultado del largo aislamiento de sus semejantes en estas soledades. Tras permanecer sentado sin proferir palabra durante el tiempo que tardé en fumar tres pipas, finalmente comencé a bostezar.

-Ha sido un día mas bien agotador para mí -admití-. Y creo que sería mejor que me fuera a la cama. Debo levantarme al alba, ya sabe, y retomar mi camino.

Mi anfitrión agitó el brazo hacia la puerta, a través de la que podía ver el salón y las escaleras.

-Venga -me indicó-. Lleve la lámpara con usted. Es la única que tengo, pero no me importa sentarme en la oscuridad, la verdad. La mitad del tiempo no la enciendo, cuando estoy solo. El petróleo es difícil de conseguir aquí y voy raramente al pueblo. Su alcoba es la de la derecha, al final de las escaleras.

Tomando la lámpara, y volviéndome en el salón para desearle buenas noches, pude ver sus ojos relucir, de una forma parecida a la fosforescencia, en la oscurecida estancia que había abandonado; durante un momento pensé en la jungla y en los círculos de ojos que a veces fulguran justo más allá del radio de la hoguera. Luego, subí las escaleras. Mientras alcanzaba el segundo piso, pude escuchar a mi anfitrión renqueando por el salón hacia la habitación de abajo y comprendí que se movía con seguridad de búho a pesar de la oscuridad. Verdaderamente, tenía poca necesidad de lámpara. La tormenta había acabado, y al entrar en la habitación asignada la descubrí iluminada por los rayos de la luna llena que caían sobre la cama desde la ventana sin cortinas orientada hacia el sur. Apagando la lámpara y sumiendo la casa en la oscuridad a excepción de los rayos de la luna, olfateé un punzante olor que se imponía sobre el aroma del queroseno…el olor casi animal que había notado al entrar en el lugar. Crucé hasta la ventana y la abrí de par en par, inspirando profundamente el fresco y limpio aire nocturno.

Cuando comenzaba a desvestirme me detuve casi instantáneamente, reparando en el cinturón de dinero, aún situado sobre mi cintura. Quizás, reflexioné, convenía no ser imprudente o descuidado, ya que había leído acerca de hombres que aguardaban solo una ocasión para robar o incluso dar muerte a los extraños en el interior de sus moradas. Así, colocando las ropas de cama para hacerlas parecer a una figura dormida, alcance la única silla de la estancia entre las envolventes sombras, cargando y encendiendo de nuevo mi pipa, y tomando asiento para descansar o vigilar, según lo requiriera la ocasión.

III.
No podía llevar mucho rato sentado cuando mis sensibles oídos captaron el sonido de pisadas subiendo las escaleras. Todos los viejos cuentos sobre anfitriones ladrones vinieron a mi cabeza, pero otro instante de escucha reveló que las pisadas eran francas, fuertes y descuidadas, sin atisbos de disimulo; mientras que los pasos de mi anfitrión, por lo que había oído desde el final de las escaleras, eran zancadas blandas y renqueantes. Apagando las brasas de mi pipa, la puse en mi bolsillo. Después, empuñando y teniendo mi automática, me levanté de la silla y caminé de puntillas por la estancia, agazapándome tensamente en un punto desde el que podía cubrir la puerta. Ésta se abrió, y en el pozo de luz lunar entró un hombre que nunca había visto. Alto, de anchas espaldas y distinguido, con el rostro medio tapado por la espesa barba cuadrada y el cuello cubierto con una gran pieza de tela negra, de un corte tan obsoleto en América que le señalaba, indudablemente, como extranjero.

Cómo había entrado en la casa sin que me apercibiera es algo fuera de mi entendimiento, no pudiendo creer ni por un instante que estuviera oculto en la otra alcoba del salón abajo. Mientras le observaba pensativamente bajo engañosos rayos de luna, me pareció que podía ver directamente a través de la robusta forma; pero quizás esto sólo fue una ilusión derivada de mi repentina sorpresa. Percatándose del desarreglo de la cama, pero desdeñando evidentemente la fingida ocupación, el extranjero musitó algo para sí mismo en una lengua extraña y procedió a desnudarse. Lanzando sus ropas a la silla que había desocupado, se metió en la cama, se arropó y en uno o dos segundos estaba resollando con la regular respiración de alguien profundamente dormido. Mi primer pensamiento fue buscar a mi anfitrión y pedirle una explicación, pero un segundo más tarde decidí que sería mejor asegurarse que tal incidente no es una secuela de mi sueño de borracho en los bosques. Aún me sentía flojo, desmayado y, a despecho de mi reciente cena, estaba tan hambriento como si no hubiera comido nada desde el almuerzo del mediodía. Crucé hacia la cama y la alcancé, asiendo el hombro del durmiente. Enseguida, lanzando un ahogado grito de miedo enloquecido y atónito estupor, retrocedí con pulso palpitante y ojos desorbitados. ¡Puesto que mis dedos engarfados habían pasado directamente a través del durmiente, alcanzado únicamente las sábanas de debajo!

Un análisis completo de mis sensaciones enervadas y confundidas sería inútil. El hombre era intangible, aun cuando todavía podía verle, escuchar su respiración regular y observar su figura medio envuelta de lado bajo las sábanas. Y entonces, mientras estaba a punto de creerme loco o bajo hipnosis, escuche otras pisadas en las escaleras blandas, almohadilladas, perrunas, pisadas cojeantes, tamborileando hacia arriba, arriba, arriba… Y otra vez el punzante olor animal, ahora con redoblada intensidad. Aturdido y alucinado, me arrastré una vez más tras la protección de la puerta abierta, estremecido hasta la médula, pero ya resignado a cualquier destino conocido o desconocido. Entonces, en ese pozo de fantasmal luz lunar, irrumpió la enjuta forma de un gran lobo gris. Cojo, según pude ver, pues una de las patas traseras se mantenía en el aire, como herida por algún tiro perdido. La bestia giró la cabeza en mi dirección, y la pistola resbaló de mis temblorosos dedos resonando sordamente contra el suelo.

La ascendente sucesión de horrores había paralizado rápidamente mi voluntad y conciencia, porque los ojos que ahora fulguraban mirándome desde esa cabeza infernal eran los fosforescentes ojos grises de mi anfitrión, tal y como me habían observado a través de la oscuridad de la cocina. Ni siquiera sé si me vio. Los ojos fueron desde mi dirección hacia la cama y contemplaron con glotonería al espectral durmiente. Luego, la cabeza se echo atrás, y de esa demoníaca garganta brotó el más espantoso ulular que haya oído jamás; un aullido ronco, nauseabundo, lobuno, que casi hizo detenerse a mi corazón. La forma en la cama se removió, abrió los ojos y se encogió ante la vista. El animal se agachó de forma estremecedora, y entonces mientras la etérea figura lanzaba un grito de mortal angustia humana y terror que ningún espectro de leyenda podría falsificar saltó directo hacia la garganta de su víctima, con los blancos y firmes dientes reluciendo a la luz de la luna mientras se cerraban sobre la yugular del vociferante fantasma. El gritó terminó con un gorgoteo ahogado en sangre y los espantados ojos humanos se vidriaron. Aquel grito me impulsó a la acción, y en un segundo había recuperado mi automática y vaciado el cargador en la monstruosidad lobuna ante mí. Pero escuché el impacto de cada bala mientras se enterraba en el muro opuesto sin encontrar resistencia. Mis nervios cedieron. El terror ciego me lanzó hacia la puerta y me hizo mirar atrás para ver que el lobo había hundido sus dientes en el cuerpo de su víctima. Entonces llegó aquella impresión sensorial culminante y el arrollador pensamiento derivado. Era el mismo cuerpo que yo había atravesado con la mano momentos antes… pero mientras me abalanzaba por esa negra escalera de pesadilla pude escuchar el astillarse de los huesos.

IV.
Cómo encontré el camino de Glendale o cómo conseguí atravesarlo, supongo que jamás lo sabré. Sólo sé que el alba me encontró en la colina al límite de los bosques, con la escarpada población bajo mis pies y la cinta azul del Cataqua centellando en la distancia. Destocado, sin chaqueta, con el rostro tiznado y empapado de sudor, como sí hubiera pasado la noche bajo tormenta, renuncié a entrar en el pueblo hasta recobrar un poco, al menos, la compostura. Al fin emprendí camino colina abajo por las estrechas calles empedradas de portales coloniales, hasta llegar a la casa Lafayette, cuyo propietario me miró intrigado.

-¿De dónde vienes tan temprano, hijo? ¿Cómo traes esa facha?
-Acabo de llegar atravesando los bosques desde Mayfair.
-¿Has venido… a través de los bosques del Diablo…esta noche…y…solo?

El anciano me dedicó una indispuesta mirada mezcla de horror e incredulidad.

-¿Por qué no -repuse-?. No podría haberlo hecho a tiempo por el Potowisset, y debía estar aquí a mediodía, lo más tardar.
-¡Y esta noche hubo luna llena!… ¡Dios mío! ¿Viste algo de Vasili Oukranikov o el Conde?
-¿Oiga, tengo cara de tonto? ¿Qué quiere… reírse de mí?

Pero su tono fue tan grave como el de un sacerdote al replicar:

-Debes ser nuevo por aquí, hijito. Si no, sabrías todo acerca de los bosques del Diablo, la luna llena, Vasili y el resto.

Me sentí algo atontado, aunque sabía que no debía mostrarme demasiado serio tras mis primeras afirmaciones.

-Vamos…sé que se muere por contármelo. Soy como un burro… todo orejas.

Entonces contó la leyenda a su manera seca, despojándola de vitalidad y credibilidad por falta de colorido, detalles y atmósfera. Pero yo no necesitaba de la vitalidad o credibilidad que cualquier poeta pudiera haber dado. Rememorar lo que había presenciado y recordar que no había oído el cuento hasta después de haber tenido la experiencia y huido del terror de aquellos fantasmales huesos astillándose.

-Antes había unos pocos rusos instalados entre aquí y Mayfair…llegaron tras uno de aquellos follones nihilistas, allá en Rusia. Vasilli Oukranikov era uno de ellos… un tío alto, delgado y bien plantado con brillante pelo rubio y modales encantadores. Pero se decía que era un sirviente del demonio… un hombre lobo y un devorador de hombres. Se edificó una casa en los bosques, como a un tercio del camino entre esto y Mayfair, y allí vivió solo. De vez en cuando llegaba un viajero de los bosques con algún cuentecillo extraño acerca de haber sido perseguido por un gran lobo con relucientes ojos humanos… como los de Oukranikov. Una noche, alguien le pego un tiro al lobo, y la siguiente vez que el ruso vino a Glendale cojeaba. Eso encajaba todo.

Ya no eran simples sospechas, sino hechos probados. Entonces mandó a Mayfair por el Conde su nombre era Feodor Tchernevshy y había comprado la vieja casa Fowler de tejado a dos aguas en State Street para que acudiera a verle. Todos previnieron al Conde, que era un buen hombre y un esplendido vecino, pero él dijo que sabía cuidar de sí mismo. Era la noche de luna llena. Era valiente como él solo, y cuanto hizo fue pedir a algunos de sus hombres, que tenía cerca del lugar, que le siguieran a casa de Vasili si no volvía en un plazo prudencial. Así lo hicieron…y me dices, hijito, ¿Qué has estado cruzando esos bosques de noche?

-Ya le digo que sí -traté de no parecer un embustero-. No soy ningún conde, y ¡heme aquí para contarlo!… pero, ¿Qué encontraron los hombres en casa de Oukranikov?
-Encontraron el cuerpo destrozado del Conde, hijito, y un fibroso lobo gris agazapado sobre él con fauces ensangrentadas. Puedes suponer lo que era el lobo. Y se cuenta que cada luna llena… ¿pero hijito, no viste ni oíste nada?
-¡Nada, hombre! Y Dígame, ¿qué pasó con el lobo…o Vasili Oukranikov?
-¡Toma! lo mataron, hijo… lo llenaron de plomo y lo enterraron en la casa, y luego prendieron fuego al lugar… sabe que esto fue hace sesenta años, cuando yo era un crío, aunque lo recuerde como si fuera ayer.

Me volví con un encogimiento de hombros. Todo eso sonaba demasiado extraño, estúpido y artificial a plena luz del día. Pero, a veces, cuando estoy a solas tras la caída de la noche en lugares desiertos y escucho los ecos demoníacos de esos gritos y bramidos, y ese detestable crujir de huesos, vuelvo a estremecerme con el recuerdo de aquella espantosa noche.

H.P. Lovecraft (1890-1937)
C.M. Eddy, Jr (1896-1967)

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La puerta tapiada.
Das majorat, E.T.A. Hoffmann (1776-1822)

I.
En las orillas solitarias de un lago del Norte se ven todavía las ruinas de una antigua finca que lleva el nombre de R... Unos áridos brezales la rodean por entero; cierran el horizonte por uno de sus lados las aguas tranquilas y profundas, y por el otro un bosque de pinos que cuentan siglos remeda en medio de la niebla unos brazos negros de espectros. Un cielo siempre enlutado cobija como únicos moradores unos pájaros de fúnebre aspecto. A un cuarto de hora del camino, cambia de pronto la decoración: surge una aldea risueña en medio de unos prados salpicados de flores; y en un extremo de esta aldea, no lejos de la mancha verde de un bosque de alisos los vecinos señalan al viajero los cimientos de un castillo que uno de los señores de R... proyectaba levantar en aquel oasis la naturaleza pródiga. Quizá poco dispuesto a compartir con los mochuelos el caserón familiar, el barón Roderich de R... no se preocupó de continuar la construcción de la mansión de recreo comenzada por sus antecesores. Se había limitado a llevar a cabo alguna reparación en los puntos más castigados, para encastillarse en la antigua finca con un grupo de servidores, no menos taciturnos que él, y mataba el tiempo recorriendo a caballo las orillas del lago; raramente se le veía en la aldea de sus vasallos, de manera que su nombre había pasado a ser una especie de «coco» para asustar a los chicos. Había mandado disponer por encima de la atalaya, una especie de azotea provista con todo el instrumental de astronomía conocido hasta aquella fecha, y allí se pasaba a veces días y noches enteros, en compañía de un intendente, que compartía todas sus extravagancias.

En la comarca le atribuían extensos conocimientos en artes mágicas, y algunos llegaban a afirmar que le habían expulsado de Curlandia por haberse permitido sin reboso tener relaciones ilícitas con el espíritu maligno. Sentía Roderich por el caserón de los suyos un afecto supersticioso; para restablecer su importancia feudal se decidió a erigirlo en mayorazgo. Pero, ni si hijo Huberto, ni el actual poseedor de la primogenitura, que se llamaba Roderich como su abuelo, compartían las ideas de su pariente y habían arraigado en sus dominios de Curlandia, donde la vida era más llevadera y no tan sombría. El barón Roderirch daba hospitalidad a dos hermanas de su padre, venerables ruinas de la más rancia nobleza. Las cocinas ocupaban la planta baja; una especie de palomar destartalado daba abrigo a un montero casi inválido, que hacía las veces de guardián, y los servidores restantes habitaban en la aldea con el señor intendente. Todos los años, a fines de otoño, el castillo salía del silencio lúgubre que pesaba sobre él como una mortaja, y vibraban los viejos muros al ladrido de las jaurías. Las amistades del barón Roderich festejaban alegremente las cacerías en que se les ponían a tiro lobos y jabalíes. Hasta seis semanas se prolongaban las partidas, y durante este tiempo el mayorazgo se convertía en posada pródiga para todos. De ningún modo descuidaba el Barón su señorío y asesorado por el abogado V... administraba justicia a sus vasallos. De generación en generación, la misma familia se había encargado de los asuntos legales de R...

En el año 179..., el digno abogado, cuya cabeza entrecana contaba ya más de sesenta inviernos, me dijo un día con una sonrisa sutilmente irónica: —Primo— yo era sobrino segundo del abogado, pero me llamaba primo por el hecho de llevar ambos el mismo nombre de pila—, me siento tentado a llevarte a R... El viento Norte, el grato frescor de las aguas y las heladas tempranas comunicarán a tus órganos algo del vigor que necesitas para consolidar tu salud. Allá podrás prestarme más de un servicio en la redacción de las actas que van amontonándose, y tendrás para distraerte los cotos de caza—. Sabe Dios cómo me llenó de júbilo la proposición de mi tío-abuelo. Al día siguiente corríamos en una berlina, bien equipados, y con buenos abrigos de pieles, a través de una comarca cuyo carácter agreste se acentuaba cuanto más nos acercábamos al lado Norte, entre nieves y bosques de pinos interminables. Para hacerme el viaje más agradable, mi tío me contaba anécdotas de la vida del barón Roderich —el fundador del mayorazgo—. Sirviéndose de pintorescas figuras, me ponía en el secreto de los hábitos y de las aventuras del viejo señor de R... y se lamentaba de que ese gusto por la vida agreste llegara a absorber toda la inteligencia del heredero actual, un joven que era antes de carácter más bien amable, y de naturaleza enclenque. Me manifestó, por lo demás, que me encontraría muy a mis anchas en el castillo, y acabó describiendo las habitaciones a ambos destinadas, que daban por un lado a la antigua sala de las audiencias de los señores del castillo y por el otro a la habitación de las dos damas a que antes me he referido.

Era ya noche cerrada cuando llegamos al territorio de R... La aldea estaba de fiesta; resonaba la música en la casa del intendente, iluminada de arriba abajo, y la única posada rebosaba de gozosos convidados. Y volvimos a emprender el viaje por la carretera ya casi intransitable a causa de la nieve que la cubría. Un cierzo helado rizaba las aguas del lago y hacía crujir el ramaje de los pinos con ruido siniestro y la silueta del caserón, con los rastrillos echados, se recortaba en negro en medio de una especie de mar de niebla. Reinaba en el interior un silencio de muerte y no asomaba ni un rayo de luz a las ventanas, que más bien parecían troneras.

—¡Ea! ¡Franz! ¡Franz!—gritaba mi tío-abuelo—. ¡Levántate! Nos cae encima la nieve y nos iría muy bien un buen fuego—. Un perro guardián fue el primero en responder a nuestra llamada, y hasta al cabo de un rato no se oyó ningún indicio de vida humana en el interior; los reflejos de una antorcha agitaron las sombras, rechinaron pesadamente en la cerradura unas toscas llaves, y el viejo Franz nos dirigió un: —¡Buenas noches, señor letrado! ¡Bienvenido!... Pero, ¡qué tiempo del demonio!—. Con una mala librea, que parecía bailar sobre su cuerpo mísero, mal calzado, nos daba la bienvenida una figura de las más cómicas. Impresa en sus arrugadas facciones se veía una sumisión embobada, y su oficioso recibimiento llegaba casi a hacer olvidar su fealdad—. Mi digno señor —dijo—, nada tenemos a punto para recibir a usted; hiela en los cuartos, no están puestas las camas y, además, el viento hace sonar sus esquilas de Levante a Poniente a través de los cristales rotos. Ni con la lumbre encendida se puede soportar—. Y tú viejo pícaro —exclamó mi tío, sacudiendo la nieve de su abrigo de pieles—, ¿no podrías, ya que eres el guardián de esta casa, velar por la reparación de lo que esté averiado? Dices, tan desenvuelto, que mi cuarto está inhabitable— Casi, casi —respondió Franz, haciendo una reverencia hasta el suelo en correspondencia a mi estornudo—. El cuarto del señor abogado se encuentra a estas horas sembrado de escombros. Hace tres días que se hundió el pavimento de la sala de audiencias a consecuencia de una sacudida imponente—. Mi tío se disponía a lanzar una exclamación de asombro, pero se refrenó y volviéndose a mí y calándose más hondo el casquete de piel de zorro: —Primo —me dijo—, veremos de arreglarnos como se pueda. En principio, procuremos evitar las preguntas que se refieran a este maldito castillo, porque serían capaces de innovarnos cosas mil veces más desesperadoras. Veamos —insistió dirigiéndose a Franz—. ¿No podrá habilitarnos otro cuarto? —Nos hemos adelantado a lo que el señor pide —replicó con vivacidad el viejo servidor; y abriendo él la marcha, nos llevó, por una escalerilla de caracol a una larga galería, iluminada por una sola antorcha que prestaba formas fantásticas a los objetos más comunes. Al llegar al cabo de la galería, que se ramificaba en múltiples ángulos, nos guió a través de varias salas, húmedas, sin un mueble, y abriendo una última puerta nos introdujo en un salón, en cuya chimenea ardía un generoso fuego. La vista de las llamas me confortaba, y mi tío paseaba alrededor una mirada en la que se agitaba algo inquietante. —¿Es ésta la sala que en lo sucesivo ha de servir para las recepciones?—. Franz adelantó unos pasos hacia uno de los ángulos del salón, y a la luz de la antorcha que llevaba, distinguí sobre la pared un rastro blanco, alto y ancho, que por sus proporciones parecía una puerta tapiada.

Luego Franz se afanó en preparar lo que necesitábamos. Puso la mesa, muy diligente, y después de una cena reparadora, mi tío preparó un ponche caliente que bebido hasta la última gota había de proporcionarnos un largo y reposado sueño. Franz, una vez terminado su servicio se retiró discretamente. La luz de dos velas y las llamas que se extinguían en la chimenea prodigaban los más caprichosos reflejos en la decoración gótica de la sala. Adornaban las paredes unos cuadros que representaban cacerías o escenas de guerra, y los parpadeos de las llamas parecían dar movimiento de vida a los personajes de aquellos cuadros. Noté unos retratos de familia, de tamaño natural, que seguramente perpetuaban los rasgos de los miembros más significados de la estirpe de los señores feudales de R... Las viejas arcas y arquimesas adosadas a las paredes, que los años habían patinado, daban todavía más carácter a la mancha blanca cuyo aspecto me había sorprendido. Sencillamente, supuse que había existido allí una puerta de comunicación, que más tarde había sido tapiada, sin que cuidara nadie de disimular aquella labor de albañil echando encima una capa de pintura que correspondiera con el decorado de la sala. Bastante ocupada estaba mi imaginación, y más que la realidad vivía unos sueños heterogéneos. Poblaba el castillo de apariciones por encima de lo natural, creándome un ambiente de miedo. Hasta que la casualidad o la oportunidad quisieron que, echando mano a mi bolsillo, diera con un libro que era en aquel entonces el inseparable de la juventud —me refiero al «Visionario»—. Esta lectura estimuló con creces la actividad de mi imaginación. Engolfado en un medio alucinante motivado por las escenas que en la lectura pasaban por mis ojos, me pareció oír unos pasos ágiles, que atravesaban la sala. Azuzando el oído percibo un sordo gemido, que cesa de pronto, para volverse a oír inmediatamente. Diríase que alguien escarba en el muro detrás de la mancha blanca parecida a una puerta tapiada. No hay duda, allí detrás está encerrado algún mísero viviente. Voy a golpear el suelo con el pie y cesará el ruido o bien el cautivo dará señales de vida... ¡Oh, terror! No cesan de escarbar con verdadera furia... Aparte de este ruido, todo permanece en silencio, la sangre parece helarse en mis venas y me asedian las ideas más incoherentes. Estoy como clavado en la silla —no me atrevo a moverme— cuando la garra misteriosa deja por fin de escarbar y vuelven a oírse los pasos. Me levanto, como impulsado por un resorte, y sin más luz que la de una antorcha a punto de extinguirse, ando hacia el extremo de la habitación. De pronto siento una corriente de aire helado en las mejillas, y en el mismo instante asoma la Luna por detrás de la nube, y veo iluminarse temblorosamente el retrato de un hombre en pie, de cara repulsiva, y me rodean unas voces, que no son como las de la tierra, murmurando estas palabras muy parecidas al sollozo:

—¡No adelantes un paso más! ¡Vas a caer en el abismo del mundo invisible! La sala se estremece con el ruido de una puerta que se cierra con violencia y oigo unos pasos que corren a lo largo de la galería, y luego, abajo, las herraduras de unos caballos que hieren las baldosas del patio. Se ha levantado el rastrillo... Sale alguien, y a poco vuelve a entrar... ¿Es realidad o un sueño de mi espíritu en delirio? Mientras estoy bregando con mis dudas, oigo a mi tío que suspira en el cuarto inmediato. ¿Se habrá despertado? Con el candelabro en la mano entro en su cuarto. Estaba revolviéndose contra la congoja de un sueño cruel; le estrecho la mano para que despierte, y da un grito ahogado, pero me reconoce en seguida. —Gracias, primo —me dice—. Tenía una terrible pesadilla, en la que figuraba este aposento mezclado a unos viejos sucesos que en él he vivido. Pero, ¡bah!... Volveré a probar si me duermo, y será mejor—. Con estas palabras se arropó bien, se subió el embozo hasta cubrirse la cara, y en efecto me pareció que conciliaba nuevamente el sueño. Pero, apenas hube apagado las candelas y me hube vuelto a mi exigua cama, oí que mi digno tío murmuraba en voz baja unas plegarias, y maquinalmente hice como él.

Al día siguiente nos levantamos muy temprano y entramos en funciones. Hacia el mediodía nos hicimos anunciar a las dos damas. La antesala fue larga. Una anciana jorobada con un vestido de seda de color de hoja seca nos acompañó a sus habitaciones. Las dos castellanas que vestían a la moda de antaño, me miraban con un pasmo tan cómico que estuve a punto de echarme a reír en sus barbas; pero mi tío se apresuró a decirles con su jovialidad habitual que yo era un joven versado en Leyes que estaría de temporada en R... La faz de aquellas dos antiguallas femeninas se alargó de tal modo que hacía sospechar que no confiaban mucho en mi porvenir profesional. En resumen la visita no me satisfizo gran cosa. Agitado por los incidentes que me habían ocurrido en la noche anterior, creía recordar a una bruja disfrazada de oropeles, como los que daban a las damas de R... un aspecto de gonfalones. Sus figuras, macilentas, sus, ojillos bordeados de un rojo de sangre, su nariz puntiaguda y su acento gangoso, únicamente podían pertenecer lógicamente a unos seres escapados de otro mundo. Llegó el ocaso de esta primera jornada. Sentados ambos en el cuarto de mi pariente, con las piernas cruzadas, y calentándonos los pies al amor de la lumbre, me preguntó mi tío, el excelente abogado: —¿Qué diablo te tiene embrujado desde ayer? No te apetecen ni comida ni bebida, y pones una cara que pareces un sepulturero...—. Me creí en el deber de confesarle lo que causaba mi malestar. A medida que le hablaba, la seriedad de su rostro iba en aumento—. ¡Qué rareza! —me dijo—. Todo lo que me estás contando lo he visto yo en sueños la noche pasada. He visto un inquietante fantasma que entraba en tu cuarto, que se arrastraba hasta la puerta tapiada, y que rascaba en ella con tal furor que sus dedos quedaban desgarrados; y luego bajó al patio, mandó ensillar un caballo de la cuadra, y lo volvió al establo al poco rato. Hasta que no volví en mí no logré vencer el íntimo horror que nace hasta de los más insignificantes tratos con el mundo invisible—. No me atrevía a hacer ciertas preguntas al anciano. Y él me dijo: —¿Tendrás bastante valor para esperar a mi lado, con los ojos abiertos, la próxima visita del fantasma?—. Sin vacilar acepté la idea—. Pues, bien, aguardemos la noche —concluyó—. Tengo fe en la buena intención que me impulsa a luchar contra el genio adverso a este castillo. Sea cual fuere el éxito de mi propósito quiero que participes tú también de lo que pueda acontecer para que des testimonio de ello, y espero con la ayuda de Dios quebrantar el hechizo que mantiene alejados de esta finca a los herederos de R... Si sucumbiera en la empresa me quedará, por lo menos, la satisfacción de inmolarme a esta buena intención. Y en cuanto a ti, primo mío, ningún peligro te amenaza en lo que suceda. El espíritu del mal no podrá nada contra ti.

Franz nos atendió como el día anterior. Nos regaló con una cena excelente y un buen jarro de ponche, y se retiró luego. Una vez solos vimos en el cielo la luna llena en todo su esplendor; oíamos silbar el viento en torbellinos por encima de los bosques, y de minuto en minuto las vidrieras parecían dar quejas removidas en sus marcos de plomo. Mi tío había puesto sobre la mesa su reloj de repetición. Al dar las doce... la puerta se abrió con estrépito, y volvieron a oírse los pasos que rozaban el pavimento, como la noche anterior. Mi tío palideció, pero, sin ceder a la flaqueza, se levantó y se volvió hacia el lado de donde procedía el ruido, con el brazo izquierdo apoyado en la cadera, y extendiendo la mano derecha en actitud heroica. Al roce de los pasos se mezclaban ahora unos sollozos, y luego se oyó rascar con fuerza contra la puerta tapiada. Mi tío se adelantó y llamó en voz alta: —¡Daniel! ¡Daniel! ¿Qué haces a estas horas?—. Respondió a la llamada un gran lamento, seguido de la caída de un cuerpo pesado—. ¡Pide gracia al pie del trono de Dios! —exclamó mi tío con un acento cada vez más animado—. Y si el Señor no te perdona sal de estos lugares donde no hay sitio para ti.

Hubiera dicho que un gemido prolongado se perdía afuera mezclándose a los murmullos del viento. Mi tío volvió pausadamente a su sillón cerca de la lumbre. Tenía un no sé qué de iluminado, con los ojos centelleantes como ascuas, y con las manos juntas y la mirada puesta en alto, parecía orar. Después de un breve silencio me dijo: —Ea, primo, ¿qué te parece de todo lo que va sucediendo?—. Dominado por el terror y el respeto, me arrodillé ante el anciano y cubrí sus manos de lágrimas. Me dio un fuerte abrazo y añadió: —Ahora a descansar. Se ha restablecido la calma—. Y tenía razón; nada más turbó las noches, y en los días que siguieron conseguí volver a experimentar lo que es la franca alegría en la cual más de una vez pagaban la fiesta las ancianas baronesas con sus ridiculeces, si bien, por lo demás, eran bastante buenas personas.

A poco de instalarnos en R... llegó nada menos que el mismo barón Roderich acompañado de su esposa, y llegó con ellos la servidumbre precisa para la época de las cacerías. Acudieron en gran número los invitados y el castillo parecía adquirir una fisonomía festiva, muy diferente de sus trazas en el resto del año. El Barón vino a saludamos, contrariado al parecer en los primeros momentos a causa del cambio de cuarto a que hubiera de verse obligado el señor abogado de V. Al poner los ojos en la puerta tapiada su semblante se puso sombrío y se pasó la mano por la frente como para ahuyentar un penoso recuerdo. Increpó severamente al pobre Franz porque nos había destinado unas habitaciones tan destartaladas, y rogó a mi tío que mandara y dispusiera de todo el castillo, como si estuviera en su casa. Me di cuenta de que los modales del Barón para con su abogado no solamente eran muy corteses, sino que iban entreverados de señales de un respeto casi filial, que podía hacer suponer entre ambos relaciones más íntimas que las que apreciaba la gente. A mí no alcanzaban esas demostraciones de cordialidad; el Barón me trataba con creciente altanería, y estoy seguro que, a no ser por la intervención tutelar de mi pariente, nuestro desacuerdo se habría traducido en alguna escena de acrimonia, y aún de violencia.

La esposa del barón Roderich de R... me había causado desde buen principio una impresión que no dejaba de contribuir a que yo soportara con paciencia las asperezas del castellano. Serafina resultaba un delicioso contraste con sus dos ancianas parientas, que ya empezaban a acabarme la paciencia. Su belleza, realzada por todas las seducciones propias de la juventud tenía un sello de idealidad sorprendente. Me pareció un ángel de luz, más poderoso que cualquier exorcismo para echar fuera a los genios malignos que rondaban el castillo. La primera vez que la adorable criatura tuvo a bien dirigirme la palabra fue para preguntarme cómo me iba la sombría soledad de R... Me sobrecogieron de tal manera el encanto de su voz y la celeste melancolía de sus ojos de ensueño, que no hallé más respuesta que unos monosílabos incoherentes. Debí parecerle el más tímido y el más torpe de los adolescentes. Las viejas tías, convencidas de mis cortos alcances, se propusieron encomendarme a las bondades de la dama; lo hicieron con una oficiosidad tan cargada de orgullo, que no pude menos que dedicarles algunos cumplidos que rayaban en sarcasmo. Desde aquel día vino a unirse a la pena que me hacía sentir mi posición de inferioridad, el calor de una pasión; por muy convencido que estuviera de la locura de un sentimiento tal, me era imposible resistirle y pronto se convirtió en una especie de delirio. Durante mis largos insomnios llamaba a Serafina en los transportes de la desesperación. Una noche mi tío despertó sobresaltado al oír mis monólogos extravagantes. —Primo, ¿has perdido el seso? Si te agrada tienes el día para sentirte enamorado —me gritó desde su cama—. La noche es para dormir—. Lo que yo temía era que mi tío hubiera oído el nombre de Serafina escapar de mis labios, y que me echara una seria reprimenda; pero su conducta en el caso fue de lo más reservado y discreto. Al día siguiente, cuando entramos en la sala donde estaban reunidos todos para la audiencia de justicia, dijo en voz alta: —Quisiera Dios que todos y cada uno sepan velar con prudencia sobre sí mismos—. Y, como yo me sentara a su lado, se inclinó hacia mí y añadió: —Primo, procura escribir sin que se turbe el pulso para que yo pueda descifrar, sin estropearme la vista, tus garrapatos judiciales.

Mi tío se sentaba a la mesa a la derecha de la bella Baronesa, y no dejaba de despertar celos en algunos esta preferencia. Yo, según se presentara la oportunidad, iba de un lado a otro entre el cuadro de convidados, que solía componerse de oficiales, de la guarnición vecina, que nos ponían a prueba en las proezas de la bebida y de la charla. Durante una cena, la casualidad me acercó a Serafina, de la que siempre me había mantenido a distancia; yo acababa de ofrecer el brazo a su dama de compañía para pasar al comedor, cuando al volvernos para los saludos de rúbrica me di cuenta, con grato sobresalto, de que estaba cerca de la Baronesa. Con una dulce mirada me permitió que me sentara a su lado, y durante la cena, que dejé casi intacta, entré únicamente en conversación con la dama de compañía, pero todo lo que se me ocurría de delicado y de amable se dirigía a la Baronesa y a ella iban también mis miradas. Después de la cena, al hacer Serafina los honores de la sala, se acercó a mí, y como el primer día, con la misma graciosa afabilidad, me preguntó si la estancia en el castillo me era agradable. Respondíle, lo mejor que supe, que al principio aquel agreste lugar me había parecido más bien enojoso, pero el aspecto había cambiado desde la llegada del señor Barón; y que, si valía mi voto, únicamente suplicaría que se me excusara de tomar parte en las partidas de caza. —Creo haber oído decir —observó la Baronesa— que es usted músico y que escribe versos. A mí las artes me agradan con pasión y he logrado algún resultado en el arpa; pero es un placer del que me veo privada porque a mi marido le desagrada la música—. Me apresuré a replicar que la señora Baronesa podría permitirse el gusto de dedicarse a la música durante las largas partidas de caza de su marido. Era imposible que entre el mobiliario del castillo no se escondiera algún instrumento de música. No le valió a la señorita Adelaida, la dama de compañía, jurar que nadie recordaba que jamás hubiera resonado en R... otra música que la de los cuernos de caza y los ladridos de las jaurías. Yo insistía en mi idea cuando acertó a pasar Franz. —He aquí el último hombre, que yo sepa —exclamó la señorita Adelaida—, capaz de dar una solución atinada a los asuntos más embarazosos; desafío a quien le haga pronunciar la palabra: «imposible»—. Le llamamos. El bonachón de Franz, después de haber dado mil vueltas entre los dedos a su gorro, acabó por recordar que la esposa del señor Intendente, que vivía en la aldea vecina, tenía un clave con el que en otro tiempo se acompañaba para cantar con acento tan patético que al oírla no había quien no llorara como si se hubiera frotado los ojos con una corteza de cebolla. —¡Un clave! ¡Tendremos un clave! —exclamó la señorita Adelaida—. Sí —dijo Franz—, pero sufrió un percance; el organista de la aldea quiso ensayar en él un cántico de su composición y dislocó el instrumento... —¡Dios mío! —exclamaron a una voz la Baronesa y su dama—. De manera —continuó Franz— que fue preciso llevar el clave a la ciudad para componerlo—. ¿Pero, no estará ya reparado? —le interrumpió con viveza la señorita Adelaida—. Sin duda, noble señorita —replicó Franz—, y la esposa del señor Intendente se verá muy honrada, encantada—. En este momento el Barón se paraba delante del grupo, y pasó luego adelante, mientras decía a su esposa: —¿Qué hay, querida? Parece ser que el viejo Franz no desmiente su fama de hombre de recursos—. La Baronesa no halló respuesta y Franz permanecía como clavado en el suelo con los brazos caídos. Las viejas tías llegaron poco después y se llevaron a Serafina; la señorita Adelaida las siguió, y yo no me moví del sitio, soñando en la feliz casualidad que me había deparado una conversación tan grata, y renegando del barón Roderich, a quien sólo podía concebir como a un tirano brutal, indigno de una mujer tan admirable. Allí me hubiera quedado plantado a no ser por mi tío, que me buscaba hacía un rato y me dijo, golpeándome la espalda, con su bondadosa voz y en todo amistoso: —Primo, primo, no te manifiestes tan asiduo cerca de la Baronesa. Deja para los insensatos que no tienen en qué ocuparse la peligrosa profesión de suspirante—. Yo le hice un largo discurso para probarle que no me había permitido nada que pasara de los límites de lo decoroso; pero él se encogió de hombros, atiborró la pipa y empezó a hablar de la partida de caza del día anterior. Una noche hubo baile en el castillo. La señorita Adelaida había tenido la ocurrencia de reclutar una banda de músicos ambulantes. Mi tío, amigo de la comodidad, se acostó a la hora de todos los días. Pero la juventud y el amor hacían que yo bendijera la ocasión del baile improvisado. Acababa de acicalarme cuando Franz llamó a mi puerta, anunciándome que habían traído el clave de la señora del Intendente en un trineo, y que la Baronesa había mandado colocarlo en su cuarto, donde me esperaba con su dama de compañía. Júzguese del estremecimiento de felicidad que circulaba en todo mi ser al oír la invitación. Embriagado de amor y de deseos, corrí al lado de Serafina. La señorita Adelaida no cabía en sí de gozo, pero la Baronesa, ya vestida para el baile, estaba en pie, más bien silenciosa y en actitud de melancolía, cerca de la caja que encerraba el tesoro de acordes que en mi calidad de músico y de poeta yo tenía que despertar. —Teodoro —me dijo llamándome, como es costumbre en el Norte, por mi nombre de pila—, aquí tenemos el instrumento esperado. Dios quiera que cumpla usted lo prometido—. Me acerqué al clave, pero apenas había levantado la tapa, se rompieron ruidosamente varias cuerdas, y las enteras debían ser de tan mala calidad que únicamente lograban producir un sonido ofensivo al oído menos exigente. —Aseguraría que el organista ha querido ensayar una vez más —exclamó la dama de compañía, con una alegre carcajada. Pero Serafina no compartía su humor risueño. — ¡Fatalidad! —dijo a media voz—. ¡Está visto que aquí no podré nunca procurarme ni un solo placer!—. Pero, rebuscando en la caja del clave, tuve la suerte de dar con un juego de cuerdas de recambio—. ¡Estamos salvados! —exclamé—. ¡Paciencia y ánimo! Ayúdenme; pronto estará arreglado—. La Baronesa ayudó a la tarea con sus dedos delicados, mientras Adelaida desenvolvía cada una de las cuerdas, a medida que yo iba indicándolas por los números del clave a que correspondían. Después de más de una docena de pruebas, coronó nuestra perseverancia un éxito completo. Como por encanto se restableció la armonía; faltaba poco para que el instrumento quedase afinado, y este celo, este amor al arte ejerciéndose en común habían hecho desaparecer las distancias. La bella Baronesa participaba ingenuamente de la dicha de un éxito prometedor de gratas distracciones. El clave se convirtió en algo como un vínculo activo; se borraron mi timidez y mi desmaña y quedó el amor, el amor que dominaba todo mi ser. Preludié en el acariciado instrumento una de las tiernas sinfonías que tan poéticamente pintan las pasiones del mundo meridional. Serafina, en pie delante de mí, me escuchaba con toda el alma; me llegaban los rayos de luz de sus ojos y los escalofríos que agitaban su seno; volaba alrededor de mí su aliento como el beso de un ángel y mi alma ascendía al empíreo. De pronto su semblante pareció inflamarse, sus labios murmuraron unas notas cadenciosas, olvidados de tiempo; mis dedos recorrían el instrumento, y fui recordando nota por nota la melodía, en tanto que la voz de Serafina prorrumpía en música, como un repique de campanillas de cristal.

Era un verdadero alarde de divina poesía, un océano de armonías, en el cual se engolfaba mi corazón rogando a Dios que nos llevara a su reino... Al salir del éxtasis, me dijo Serafina: —Le agradezco la hora que le debo y que no olvidaré jamás—. Me tendió la mano, y yo caí de rodillas para besarla. Me parecía sentir la cobración de sus nervios; pero la fiesta la reclamaba y desapareció. Mi tío me acogió con expresión más severa que nunca. No ignoraba los detalles de mi entrevista con la Baronesa. —Mucho tiento, primo —me dijo—, porque te deslizas sobre un hielo quebradizo que oculta un abismo insondable. ¡Que el demonio se lleve la música si ha de servirte únicamente para cometer necedades y sembrar la perturbación en la vida de una mujer inclinada a lo romántico! Mucho tiento, porque no hay nada tan cerca de la muerte como un enfermo que se cree sano.

—Pero, tío —le dije, dispuesto a sincerarme—, ¿me creería usted capaz de soñar siquiera en abusar de la benevolencia de la Baronesa?—. ¡Qué fantoche eres! —exclamó él hiriendo en suelo con el pie—. ¡Si por un minuto creyera tal cosa ya te habría echado ventana abajo!

La vuelta del Barón había cambiado el aspecto de las circunstancias, y por mucho tiempo nuestra tarea profesional no me permitió acercarme a Serafina. Pero nuestro trato se reanudó poco a poco. La dama de compañía cumplió a menudo el encargo de hacerme llegar misivas secretas de parte de su señora y en las frecuentes ausencias del Barón nos reuníamos alrededor del clave. La presencia de la dama de compañía, cuyo carácter era bastante adocenado, nos impedía, por otra parte, la posibilidad de una excursión hacia el país del sentimentalismo. Serafina abrigaba en su alma un fondo de tristeza que minaba lentamente su vida. Un mediodía, no apareció a la mesa. Los convidados se apresuraron a preguntar al Barón si la indisposición de su esposa era o no inquietante. —¡De ningún modo! —respondió el castellano—. El aire estimulante de esta comarca, sumado a la ronquera que puede resultar del abuso de las sesiones musicales deben ser la causa de su indisposición; pero es cosa pasajera—. Al decir esto el Marón me miró de soslayo con expresión muy significativa. La señorita Adelaida comprendió la alusión hasta el punto de ruborizarse. No levantó los ojos, pero su postura parecía indicarme que en lo sucesivo sería preciso tomar nuevas precauciones para no excitar los celos del Barón, del cual era de temer alguna mala partida. Se apoderó de mi espíritu una viva ansiedad; no sabía qué decidir. El aire amenazador, revestido de sorna, del Barón, me irritaba más todavía porque mi conciencia estaba tranquila; pero temía los arrebatos del Barón cerca de Serafina. ¿Era aconsejable salir del castillo? Renunciar a Serafina me parecía un sacrificio superior a mis fuerzas. Supe que todo el grupo iba a salir para la caza después de la comida; y anuncié a mi tío que yo sería también de la partida. —¡Enhorabuena! —me dijo el anciano—. Es un ejercicio propio de tu edad, y puedes desde luego disponer de mi fusil y de mi cuchillo de caza.

Partimos. En el bosque vecino se señalaron los apostaderos para cercar a los lobos. Caía la nieve en copos espesos, y cuando el día iba hacia el ocaso se abatió la bruma encima de todo, de modo que no se veía ningún objeto a seis pasos. Yo sentía más frío a cada momento, y busqué abrigo en lo más frondoso del bosque; después de apoyar en el tronco de un pino mi fusil, volví a mis sueños a propósito de Serafina. Pero, he aquí que suenan unos disparos sucesivos, de puesto en puesto, y a diez pasos de la espesura en que busqué abrigo veo plantado un lobo enorme; apunto, disparo, me falla el tiro... y el lobo corre hacia mí; pero no pierdo la serenidad y recibo al animal enfurecido sobre la punta de mi cuchillo de caza, hundiéndole el acero hasta la guarda. Acude a sus aullidos uno de los monteros, repliéganse hacia nuestro lado los cazadores, y el Barón viene hacia a mi encuentro. —¿Está usted herido? —No, señor —le respondo—; mi mano ha sido más certera que la carabina—. Dios sabe los elogios que me valió aquella proeza. El Barón se empeñaba en que me apoyara en su brazo para la vuelta al castillo. Un montero se hizo cargo de mi fusil. Estas atenciones que el señor de R... me prodigaba me conmovieron en el alma, y desde entonces formé de él otro juicio. Vi que era hombre de bien y enérgico; pero no por ello logré dejar de pensar en Serafina. Convencido de que las distancias se habían acortado, concebí las más audaces esperanzas. Cuando por la noche, radiante de orgullo, conté a mi tío la aventura, se contentó con decirme compasivamente: —Dios demuestra su poder por la mano de los débiles.

Hacía mucho rato que había sonado la hora de recogerse cuando, al cruzar la galería para ir a mi cuarto, se me pone delante una figura blanca, con una lamparita en la mano. Era la señorita Adelaida. —Buenas noches, gran cazador de lobos —me dijo soltando la risa—. ¿Por qué pasea usted sin luz ni compañía, como un espectro auténtico?—. Al oír las últimas palabras me estremecí de pies a cabeza, recordando las dos primeras noches de mi estancia en el castillo. Y ella se dio cuenta de la impresión—. Pero, ¿qué le pasa? —exclamó, cogiéndome la mano—. Tiene la mano fría como el mármol. Venga conmigo a que le devuelva salud y vida. La Baronesa se desvive aguardándole.

Sin resistencia, pero también sin gozo, me dejé llevar. Una fatal preocupación me dominaba. Al vernos entrar, la Baronesa se adelantó unos pasos hacia mí e inició una exclamación, que ahogó en su garganta antes de acabar, como herida por una sospecha fatal. Le cogí la mano, que no retiró y se la besé; y ella dijo: —Teodoro, ¿cómo le ha ocurrido ir de caza? ¿Cómo puede manejar las armas y puede matar la mano que crea unos acordes de tanta dulzura?—. Penetró hasta mi alma el timbre de su adorada voz, se nublaron mis ojos, y ni sé cómo sucedió, pero al despertar a la realidad me encontré sentado al lado de Serafina en el sofá, y le conté mi rara aventura de caza. Al enterarse de las atenciones de su marido, que contrastaban acentuadamente con su envaramiento habitual, me interrumpió, y con la voz más amable que nunca me dijo: —Teodoro, no conoce usted todavía al Barón; es aquí únicamente donde su temple se muestra tan poco grato. Todas las veces que viene le persigue una idea fija: que este castillo viene llamado a ser teatro de alguna catástrofe terrible para nuestra familia y para su propia tranquilidad. Se obstina en creer que un enemigo invisible ejerce sobre esta finca un poder que se convertiría tarde o temprano en una desgracia inmensa. Cuéntanse cosas extraordinarias del hombre que instituyó este mayorazgo, y puedo asegurar, por mi parte, que el castillo encierra un secreto de familia; la pavorosa tradición se hace realidad; un fantasma frecuenta el castillo y asedia a su propietario de modo que todos permanecen aquí poco tiempo. Cada vez que vengo con mi marido vivo en un terror continuo, y sólo al arte de usted debo esta vez algún alivio, que no sé cómo agradecerle dignamente.

Esta confidencia me dio ánimos y le conté a mi vez las aprensiones que experimentaba; ocultándole los pormenores demasiado horribles vi que su rostro se cubría de una palidez mortal, y entendí que era preferible revelárselo todo a dejar rienda suelta a la imaginación. Cuando le refería lo de la garra misteriosa que escarbaba detrás de la puerta tapiada, Serafina exclamó:

—¡Sí, sí, en ese muro se encierra el misterio fatal! —. Y escondiendo la cara entre las manos, cayó en una profunda reflexión. Hasta este punto no me di cuenta de que Adelaida se había retirado. Ni yo referí nada más, ni Serafina decía una sola palabra. Hice un esfuerzo para levantarme y acercarme al clave. Algunos acordes que de él arranqué la sacaron de su abatimiento; me escuchó apaciblemente mientras yo cantaba una tonada triste como nuestras almas, y vi inundarse de lágrimas sus ojos. Me arrodillé a sus pies, y ella se inclinó hacia mí y se unieron nuestros labios en un beso celeste; luego se alejó de mis brazos, y ya en el umbral del cuarto se volvió y me dijo: —Querido Teodoro, su tío es un hombre digno, que ha actuado siempre, creo yo, como protector de esta casa. ¡Dígale, se lo ruego, que rece todos los días por nosotros, para que Dios quiera guardarnos de todo mal!

La dama de compañía volvía a estar en la habitación. Yo no sabía qué responder a Serafina; estaba tan conmovido, que seguramente hubiera dicho sandeces. La Baronesa me tendió la mano. —Hasta la vista, querido Teodoro —me dijo—. No olvidaré esta noche.

Encontré a mi tío durmiendo. Yo tenía los ojos llenos de lágrimas; el amor de Serafina me oprimía dolorosamente el corazón, y mis sollozos fueron al poco rato tan precipitados y tan vehementes, que mi pariente despertó. —Decididamente, primo, padeces de locura, diría yo. Hazme el favor de ir a acostarte, pero ¡vivo!—. Este vulgar apostrofe me devolvió, con algo de aspereza, a la vida real. No quedaba más remedio que obedecer. Unos instantes después oí un ir y venir de pasos, ruido de puertas al abrirse o cerrarse, y luego rumor de pasos en la galería. Llamó alguien a mi puerta. —¿Quién es? —pregunté con voz de pocos amigos—. Señor Letrado —respondieron desde fuera—. ¡Pronto! ¡Levántese! —. Era la voz del viejo Franz—. ¿Hay un incendio? —pregunté. Al oír la palabra incendio, mi tío, saliendo del sueño dio un brinco y se dispuso a abrir—. ¡Apresúrese, por Dios! —decía Franz—. El señor Barón le llama; la señora Baronesa está grave—. El pobre servidor tenía la cara lívida. Acabábamos de encender una antorcha—. ¿Podría hablar inmediatamente con usted, querido V...?—. Era la voz del Barón —¡Diablo! —exclamó mi tío—. ¿Qué vas a hacer? —Verla una vez más, decirle que la amo, y morir luego —respondí con una voz quebrada y profunda—. Hubiera debido suponerlo —replicó mi severo pariente, cerrando la puerta y guardándose la llave en el bolsillo. En la embriaguez de la cólera quise hacer saltar la cerradura, pero, volviendo en mí, a la idea de las consecuencias que pudiera acarrear mi corazonada resolví esperar con paciencia que volviera mi tío, decidido por otra parte a escurrirme, costara lo que costara así que estuviera de vuelta. Le oí hablar con el Barón a cierta distancia, pero sin que pudiera distinguir el sentido de las palabras; en ellas se mezclaba mi nombre. La ansiedad se me hacía intolerable. Por fin, el Barón se alejó. Mi tío quedó estupefacto al hacerse cargo de mi estado de delirio. —¿Ha muerto? —grité al verle—. Voy a bajar; la veré ahora mismo y si intenta impedirlo me levanto la tapa de los sesos delante de usted—. Mi tío, impasible, midiéndome con una mirada fría, me dijo: —¿Acaso crees que doy tanto valor a tu vida y que la amenaza de que te vales ha de impresionarme? Tú, ¿qué papel representas cerca de la esposa del Barón? ¿Qué derecho tienes para ocupar un sitio en el cuarto de un difunto, cuyo umbral te está vedado, ahora más que nunca, después de tu ridícula conducta?—. Sin consuelo, aniquilado, me dejé caer sobre un sillón—. Ahora —prosiguió mi tío— me cumple decirte que el pretendido riesgo de la Baronesa no era más que una nadería. Has de saber que a la señorita Adelaida cualquier cosa le hace perder el tino, y entonces tienen que acudir las dos tías ancianas y prodigar a la pobre Serafina sus cuidados y sus elixires; pero luego todo acaba en un desmayo o en una crisis de nervios, que el Barón atribuye a los efectos de la música. Ahora, pues, que estás al parecer más tranquilo, voy a fumar una pipa, con tu permiso, y después ni por todo el oro del mundo renunciaría a reanudar el sueño hasta el amanecer. Mira, primo —insistió, después de una pausa, y echando una densa bocanada de humo—, te aconsejaría que no tomes en serio la categoría de héroe que te están colgando, a raíz de tu aventura de la caza de lobos. Un pobre diablo como tú se expone a veces a malos trances, cuando por pura vanidad pretende salir de su esfera. Recuerdo que en mis tiempos de estudiante tuve amistad con un joven de carácter sencillo, apacible y siempre igual. El azar le enredó en un lance de honor, y se portó con una firmeza que dejó a todos estupefactos. Desgraciadamente, el éxito y la admiración que le rodearon de halagos dieron de pronto un nuevo sesgo a su carácter, y el que había sido sencillo y formal se convirtió en un tipo pendenciero y fanfarrón... Resumiendo, un día insultó a un camarada sólo por el gusto de la bravata; pero le mataron como a una mosca. Si te cuento esta historia, primo, es únicamente para ocupar en algo el tiempo; pero podría ser que llegada la oportunidad te aprovechara. Y ahora, a ver si logramos dormir un par de horas. La pipa está vacía y el alba todavía tardará.

En este momento, la voz de Franz nos anunciaba el estado de la enferma. —La señora Baronesa se ha repuesto del todo de la indisposición, que atribuye a una pesadilla—. Al oírle iba a soltar una exclamación de júbilo, pero selló mis labios una mirada de mi tío-abuelo—. Perfectamente —dijo a Franz—. Es lo que esperaba para recobrar el sueño, porque a mis años el insomnio es perjudicial. ¡Que Dios nos guarde, y acabe la noche en paz!—. Franz se retiró, y si bien se oían cantar los gallos en la aldea vecina, el abogado se arropó de nuevo hasta las narices.

Muy de mañana bajé con paso silencioso para pedir a la señorita Adelaida noticias acerca de la salud de mi querida Serafina. Pero en el umbral di con el Barón; midiendo mi cuerpo de arriba abajo con una mirada penetrante me preguntó con voz ahogada: —¿Qué busca usted por aquí?—. No me fue difícil frenar la emoción y sobreponiéndome contesté con bastante aplomo que deseaba informarme de la salud de la señora Baronesa, de parte de mi tío—. Todo va bien —respondió fríamente el Barón—. Como otras veces, sólo ha sido un ataque de nervios. Está descansando; y espero que hoy mismo la veremos en el comedor. Dígale esto. Puede retirarse.

El tono de la respuesta delataba impaciencia, como si el Barón estuviera más inquieto de lo que demostraba. Saludé e iba a retirarme, pero él me cogió del brazo, me echó una mirada, que yo juzgué fulminante, y dijo: —He de hablarle, joven—. El tono que imprimió a sus palabras me movía en aquellos momentos a hacer las más temibles suposiciones. Me veía en presencia de un marido que había adivinado lo que en mis afectos sucedía, y que al parecer se disponía a exigir cuenta rigurosa de lo que pudiera ofenderle. Mi única arma era un cuchillito primorosamente labrado, regalo de mi tío; lo palpaba en el fondo del bolsillo. Era un momento supremo, y una sensación de seguridad reaccionó en mí. Seguí al Barón, decidido, si las cosas tomaban un sesgo trágico, a vender cara mi vida. Una vez en su cuarto, el Barón cerró la puerta con cautela, paseó varias veces su extensión, y acabó parándose delante de mí, con los brazos cruzados sobre el pecho: —Joven, he de hablarle —replicó. Puse en el trance toda mi energía y contesté: —Espero señor Barón, que lo que va a decirme no necesitará por mi parte ninguna exigencia de reparación—. El Barón me miró, como si no hubiera comprendido bien, bajó los ojos, y volvió a pasear el cuarto de un cabo a otro, con las manos juntas a la espalda. Le vi descolgar su fusil y examinar la carga; bajo la aprensión del peligro sentí arder la sangre, y con la mano hundida en el bolsillo abría mi cuchillito y adelanté un paso hacia el Barón, a fin de que no pudiera apuntar. —Bonita arma —dijo él. Y dejó el fusil en un ángulo. Yo no sabía qué actitud tomar, cuando el Barón, volviéndose hacia mí, me puso la mano en el hombro y me dijo: —Teodoro, esta mañana debo resultarle algo excéntrico. Efectivamente, las congojas de anoche me han trastornado. La crisis nerviosa de mi mujer no ha sido en sí misma inquietante, pero hay en este castillo no me explico qué genio fatídico que pone crespones de luto en todo lo que uno ve. Es la primera vez que la Baronesa se encuentra enferma aquí, y la culpa de esas crisis la tiene usted—. Verdaderamente —dije yo con toda calma— no me explico... —Quisiera —me interrumpió él— que ese clave infernal se hubiera roto en mil pedazos el mismo día que entró en esta casa. Desde el primer día debí haber vigilado lo que aquí está pasando. Mi esposa es de complexión tan delicada que el menor exceso en las sensaciones puede causarle la muerte. Yo había hecho el propósito de traerla conmigo, para que el clima tonificante junto con los ejercicios propios de la vida en el campo promovieran en ella una reacción favorable; pero usted parece haberse propuesto enervarla más todavía con sus lánguidas melodías. Como si no estuviera y bastante predispuesta por su exaltada imaginación a experimentar penosas sacudidas, llega usted y le asesta un rudo golpe refiriendo en su presencia no sé qué peregrina historia de almas en pena. Lo sé por su tío, de modo que no puede usted negarlo. Lo que le pido es que me repita lo que pretende haber visto.

El giro que había tomado la conversación me tranquilizó lo bastante para que me fuera dado obedecer a las órdenes del Barón. Las únicas interrupciones a mi detallado relato fueron alguna que otra exclamación que inmediatamente reprimía. Cuando le describí la escena del poderoso conjuro de mi tío al fantasma invisible, levantó al cielo las manos juntas exclamando: —Sí, él es genio tutelar de la familia, y cuando Dios le llame, quiero que sus restos reposen con todos los honores cerca de los de mis antepasados—. Y notando mi silencio, me cogió la mano y prosiguió: —Joven, es usted quien involuntariamente ha sido causa de los trastornos de mi esposa. De usted le ha de venir, pues, la curación—. Sentí que el rubor me subía a la cara. El Barón, que me observaba, sonrió al ver mi perplejidad y en un tono que lindaba con la ironía, continuó: —No se trata de una enferma peligrosa; y le diré el servicio que pienso pedirle. La Baronesa se encuentra bajo la influencia de la música, y suprimirla sería una crueldad. Le autorizo, pues, a continuar, pero le exijo que cambie el género de las piezas que ejecute para ella. Concierte una selección graduada de sonatas, cada vez más enérgicas; combine hábilmente lo alegre y lo serio; y ante todo háblele a menudo de la aparición que ya le ha relatado. Que se familiarice con la idea, y acabará por no darle importancia. Usted me comprende, ¿no es cierto? Confío en que cumplirá usted exactamente mis deseos—. Después de darme estas instrucciones se despidió de mí. En la confusión de verme juzgado como a un ser tan inofensivo, incapaz de despertar los celos de un hombre con mis asiduidades cerca de la mujer más hermosa que fuera posible imaginar, se rompía mi sueño de heroísmo y me encontraba al nivel del niño que en sus diversiones toma en serio su corona de papel dorado.

Persuadido de que había hecho una escapatoria, mi tío esperaba con impaciencia mi regreso. —¿De dónde vienes? —me preguntó en cuanto me vio—. Vengo —le dije serenamente— de conversar con el Barón—. ¡Ay de nosotros! —dijo el digno abogado—. ¡Cuando te advertí que eso acabaría mal! —. La carcajada con que mi tío acompañó la afirmación me daba una prueba patente de que por todas partes se burlaban de mí. Sufría mucho, pero me guardé muy bien de exteriorizarlo. Tenía tiempo por delante para vengarme de los que me daban tan poca importancia. La Baronesa asistió a la comida. Su blanquísimo vestido se hermanaba con la palidez mate de sus mejillas. Su fisonomía irradiaba como nunca la más suave nostalgia. Ante su presencia el corazón se me derretía en el pecho. Yo, no obstante, a despecho de su divina belleza experimentaba algo de adverso hacia ella, algo de la cólera que el Barón me había inspirado. Me parecía como si aquellos dos seres se confabularan para abusar de mi credulidad. Me parecía ver traslucir en los ojos velados de Serafina un no sé qué de irónico, y toda la amabilidad con que antes me había acogido me dolía ahora como un embuste odioso. Cuidé muy bien de alejarme lo más posible de ella y me senté entre dos militares, con los cuales chocamos repetidamente nuestros vasos colmados. Hacia el fin de la comida, un camarero me puso delante una bandeja llena de almendras en dulce, y me susurró al oído: —De parte de la señorita Adelaida—. En la mayor leí estas palabras trazadas con la punta del cuchillo: —¿Y Serafina?—. Sentí una corriente de fuego en las venas. Miré furtivamente a Adelaida, y ella me hizo una seña como diciendo: —¿Se olvida usted de beber a la salud de Serafina, señor bebedor?—. Inmediatamente acerqué el vaso de los labios, lo vacié de una vez, y al dejarlo sobre la mesa me doy cuenta de que la bella Baronesa y yo hemos bebido en el mismo instante. Las miradas se cruzan; pasa una nube delante de mis ojos, y el resquemor de mi ingratitud me remuerde en el alma. Ya no tengo derecho a dudar de que Serafina me ama; mi dicha está a punto de convertirse en locura. Pero he aquí que uno de los comensales se levanta, y como es costumbre en el Norte, propone beber a la salud de la castellana. No sé qué despecho bulle en mi cerebro; levanto el vaso y me quedo rígido e inmóvil. Fueron unos instantes de fascinación en que me pareció que iba a caer a los pies de la amada. —¡Ea! ¿Qué espera usted, amigo? —me advierte mi vecino. Estas palabras rompen el hechizo; mis ojos vuelven a ver claramente los objetos. Pero Serafina ha desaparecido.

Al salir del comedor mi embriaguez se había hecho tan imperiosa que me sentía impulsado a salir del castillo, y sin hacer caso de los torbellinos del huracán ni de la nieve que caía en espesos copos, me eché a correr entre las matas que bordean el lago. Gritaba con todas mis fuerzas: — ¡Cómo hace bailar el diablo al necio que pretendía coger el fruto vedado en el jardín del amor...!—. Y corría corría hasta perder el aliento. Sabe Dios dónde hubiera ido a parar si una voz conocida, que me llamaba por mi nombre en el bosque no me hubiera retenido. Era la del jefe forestal de R... —¿Cómo le va, querido señor Teodoro? ¿A qué diablos viene, hundiendo los pies en la nieve y exponiéndose a pillar un enfriamiento mortal? Le he buscado por todos lados; el señor abogado le está aguardando en el castillo hace dos horas largas—. Vuelto a las sendas del sentido común al recuerdo de mi tío, seguí como un autómata al guía que él había mandado salir en mi busca.

Encontré a mi tío en la sala de audiencias, ya ocupado en sus graves funciones. Esperaba que iba a reprenderme, pero él, siempre bondadoso, dio muestras de la mayor indulgencia: —Primo —me dijo, sonriendo—, has hecho muy santamente paseando el vino, pero en lo sucesivo ten más juicio, que no es edad la tuya para permitirte tales calaveradas—. Viendo que no le respondía y que, semejante a un escolar que ha incurrido en alguna falta, procuraba desviarle de su tema, poniéndome al trabajo. —Cuéntame al menos —insistió mi tío— lo que ha sucedido entre el Barón y tú—. Le confesé sin reservas lo sucedido—. Muy bien— me interrumpió él, ya enterado de lo que deseaba—; ¡ahí es nada la misión que el Barón te confía! Y suerte tiene de que salgamos mañana de aquí—. A estas palabras me pareció que iba a caerme. Pero al día siguiente mi tío cumplía lo que acababa de afirmar, y desde entonces no he visto nunca más a Serafina.

Pocos días después de la salida del castillo, el digno abogado sufrió unos accesos de gota muy violentos. El dolor le convirtió en un hombre malhumorado y taciturno; a pesar de todas mis solicitudes y de los auxilios de la medicina, la enfermedad fue de mal en peor. Una mañana me mandó llamar con urgencia. Acababa de sufrir un ataque más grave que los anteriores, en el que había llegado casi a la muerte. Le encontré en cama, apretando en la mano una carta; reconocí la escritura del intendente de los dominios de R... Pero, mi dolor era tan grande, que vencía cualquiera curiosidad. Temblaba creyendo ver morir a aquel anciano de mi sangre, tan querido y que me había dado pruebas de tan sincero afecto. Por fin, tras unas horas de angustia, pudo más la vida: el pulso volvió a latir y la robustez del anciano venció a las asechanzas de la muerte. Poco a poco se alejó el peligro, pero mi tío pasó unos meses todavía sin moverse apenas, confinado en su cama de enfermo. La sacudida había quebrantado de tal manera su salud, que se vio forzado a abandonar sus funciones de administrador de justicia. Desaparecieron mis esperanzas de volver a R... El pobre enfermo no toleraba otros cuidados que los míos y para descansar de los sufrimientos no conocía mayor consuelo que el conversar conmigo. Nunca hablaba de nuestra estancia en R..., ni yo me atrevía a recordársela. Cuando a costa de cuidados y de largos desvelos hube logrado devolver a mi tío una salud aparente, despertó en mi corazón el recuerdo de Serafina, rodeado de un encanto más poderoso que nunca.

Un día, al abrir una carpeta que había usado durante mi estancia en R..., se deslizó de ella algo blanco: era un lazo de seda que ataba un mechón de pelo de Serafina; al examinar esta prenda de un afecto que el hado había roto apenas nacido, vi una mancha rojiza en el lazo. ¿Era sangre? Y, si tal era, ¿no presagiaba algún acontecimiento trágico? Mi imaginación se entregó a las suposiciones más infaustas pero yo no disponía de ningún medio ni para comprobar mis sospechas ni para ponerles término. Entre tanto mi tío-abuelo recobraba las fuerzas paso a paso, con el buen tiempo. En una noche tibia le había llevado a pasear bajo los olorosos tilos de nuestro jardín. Él tenía el humor risueño.

—Primo —me dijo—, mi fortaleza es todavía bastante firme, pero no he de engañarme acerca del mañana: esta recuperación de salud es parecida a los vivos destellos de una lámpara que va a extinguirse. Antes de entrar en el sueño último, cuya inminencia siento, debo saldar contigo una deuda. Bien te acuerdas de nuestra temporada en R... Pesa sobre los señores del castillo una historia de misterio, en la que estuviste a punto de verte mezclado por tu falta de prudencia... Ahora que el peligro ha pasado, óyeme: antes que la muerte nos separe quiero revelarte hechos extraños, de cuyo conocimiento tal vez saques provecho con el tiempo. Y he aquí lo que me contó mi tío, hablando de sí mismo en tercera persona.

II.
Durante una noche borrascosa del año 176..., los habitantes del castillo de R... despertaron sobresaltados por una sacudida semejante al terremoto. Los servidores de la sombría finca reconocieron con pavor todas las dependencias, para averiguar la razón de aquel fenómeno, pero no pudieron hallar ningún vestigio de destrucción, y la antigua residencia de la familia de R... volvió a su calma secular. Pero Daniel, el viejo mayordomo, el único que subió a la sala de los Caballeros, adonde se retiraba todas las noches el barón de R... después de sus trabajos de alquimia, a los que se entregaba con fervor, quedó aterrorizado a la vista de un lamentable espectáculo; entre la puerta del cuarto de Doderich y la de otro cuarto, había una tercera puerta que daba salida a lo alto de la torrecilla, y allí tenía el señor de R... su pabellón para los experimentos que hemos dicho. Al abrir Daniel esta puerta una ráfaga de viento apagó la antorcha que llevaba en la mano; unos ladrillos se desprendieron del muro y con un rumor bronco cayeron al abismo. A Daniel le flaquearon las piernas y cayó de rodillas exclamando: —¡Misericordia! ¡Nuestro buen señor ha perecido de muerte terrible! —. Los desolados servidores volvieron a poco llevando en brazos el cuerpo exánime, lo vistieron con sus mejores galas y lo pusieron en la capilla ardiente erigida en el centro de la sala de los Caballeros. Del examen sobre el terreno resultó que la bóveda superior de la torre se había hundido interiormente; el peso de las piedras que formaban la clave había roto el pavimento, las vigas arrastradas en el derrumbamiento derrocaron bajo su peso una parte de pared medianera, y atravesaron las plantas interiores, de modo que al abrir en la obscuridad la puerta del salón era inevitable que quien pretendiera poner el pie en la torre se abismara a una profundidad de más de cien pies.

El viejo barón Roderich había presagiado la fecha de su muerte y lo había anunciado a su hijo primogénito, Wolfgang, al cual pasaba el mayorazgo de R... Recibido en Viena el mensaje de su padre, el joven hidalgo se había puesto en camino sin demora, y a la llegada vio cruelmente confirmado aquel anuncio y cayó casi sin sentido al lado del lecho mortuorio: — ¡Pobre padre! —exclamó con voz quebrada por los sollozos, tras una larga pausa de silenciosa impotencia y de desesperación—. ¡Pobre padre! ¡El estudio de los misterios del universo no ha podido darte la ciencia que prolonga la vida!

Ya celebrados los funerales del viejo castellano, el joven barón quiso que Daniel le contara los detalles del hundimiento de la torre, y como el mayordomo solicitara sus órdenes para llevar a cabo las reparaciones — ¡nunca! —había dicho Wolfgang—. ¿A mí qué me importa esta vieja morada donde mi padre gastaba en obras de magia los tesoros a que yo tenía derecho como heredero? Yo no creo que la bóveda de la torre viniera abajo por efecto de un accidente ordinario; mi padre ha perecido víctima de la explosión de sus crisoles malditos en los que disolvía mi fortuna. No saldrá de mi bolsa ni un florín para reponer siquiera una piedra a este triste caserón. Prefiero que acaben de construir el pabellón de recreo que empezó a levantar en el valle uno de mis antepasados—. Pero —observó Daniel— ¿qué va a ser de los antiguos y leales servidores de que es albergue esta finca? ¿Habremos de verles mendigando el pan de la misericordia? —Y a mí ¿qué? —replicó el heredero—. ¿De qué me servirán todos esos vejestorios? En cambio, daré a cada uno de ellos una gratificación proporcionada al tiempo que hayan durado sus servicios.

— ¡Ay de mí! —se lamentaba Daniel, el mayordomo—. ¡Verme despedido a mis años de la casa donde esperaba que mis huesos reposarían en paz! —¡Perro maldito! —rugió Wolfgang levantando el puño contra él—. Hipócrita condenado, ¿qué favores esperas de mí? ¿Crees engañarme, después de haber secundado a mi padre en los sortilegios que tragaban día tras día lo más saneado de mi patrimonio, y después de haber instado el corazón de un viejo a todas las extravagancias de la codicia? ¿No merecerías que te matara a palos?—. El miedo de Daniel llegó al colmo y se arrastró para humillarse a los pies de su nuevo señor, el cual le hizo rodar al suelo sin compasión de una violenta patada. El mísero mayordomo ahogó un grito en la garganta como una fiera herida de muerte, y se levantó a duras penas, echando una mirada de soslayo, cargada de odio y sed de venganza, y sin recoger siquiera un bolso de monedas de oro que el barón Wolfgang había dejado caer, como para alivio de los malos tratos impuestos a su servidor.

El nuevo propietario de R... creyó conveniente, como primera providencia, compulsar el estado de las rentas en el mayorazgo con la ayuda de su abogado V..., mi tío-abuelo. Terminado este examen, que se llevó a cabo con minucioso cuidado, el abogado quedó convencido de que el viejo barón Roderich no podía haber gastado el total de las rentas anuales de su dominio; y como entre sus papeles únicamente se habían hallado unos valores insignificantes en letras de cambio, resultaba evidente que el numerario debía de estar oculto en algún sitio, del cual sin duda poseía el secreto el mayordomo Daniel, confidente del difunto. El barón Wolfgang contó al abogado la escena violenta en medio de la cual había descargado unos golpes sobre Daniel, y le expuso su temor de que éste, para vengarse, se negara a descubrir el escondrijo en que probablemente estaban los ducados. El señor abogado, como hombre de buen sentido y legista de recursos, hábil en hacer cantar la palinodia a la gente, aconsejó tranquilidad a Wolfgang, y le declaró que él se encargaba de interrogar a Daniel. A los primeros tientos respondió Daniel con una sonrisa sardónica: —Por Dios, señor administrador de justicia, no crea que voy a hacer ningún misterio del paradero de unos miserables escudos. Buen acopio de ellos encontrará usted en una cueva que linda con el dormitorio de mi pobre señor. Y si le interesa el resto —añadió con luminosos reflejos de color de sangre en los ojos— sería preciso buscarlos entre los derribos de la torre. ¡Apuesto cualquier cosa a que se podría sacar de allí oro bastante para comprar una provincia! Siguiendo estas instrucciones, se excavó y salió a la luz un arca grande de hierro, colmada de piezas de oro y de plata, y un pergamino enrollado debajo de la tapa en que constaban, de puño y letra del viejo barón, las siguientes palabras: «Después de mi muerte, el heredero del mayorazgo de R... retirará de este fondo la cantidad de ciento cincuenta mil ducados, y es mi última voluntad que los emplee para construir en el ángulo occidental de este castillo, y para reemplazar a la torre que hallará derruida, un faro que deberá encenderse todas las noches para iluminar a los viajeros del lago.»

Iba firmado este original testamento con el nombre y las armas de Roderich, barón de R..., y llevaba la fecha de la noche de San Miguel de 176...
Una vez verificado el recuento de los ducados, Wolfgang se volvió a Daniel: —Has sido un fiel servidor—le dijo— y me duele haberte tratado con violencia, sin razón ninguna. Para resarcirte, te deseo que sigas aquí en tus funciones de mayordomo. Se dará cumplimiento al deseo de que tus huesos reposen en este castillo; pero, antes que esto suceda, sabe que siempre que te haga falta dinero puedes bajarte a la cueva y sacarlo a manos llenas—. Un ronco gemido fue la única respuesta de Daniel. El abogado se estremeció al oír el tono excepcional de esta voz que parecía sollozar en una lengua infernal: —No quiero para nada tu oro. Es tu sangre lo que quiero—. Wolfgang, deslumbrado a la vista de aquel montón de riqueza que resbalaba entre sus dedos, no había observado la expresión equívoca de Daniel al encorvarse, con el acobardamiento de un perro apaleado, para besar la mano de su señor y darle las gracias por sus bondades.

Cerró el arca Wolfgang, y guardándose la llave en el bolsillo salió de la cueva. —¿Sería muy difícil —dijo a Daniel con la frente sombría—, descubrir los tesoros enterrados en las ruinas de la torre?—. Mudo, Daniel abrió la puerta que salía a la torre; apenas abierta, un torbellino de viento proyectó en la sala una estela de nieve, y se levantó del abismo un mochuelo que después de algunos vuelos circulares volvió a sumergirse en él, amedrentado, dando unos gritos lúgubres. El Barón se adelantó hasta el borde del abismo, y no pudo reprimir un estremecimiento al sondear con los ojos su negra profundidad. El abogado, temiendo los efectos del vértigo, obligó a Wolfgang a que retrocediera, mientras Daniel cerraba a toda prisa la puerta fatal y se lamentaba: — ¡Así es!... Allí yacen enterrados, a pedazos, los instrumentos de la elevada ciencia de mi honrado señor, objetos de gran precio—. ¡Pero tú me hablabas —observó el Barón— de tesoros en monedas, de cantidades considerables!

—¡Oh! —replicó Daniel— lo que quise decir es que los telescopios, las retortas, los círculos y los crisoles debieron costarle un dineral... No sé nada más—. Y nada más pudo sacarse del mayordomo.
El barón Wolfgang gozaba de tener a su disposición el dinero suficiente para atender a los gastos de la nueva edificación, a la que deseaba dar cumplimiento. Llamó a un arquitecto de fama para diseñar los planos a elegir; pero no se decidía por ninguno y optó por dibujar él mismo un boceto de la elegante morada. Por lo demás, no le dolieron prendas, y pagaba liberalmente a los obreros encargados de la edificación. Daniel parecía olvidar sus resquemores, y se portaba con el Barón con un respeto y una discreción evidentes. Un tiempo después de estos acontecimientos, la vida apacible de los moradores de R... fue turbada por la presencia de un nuevo personaje, Huberto, el hermano menor de Wolfgang. Su inesperada visita causó una impresión singular al titular del mayorazgo; mantuvo a distancia a su hermano en sus efusiones, y le llevó sin ninguna amabilidad a un cuarto, en el que permanecieron encerrados unas horas. Después de una larga entrevista salió Huberto visiblemente consternado, y montó a caballo, dispuesto a partir. El abogado V..., en la confianza de que el acercamiento no podía menos de restablecer la concordia entre los dos hermanos, demasiado tiempo divididos por las disensiones familiares, rogó a Huberto que prolongara su estancia unas horas al menos, y Wolfgang unió sus ruegos a los del abogado. —Espero —dijo a su hermano— que cederás dentro de poco a la reflexión—. Pareció que estas palabras calmaban la agitación de Huberto, que optó por quedarse en el castillo.

Al anochecer subió mi tío al cuarto de Wolfgang para consultarle a propósito de un detalle de orden administrativo relativo al mayorazgo. Dominado por una violenta ansiedad, recorriendo el cuarto a largos pasos, Wolfgang parecía presa de una obsesión. —Mi hermano —dijo— ha llegado hace poco y me ha dado nuevas pruebas de la aversión, originada por asuntos de familia, que me profesa desde hace años. Huberto me odia porque soy rico, y él ha devorado como un verdadero pródigo casi toda su fortuna. Me acosa como si fuera yo el responsable de sus locuras, pero no puedo ni quiero desprenderme en lo más mínimo de las rentas del mayorazgo, aunque, como buen hermano, consentiría en cederle la mitad que me pertenece de un vasto dominio que mi padre poseía en Curlandia. Este sacrificio permitiría a mi hermano hacer frente a las deudas que ha contraído, y sacar de la escasez a su mujer y sus hijos, que actualmente sufren las consecuencias de su imprevisión y sus desórdenes. Pero, figúrate, mi querido V..., que este pródigo singular ha descubierto, no sé con qué sortilegios, la existencia del arca que encierra los ciento cincuenta mil ducados, y pretende obligarme a que le ceda la mitad. ¡Un rayo me parta antes que ceder; y si acaso él medita alguna mala partida contra mí, que Dios me guarde y haga fracasar sus intenciones!

No perdonó medios el abogado para presentar a Wolfgang la vista de su hermano bajo un aspecto menos odioso. Por fin el Barón le confió el encargo de negociar una transacción con Huberto, y el abogado puso en esta misión un celo ilimitado. Huberto, acosado por la necesidad apremiante de dinero, aceptó las ofertas de Wolfgang, pero exigió dos condiciones: la primera, que Wolfgang añadiría a su parte de la herencia un suplemento de cuatro mil ducados, destinados a calmar las instancias de los acreedores más encarnizados; la segunda, que le sería permitido prolongar por algunos días la estancia en R... al lado de su querido hermano. A esta última petición respondió Wolfgang con viveza que no podía acceder, tanto más cuanto que su mujer estaba a punto de llegar al castillo; tocante a la donación, prometió a Huberto dos mil piezas de oro. Al oír el mensaje del abogado, Huberto frunció las cejas. — Reflexionaré —dijo—, pero, provisionalmente, me he instalado aquí y de aquí no me muevo— El abogado agotó sus recursos para disuadirle de su resistencia a los deseos del Barón. Huberto no sabía resignarse a ver el mayorazgo en manos de un hermano privilegiado gracias a los derechos de primogenitura. La ley se le antojaba soberanamente injusta, y más dura de soportar que una injuria la generosidad de Wolfgang. —¡Así, pues —exclamó—, mi hermano me trata como a un mendigo! No lo olvidaré jamás; y espero que abrirá pronto los ojos a las consecuencias de su modo de proceder para conmigo—. Cumpliendo lo dicho, Huberto se instaló en una de las alas del viejo caserón. Salía de caza, acompañado algunas veces de Daniel, el único de los moradores cuyo trato parecía convenirle. En retiro casi absoluto, evitaba sobre todo los encuentros con su hermano. No tardó el abogado en concebir sospechas y desconfiar de la existencia misteriosa de Huberto. Éste entró una mañana en su habitación para anunciarle que sus puntos de vista habían cambiado, y estaba dispuesto a abandonar R... para siempre, con tal de que le abonaran al punto las dos mil monedas de oro. Según dijo, partiría al día siguiente por la noche. Saldría a caballo para la ciudad de K..., en la que pensaba establecer su morada, y pediría que le fuera librada la cantidad convenida por medio de una letra de cambio dirigida al banquero Isaac Lazarus de aquella ciudad. La noticia causó gran satisfacción a Wolfgang. —Mi querido hermano —dijo mientras firmaba los documentos pertinentes— ha abandonado sus enojosas disposiciones hacia mí. Por fin se restablece entre nosotros la buena armonía, o, por lo menos, su presencia dejará de perturbar este castillo.

A la noche siguiente el abogado V... despertó sobresaltado; se oía un gemido, una lamentación. Una vez incorporado aguzó el oído; pero todo permanecía en silenciosa calma. Se decidió a creer que había tenido una pesadilla, y para apaciguar el ánimo saltó de la cama y se acercó a la ventana. Al cabo de unos minutos de respirar el aire fresco de la noche, vio abrirse el pesado portalón, y oyó rechinar sus goznes. Daniel, el mayordomo, provisto de una linterna sorda, sacaba de las cuadras un caballo ensillado y lo llevaba al patio. Otro hombre, envuelto en su abrigo de pieles hasta los ojos, salió del castillo: era Huberto. Estuvo conversando unos minutos con el mayordomo, acompañando las palabras de gestos muy animados, y en seguida volvió a entrar en el castillo. Daniel condujo nuevamente el caballo a la cuadra, la cerró, como también el pesado portalón, y se retiró cautamente. El abogado hizo toda clase de suposiciones a propósito de la suspensión de la partida preguntándose por qué razones Huberto había cambiado de plan. ¿Existiría entre él y el mayordomo algún vínculo de complicidad para algún crimen? Todas las suposiciones eran igualmente peligrosas e inquietantes; se necesitaban una extrema sagacidad y una vigilancia infatigable para desenmascarar los proyectos solapados que pudieran urdir aquellas dos personas, la última de las cuales sobre todo, maese Daniel, se iba revistiendo a los ojos del abogado de un nimbo maléfico inquietante. V... pasó lo restante de aquella noche en medio de esas singulares reflexiones, y al nacer el día, cuando probaba de conciliar el sueño oyó un denso rumor de voces confusas y de gente que corría en todas direcciones, y un grupo de criados desatinados llamó a su habitación para anunciarle, con la mayor consternación, que el barón Wolfgang había desaparecido, sin que nadie supiera lo que había sido de él. A la hora de costumbre se había acostado, pero luego debió levantarse, en bata y llevando una antorcha, ya que esos objetos habían desaparecido del sitio que ocupaban la víspera en su habitación. A la luz de una idea súbita que le acongojaba cruelmente, el abogado V... recordó la escena de que había sido testigo casual aquella noche; recordó asimismo la lamentación que había oído, y llena el alma de las más fúnebres impresiones, corrió a la sala de Caballeros. ¡La puerta que comunicaba con la torre estaba abierta...! El abogado señaló con el índice el abismo de la torre, y dijo a los servidores, helado de espanto: — ¡Aquí encontró la muerte anoche nuestro desgraciado señor!
Efectivamente, a través de una espesa capa de nieve, amontonada durante la noche encima de los escombros, se veía asomar un brazo rígido entre las piedras. Al cabo de horas de trabajo y corriendo los peores riesgos, se logró al fin, por medio de escaleras de mano atadas entre sí, sacar el cadáver del barón Wolfgang; apretaba todavía con la mano crispada la antorcha que le había alumbrado hasta allí; todos sus miembros aparecían horriblemente dislocados por la caída y desgarrados.

Uno de los primeros que acudió fue Huberto, con todas las huellas de la desesperación en el rostro. Dejaron el cadáver de Wolfgang encima de una mesa grande, la misma en que se había expuesto el del anciano Roderich un tiempo antes. Huberto se echó sobre el cadáver llorando y exclamó: —Hermano, no soy yo quien haya pedido a los demonios que me acosaban esta venganza fatal—. El abogado, que estaba presente, no descifró el misterio de estas palabras, pero un instinto irrefrenable le señalaba a Huberto como asesino del titular del mayorazgo. Unas horas después de esta escena de dolor, Huberto fue a su encuentro en la sala de audiencias. Pálido y extenuado, se sentó en el sillón de roble y empezó a hablar con un acento que la emoción hacía tembloroso—. He sido enemigo de mi propio hermano —le dijo— por culpa de una ley absurda que enriquece al hijo mayor de la casa en perjuicio de los hijos restantes. Una desgracia pavorosa ha puesto fin a sus días. Hago votos para que no sea un castigo del cielo a la dureza de su corazón. Heme aquí titular del mayorazgo. Dios sabe cómo este cambio de fortuna aflige mi alma; desde hoy no existe la dicha en el mundo para mí. En cuanto a usted señor abogado, le confirmo plenamente en los cargos y poderes que en vida de mi padre y de mi hermano le fueron confiados; puede regir según su criterio este dominio, y atender a mis intereses. Yo me despido del castillo; no podría vivir ni un día más en el que ha sido teatro de unos sucesos tan deplorables—. Sin decir más, se levantó Huberto y abandonó la sala. Dos horas más tarde cabalgaba a rienda suelta por la carretera de K...

Seguía su curso la investigación de las causas que pudieran haber determinado la muerte del desventurado barón. La opinión más común era que, habiéndose levantado para sacar algún libro de la biblioteca, soñoliento aún, equivocó la puerta, abriendo la del centro, que daba al abismo; pero la suposición no prosperó, ya que la puerta de la torre solía quedar cerrada con llave y fuertemente asegurada, de modo que el abrirla requería tiempo y fuerzas. ¿Cómo se tomaría, pues, en serio la suposición de que el castellano pudiera caer en semejante error? El abogado se perdía en un laberinto, cuando Franz, el servidor predilecto de Wolfgang, que escuchaba su soliloquio, le interrumpió: —¡No es en esta forma que ha sucedido la desgracia, señor abogado!—. Pero, delante de los testigos no pudo obtenerse de él ni el más mínimo rayo de luz. Declaró que solamente hablaría al abogado y bajo promesa de secreto. Más adelante en una entrevista misteriosa, refirió cómo el difunto hablaba con frecuencia de los tesoros enterrados según él debajo de los escombros de la torre; afirmó también que había pedido la llave a Daniel, y que con frecuencia iba en plena noche a asomarse al abismo como para soñar a su sabor en las riquezas inmensas que su sed de oro le hacía suponer enterradas en aquellas honduras. Probablemente le habían asaltado el vértigo durante una de esas peregrinaciones nocturnas y había caído al abismo. Daniel, que parecía el más sensible de todos al horror del accidente, propuso que se mandara tapiar la puerta; y su parecer fue puesto en obra inmediatamente.

Investido de su mayorazgo, Huberto volvió a su Curlandia, dejando al abogado V... todos los poderes requeridos para administrar la finca de R... Se renunció al proyecto de construcción de un nuevo castillo, y únicamente se acudió a sostener los restos del antiguo. Bastantes años después de estos sucesos, Huberto reapareció un día en R... Era a principios de otoño. Durante su breve permanencia tuvo varias entrevistas privadas con el abogado, le habló de su muerte cercana y le anunció que el testamento estaba ya en manos de los magistrados de la ciudad de K... Cumpliéronse sus presentimientos murió un año más tarde. Su hijo, que llevaba el mismo nombre de pila que él, se dirigió a R... para tomar posesión de la herencia. El joven señor parecía inclinado a todos los vicios, y desde su entrada en R... se granjeó la animosidad de cuantos vivían en la finca; el primer acto de voluntad venía llamado a soliviantar a todos, cuando se irguió el abogado, declarando que se oponía formalmente a la ejecución de las órdenes que había dado aquel joven insensato hasta que se abriera el testamento, el único que podía, dentro de ciertos límites, conferirle los derechos que ahora pretendía atribuirse.

El joven castellano estaba lejos de esperar una resistencia tal de parte de un hombre que, a sus ojos, no era más que un criado de primera categoría. No le valieron al joven Huberto sus transportes de cólera; el abogado hizo frente a la borrasca, y manteniendo valerosamente la intangibilidad de sus atribuciones llegó a ordenarle que se retirara de R... hasta la fecha señalada para la lectura del testamento. A los tres meses se abrió éste en K... en presencia de los magistrados. Además de los testigos indispensables, el abogado V... venía con un joven de buen talante aunque vestido con sencillez, que hubiera podido pasar por su secretario. El futuro poseedor del mayorazgo se presentó con aire arrogante, y reclamó la pronta lectura del documento, pues no le sobraba el tiempo, según dijo, para perderlo en necias formalidades. En el testamento, el difunto barón, Huberto de R... declaraba que no había poseído nunca el mayorazgo como verdadero titular, y que lo había regido en interés del hijo único de su hermano Wolfgang de R... Como su abuelo, este hijo de Wolfgang llevaba el nombre de Roderich, y únicamente él podía heredar legítimamente el mayorazgo. Refería además el testamento que en una de sus estancias en Ginebra, el barón Wolfgang se había unido en matrimonio secreto con una muchacha de la nobleza, pero sin dote. Al cabo de un año quedó viudo y con un hijo, a quien nadie podía discutir la legitimidad de su nacimiento, y que estaba llamado, por lo tanto, al título del mayorazgo. Huberto, para justificar su silencio constante a propósito de esta revelación, alegaba que un pacto entre Wolfgang y él hacía de este silencio una obligación sagrada. Ya leído el testamento, el abogado V... se levantó, y presentando a los magistrados el joven que le acompañaba, les dijo: —Señores, he aquí al barón Roderich de R..., hijo legítimo de Wolfgang de R... y por derecho de herencia señor del mayorazgo de R...

Anonadado, como si hubiera estallado un rayo por encima de su cabeza, Huberto tardó un rato en reaccionar; tendió convulsivamente el brazo amenazador hacia el joven que tan inesperadamente le arrebataba la fortuna, y se precipitó fuera de la sala con todos los síntomas de ser presa de un acceso de locura. Entretanto, obedeciendo a la petición de los magistrados, Roderich presentó los documentos que establecían su identidad, así como unas cartas de su padre a la esposa. Pero, en los primeros, Wolfgang aparecía como hombre de negocios, con el seudónimo de De Born, y en cuanto a las cartas, si bien la semejanza de la letra era de fácil verificar, llevaban por única firma la inicial W. Asunto importante, que dilató la decisión de los jueces y fue motivo de una escrupulosa investigación. Enterado de lo que sucedía, Huberto dirigió inmediatamente una reclamación a la regencia del distrito para que, sin demora, le pusieran en posesión del mayorazgo, a falta de pruebas suficientes favorables a su adversario. El tribunal decidió que así se cumpliría si dentro de un corto plazo el joven Roderich no había aportado testimonios irrefutables de la legitimidad de sus pretensiones.

El abogado V... hizo un minucioso estudio de la documentación que obraba en poder de Wolfgang de R... Una noche —serían las doce— estaba sentado en el cuarto del difunto barón, enfrascado en la consulta de antiguos legajos. Afuera lucía la luna con un fulgor siniestro, y sus reflejos lívidos surcaban las paredes de la espaciosa sala inmediata, cuya puerta estaba abierta de par en par. De pronto, un rumor de pasos en la escalera y el tintineo de un manojo de llaves le sacaron de su ocupación. Se puso en pie y dio unos pasos por la sala aguzando el oído... Una puerta se abrió y entró con paso vacilante, a medio vestir, un hombre pálido y transfigurado, que llevaba una linterna sorda en la mano. V... reconoció a Daniel. Iba a hablarle, cuando fijándose mejor en los rasgos del viejo mayordomo se dio cuenta de que obraba en completo sonambulismo, ya que andaba con los ojos cerrados. Dirigióse el sonámbulo hacia la puerta tapiada, dejó en el suelo la linterna, escogió una llave de las que llevaba colgadas al cinto y se puso a escarbar la puerta, dando roncos gemidos; unos instantes después aplicó el oído a la pared, como para escuchar algo, y con gesto imperativo pareció querer hacer callar a alguien. Al cabo de esas misteriosas demostraciones se inclinó para recoger la linterna y se alejó por el mismo camino. El abogado le siguió disimuladamente. Daniel bajó, fue a abrir la puerta, ensilló un caballo, le condujo hasta el patio del castillo, y luego, inclinando la cabeza en la postura de un palafrenero que escucha las órdenes de su amo, volvió el caballo a la cuadra y subió de nuevo a su cuarto, que cerró cuidadosamente con llave y cerrojo. Esta escena rara promovió en el espíritu del abogado la sospecha de que se había cometido en el castillo un crimen que Daniel había presenciado, y del que acaso había sido cómplice.

Al anochecer del día siguiente, al presentarse Daniel para recibir órdenes del abogado éste le cogió ambas manos y le obligó a sentarse en un sillón frente a él. —¿Qué me dice —le preguntó— del resultado del embrollo legal entre Humberto y el joven Roderich?—. ¡Vaya! ¿A mí qué me importa que mande en el castillo el uno o el otro? —respondió Daniel parpadeando y bajando la voz como temeroso de que alguien más le oyera—. ¿Pero, qué le pasa, Daniel? Está temblando como si hubiera cometido un crimen —repuso el abogado—. Se diría que ha pasado usted una noche agitada—. Por toda respuesta, Daniel se levantó con dificultad y se disponía a salir, con torva mirada, pero el abogado le hizo sentar por fuerza y le increpó severamente: —¡No salga, Daniel! Dígame ahora mismo qué hizo anoche. Más propiamente, déme una explicación de lo que vieron mis ojos—. Por Dios, ¿qué es lo que vio? —preguntó el anciano con un escalofrío. El abogado le relató la escena que ya conocemos. Al oírle, el viejo mayordomo, estupefacto, se había acurrucado en su sillón y se tapaba la cara con ambas manos para evitar la mirada fiscalizadora que le interrogaba—. Parece ser, Daniel —prosiguió el abogado—, que se le ocurre, precisamente de noche, hacer una visita a los tesoros que el anciano barón Roderich había amontonado en la torre. Los sonámbulos responden con sinceridad, cuando están bajo los efectos del acceso a las preguntas que se les hacen; la noche que viene vamos a platicar sobre estos asuntos—. A medida que el abogado hablaba, crecía la turbación de Daniel, y a las últimas palabras de V... dio un grito agudo y cayó en un síncope. Avisados los servidores, le llevaron a su cama sin conocimiento, y de esta crisis pasó a un estado de completo letargo, que duró unas horas.

Al despertar reclamó algo de beber, despidió al criado encargado de velarle y se encerró en su cuarto. A la noche siguiente, como cavilara el abogado sobre la manera de servirse de Daniel para obtener una prueba decisiva del presunto crimen, se oyó un ruido de vidrios al romperse. Corrió a la ventana: un denso vapor salía del cuarto de Daniel, cuya puerta hubo de ser forzada para poder salvarle. Le hallaron tendido en el suelo; rota a su lado se veía la linterna, que había abrasado las cortinas de la cama, y a no ser por los prontos auxilios, le hubieran consumido las llamas del incendio, pues para llegar a Daniel fue preciso romper la puerta, asegurada con dos enormes cerrojos. El abogado se hizo perfectamente cargo de que el viejo había querido asegurarse la imposibilidad de salir del cuarto en medio de su crisis de sonambulismo, pero el instinto ciego había podido más que la voluntad. Al encontrar un estorbo desacostumbrado despertó dejando caer al suelo la linterna que ocasionó el incendio; el temor le había privado del uso de los sentidos. Vuelto en sí, sufrió Daniel una grave y larga enfermedad, que le dejó sumido en un estado de debilidad alarmante.

El abogado, siempre en busca de las pruebas que establecieron los derechos de Roderich, su protegido, hurgaba una noche en los archivos de R... Daniel entró en el cuarto, midiendo los pasos, con las trazas de un espectro, fue directamente a la mesa-escritorio del abogado, dejó encima de ella una cartera de cuero obscuro, y cayó de rodillas, exclamando: —¡Hay un Juez en el cielo! ¡Quisiera tener tiempo de arrepentirme!—. Y abandonó la estancia tan lentamente como había entrado. La cartera obscura contenía documentos importantísimos de puño y letra del barón Wolfgang y marcados con su sello; en ellos quedaba claramente establecida la legitimidad de su hijo, y a su través podía seguirse la historia de su casamiento secreto. Se trataba de unas pruebas indiscutibles. Huberto se vio obligado a reconocerlas, y declaró ante los jueces que renunciaba a todas sus pretensiones a la herencia de su tío Wolfgang de R... Después de esta diligencia dejó la ciudad y la comarca, y se oyó decir que había partido para San Petersburgo y que servía en el ejército ruso, con el cual había sido enviado a Persia. Después de estas noticias, su madre y su hermana se ocuparon de restablecer el orden en sus dominios de Curlandia. Roderich, locamente prendado de la hermana de Huberto, siguió a las damas en sus feudos, y el abogado V... salió para K..., quedando el castillo de R... más desierto y más sombrío que nunca.

Desde la escena de la cartera, Daniel había recaído a tal punto, que fue preciso traspasar sus atribuciones a otro mayordomo. Le sucedió Franz, en justa recompensa de sus fieles servicios. Poco tiempo después los asuntos del mayorazgo quedaron dilucidados del todo, y se cumplieron las formalidades legales con el asesoramiento del abogado V..., que no descansó hasta ver al joven Roderich instalado en sus posesiones y a salvo de cualquier temor para el porvenir. Pronto se tuvo noticia de que su competidor Huberto había perecido en una batalla contra los persas, y en consecuencia sus bienes de Curlandia pasaron a la bella Serafina, su hermana, que compartía el amor de Roderich y que pronto se unió a él con los lazos conyugales. Los esponsales tuvieron efecto en R... a principios de noviembre del mismo año y no se ahorraron medios para dar a la ceremonia el esplendor que requerían el elevado rango y la riqueza de los futuros esposos. El abogado V..., que se consideraba años ha como inseparable de los señores de R..., había reservado para su morada el antiguo dormitorio del viejo Roderich, pareciéndole el sitio más a propósito para vigilar los secretos de la conducta de Daniel. Una noche, el Barón y su abogado, alrededor de una mesa puesta delante del enorme brasero, trabajaban en la contabilidad de las rentas del dominio. Afuera roncaba el huracán con verdadera furia, crujían los abetos del bosque, y los murmullos del viento se quebraban y se retorcían gimiendo en las galerías.

—¡Qué espanto de tiempo, y qué bien se está aquí! —exclamó V...
—¡Sí, sí, espantoso! —repitió maquinalmente Roderich, a quien nada había logrado hasta entonces distraerle de sus cálculos. Se levantó entonces para acercarse a la ventana y observar los efectos de la tormenta, pero de pronto volvió a caer sobre el sillón, con la boca entreabierta y el brazo tendido hacia la puerta, que acababa de abrirse para dar entrada a una forma humana lívida y descarnada, que hubiera aterrado al más valiente.

Era Daniel. Aún más pálido que él y con febriles movimientos, al ver al anciano mayordomo, que escarbaba la puerta tapiada, el barón Roderich se precipitó hacia él, voceando: —¡Daniel! ¿A qué viene a estas horas, Daniel?—. El mayordomo dio un alarido, y cayó de espaldas; quisieron levantarle, y el desdichado era ya cadáver: —¡Dios eterno! —exclamó Roderich juntando las manos—. ¡A qué crimen me ha llevado un momento de terror! Este hombre era sonámbulo; y ¿por ventura no nos dicen los médicos que el llamar a una persona en ese estado por su nombre puede acarrearle la muerte?

—¡Barón —dijo gravemente el abogado—, no se acuse del castigo del hombre que acaba de morir; era el asesino del padre de usted...!
—¿De mi padre?...
—Sí, señor; al hablarle, la mano de Dios le ha caído encima. El terror de usted procede del instinto de odiosa repulsión que se apodera de nosotros a la vista o al contacto de un malvado. Las palabras que ha dicho a Daniel, y que le han herido como un rayo, son las últimas precisamente que el desventurado padre de usted había pronunciado.

Y poniendo ante sus ojos un escrito sellado y firmado por Huberto, hermano de Wolfgang de R..., empezó a descorrer a la vista de Roderich misteriosos velos de odio y venganza: la carrera de desdichas de la familia de R... Era una especie de confesión, en la que el mismo Huberto, padre del que había muerto en Persia, declaraba que la animosidad contra su hermano Wolfang databa del establecimiento del mayorazgo de R... Este acto de la voluntad de su padre, que le privaba a él de lo más saneado de su patrimonio y daba todas las ventajas al hermano mayor, había sido la semilla de un rencor que nada lograría extinguir. Desde aquella época, cediendo a un afán irresistible de venganza, Huberto había concertado con Daniel los medios más eficaces para fomentar la desunión entre Wolfgang y el anciano barón Roderich, quien, con el deseo de dar lustre al nuevo mayorazgo proyectaba para su primogénito un matrimonio que le emparentara con una de las más antiguas familias del país. En medio de sus observaciones de los astros, había llegado a la convicción de que en su curso venía señalado este casamiento, de manera que cualquier otra elección que pudiera formar Wolfgang hubiera sido para él causa de mortal disgusto y maldición. Wolfgang, locamente enamorado, en Ginebra, de una joven de noble linaje pero sin dote, esperaba que con el tiempo llegaría a convencer a su anciano padre y lograría hacerle aprobar su casamiento secreto con la mujer adorada. Entretanto, el viejo barón, que vio en las constelaciones signos de su muerte próxima, había escrito a Ginebra para ordenar a Wolfgang que acudiera inmediatamente a su lado. Pero, a la llegada, su padre había muerto, como se ha visto en el comienzo de esta historia. Más tarde, cuando Huberto llegó a R... para arreglar el asunto de la sucesión con su hermano, Wolfgang le informó sin reserva del misterio de su casamiento, y le declaró su gozo por haber recibido el don celeste de un hijo y por poder descubrir a su esposa muy amada que el negociante «De Born», con el cual había unido su destino, era nada menos que el rico y poderoso heredero de los barones de R... Le confió también su propósito de volver a Ginebra para llevarse consigo a la Baronesa. Pero la muerte le impidió el viaje. Huberto sacó provecho de esta muerte para hacer valer su derecho a la sucesión directa en el mayorazgo, ya que nada establecía los derechos del hijo de Wolfgang; pero tenía un natural fondo de lealtad, y pronto se apoderó de su espíritu el remordimiento. Un incidente que juzgó providencial acabó de despertar en él un temor de castigo del cielo. Tenía dos hijos de doce y once años que estaban en continuo desacuerdo. Un día el mayor decía al otro: —Tú eres un miserable, mientras que a mí me verás algún día señor de R... Entonces, mi querido hermanito, tendrás que acercarte humildemente para pedirme algo con qué comprarte un jubón nuevo—. Irritado por esta burla, el menor le asestó una cuchillada, cuyas consecuencias fueron mortales. Huberto, aterrorizado por esta desgracia, mandó a San Petersburgo al único hijo que le quedaba, el cual entró en uno de los cuerpos de ejército a las órdenes del general Suvarof. La pena que le roía el alma llevó a Huberto a serias reflexiones. Con escrupulosa solicitud recogió los fondos del mayorazgo, y bajo el nombre supuesto de un pariente del negociante De Born mandó a Ginebra abundantes socorros pecuniarios para subvenir a las necesidades del hijo de Wolfgang, muy joven todavía. En cuanto a la muerte de Wolfgang, había permanecido mucho tiempo velada por un horrible misterio, que la enfermedad de Daniel permitía por fin vislumbrar.

He aquí cómo se explicaba en la confesión de Huberto:
La noche en que iba a partir, Daniel, intentando sin duda sacar provecho de la animosidad que dividía a los dos hermanos, le había retenido en el momento de poner el pie en el estribo para hacerle ver que no era caso de abandonar de tal modo una herencia magnífica a las codicias de Wolfgang. —¿Qué he de hacer, pues? — había exclamado Huberto, iracundo, y dándose una palmada en la frente y acompañando las palabras con un gesto amenazador de su carabina, había exclamado—: ¡Y que no haya sabido hallar la oportunidad, en medio de la confusión de una partida de caza, para hacerle tragar plomo! —¡Felicítese de no haber cedido a tal imprudencia! —replicó Daniel, apretándole el brazo—. Pero, suponiendo que no tuviera usted la responsabilidad de los medios, ¿estaría dispuesto a recobrar la posesión de estas tierras? —¿Cómo no? —murmuró sordamente el embravecido Huberto—. ¡Quédese, pues! — le dijo Daniel—. ¡Está usted en sus dominios, barón de R..., ya que su antecesor ha muerto anoche, aplastado entre los escombros de la torre.

El drama fatídico se realizó en esta forma: Daniel, obstinado en hacerse con una buena cantidad en dinero, sin contar las dádivas del nuevo barón, había observado que Wolfgang venía todas las noches a meditar al borde del abismo que abrió un día la caída de la clave de la bóveda de la torre. Una noche, cuando ya estaba enterado de la próxima partida de Huberto, se había apostado en un ángulo sombrío de la sala de los Caballeros, a la hora en que Wolfgang solía circular por aquel sitio; y cuando el desventurado Barón abrió la puerta de la torre, le había empujado por la espalda al abismo.

Su baja codicia alcanzaba, pues, la realización de sus anhelos, y su odio se había saciado en la venganza. Dolorosamente conmovido por tan horribles revelaciones, el barón Huberto no podía vivir en aquel castillo cubierto por un velo sangriento. Volvió a sus tierras de Curlandia y únicamente iba a R... en la época otoñal de la caza. Y Franz, el nuevo mayordomo contaba durante mi estancia en R... que, cuando había luna llena, la sombra de Daniel se veía vagar a través de las galerías y las amplias salas del caserón. Tal fue la versión de mi tío-abuelo, el abogado. Yo arriesgué una interrogación acerca de Serafina. —Primo —me dijo el buen anciano—, el destino cruel que pesaba sobre el hogar de K... no se ha apiadado tampoco de la pobre joven. Dos días después de nuestra partida se despeñó durante una salida en trineo y se rompió el cráneo. El Barón no logró consolarse de esa pérdida. Primo, no volveremos nunca más a R...

Con estas últimas palabras la voz de mi tío se anegó en las lágrimas, y me despedí de él descorazonado.

Pasaron los años. El abogado dormía en la tumba hacía tiempo. La guerra y Napoleón asolaban el Norte, y yo volvía de San Petersburgo por la costa. Al pasar cerca de la pequeña ciudad de K..., distinguí a lo lejos una llama como de luz estelar. A medida que me acercaba iba acentuándose mejor lo que parecía una hoguera. Pregunté al postillón si no sería aquello un incendio. —No, señor —me respondió—; es el faro de R...

¡El faro de R...! El nombre despertó un torrente de recuerdos en mi alma. Veía a mi adorada Serafina rodeada de una pálida aureola. Me hice acompañar a la aldea donde había morado el Intendente del dominio, y pedí que me anunciaran a éste. Quitándose la pipa de entre los labios, un hombre que vestía la librea real, me dijo: —Señor, el intendente de los dominios de R... ya no existe. Esas tierras pasaron a la Corona, al morir sin herederos el último barón de R..., hace dieciséis años.

Quise subir al caserón; únicamente vi allí unas ruinas. Los más ricos materiales se habían empleado en la construcción de un faro elegido sobre la roca. Un campesino que encontré en la ladera de un bosque de abetos me contó, muy impresionado, que en las noches de luna llena aparecían a menudo unas sombras que se perseguían entre las ruinas dando lamentos. ¡Alma de mi Serafina! —dije para mí—. Nunca más volveré a verte en estos sitios. ¡Dios te llamó a Él para unir tu voz a las de los coros angélicos!

E.T.A. Hoffmann (1776-1822)

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