sábado, agosto 24

Sara, la hija de Jesús y María Magdalena.



Sara, la hija de Jesús y María Magdalena.


Conocida como Sara la Negra, esta patrona de los gitanos posee afiliaciones extraordinarias. Entre ellas, la de ser hija de Jesús y María Magdalena.

Las primera leyendas sobre Jesús y su matrimonio con María Magdalena provienen de la época inmediatamnte posterior a la del propio Jesús. Sin embargo, estas historias fueron relegadas y finalmente desplazadas hacia visiones consideradas como heréticas, de modo que se transformaron en historias clandestinas, secretas y sobre todo peligrosas.

La posibilidad de que Jesús haya contraido matrimonio con María Magdalena y que de esa unión hubiese nacido una niña cobró gran fuerza en la Edad Media; sobre todo en el sur de Francia, más precisamente en la región de Aix en Provence, donde la tradición asegura que Marta y Lázaro de Betania llegaron de su exilio junto a una María Magdalena embarazada.

Otras leyendas sostienen que Sara no nació en Francia, sino que llegó a las costas de la bretaña junto a José de Arimatea (y el Santo Grial) y una corte de seguidores de Cristo que habían huido de Palestina, entre ellos, María Salomé, María de Cleofás (tía de Jesús), Maximino, Marcela, Celidonia, Trófimo de Arlés y algunos otros. 

El viaje hacia Francia se realizó gracias a un milagro náutico. La embarcación atravesó el Mediterráneo sin timón ni velas hasta llegar a Nuestra Señora de Ratios, que desde 1838 se llamó Saintes Maries de la Mer, (Santas Marías del Mar), en la región de Provenza, muy cerca de Arlés.

Según la tradición el grupo se dispersó en el año 48 d.C. Lázaro fue a predicar a Marsella, Marta y Marcela a Tarascón, Máximo se dirigió a Aix en Provence, Trófimo a Arlés y María se retiró a una cueva en las montañas de Saint Maximin la Sainte Baume.

La figura de Sara, en cambio, es mucho más esquiva. Las leyendas medievales apenas la sugieren como una posibilidad inquietante. Debido a que su tarea principal era mendigar para financiar las expediciones evangelizadoras de sus compañeros se la asoció al pueblo gitano, y desde entonces se la considera como su patrona o santa, a pesar de que nunca fue canonizada.

No obstante, las leyendas a menudo se contradicen, ofreciendo versiones muy disímiles del mismo personaje. Por ejemplo, se dice también que Sara vivió durante un tiempo en la ribera del Ródano en la Galia. Allí practicaba una especie de magia primordial muy poderosa. Los gitanos la adoraban, y una vez al año realizaban una procesión hasta su casa para recibir su bendición.

Esta misma tradición sostiene que Sara no era en realidad la hija de Jesús, y que su tarea fue ayudar a los exiliados de Palestina que buscaban refugio en aquella zona.

Los que defienden la teoría de que Sara era la hija de Jesús y María Magdalena sostienen que la verdadera identidad de la muchacha debía ser protegida a toda costa; y que no era extraño que se la haga pasar por sirvienta en orden de protegerla de sus enemigos.

Sara aparece en muchas tradiciones orales, pero recien en 1521 se la menciona en un texto de Vincent Philippon llamado: La leyenda de las santas Marías (La légende des Saintes-Maries).

Allí se comenta que en 1447 Renato de Anjou le solicitó al papa Nicolás V una bula para permitirle rastrear los cuerpos de los santos que se veneraban secularmente en la región. Renato encontró los restos mortales de María Magdalena y sus compañeras, y fueron colocados en relicarios ornamentados. La pobre Sara, en cambio, no calificaba como santa, de modo que sus restos fueron conservados en modestísimos relicarios, tal como luego lo registraría Jean de Labrune.

Históricamente no se reconoce ningún culto a Sara, la hipotética hija de Jesús, al menos anterior al 1800. El folklorista Fernand Benoit comenta que los gitanos realizan una extraña procesión anual justo antes de la procesión de las Marías. Esta tradición procede del siglo XV, aunque no se conoce a ciencia cierta si su objetivo era adorar secretamente a Sara.

Los que están a favor de la figura de Sara como hija de Jesús, sostienen que los gitanos buscaban enmascarar su culto, y que la adoraban bajo la forma de una mujer negra, cuya estatua era llevada en andas hasta las costas del mar. 

En este sentido, la hipótesis es antropológicamente inviable. Los gitanos proceden de la India, donde adoraban a la diosa Kali representada como una mujer negra como el ébano, y su culto consistía en largas peregrinaciones hacia el mar. Demasiadas coincidencias como para tratarse de dos cultos diferentes.

La historia de Sara no concluye aquí. La idea de que Jesús contrajo matrimonio con María Magdalena y que juntos engendraron a Sara está fuertemente instalada en las leyendas locales. Sin embargo, no se han encontrado pruebas concluyentes que ubiquen su culto en la antigüedad.

Para los amantes de las sincronías etimológicas hay que decir que el nombre Sara, en hebreo Sarah, significa literalmente "princesa".

La verdadera historia de Judas Iscariote.



La verdadera historia de Judas Iscariote.


Judas Iscariote, en realidad, Judas de Keriot, fue el apóstol de Jesús acusado de traicionarlo a cambio de treinta monedas de plata. Su historia, sin embargo, esconde algunos secretos que conviene revisar antes de aceptar mansamente aquello que nos sugieren los sabios de la Iglesia.

La Biblia no dice nada acerca del primer contacto entre Judas y Jesús. Su reclutamiento como uno de los apóstoles es desconocido. Juan, no obstante, intenta marcar un antecedente para la actitud traicionera de Judas. Éste se desempeñaba como "tesorero", y según Juan, no tenía reparo en apropiarse del dinero destinado a los pobres (Juan 12:6).

Todos los evangelios canónicos denuncian que Judas guió a los guardias romanos que arrestaron a Jesús. Este detalle resulta bastante extraño. ¿No era conocido el rostro de Jesús? ¿Nadie que no fuese un apóstol lo conocía? Lo cierto es que la historia propone que Judas le indicó a los guardias que besaría la mejilla de Jesús, con el propósito de identificarlo (Marcos 14:43-46). 

Mateo (26:15) comenta que por esta traición fue recompensado con treinta monedas de plata; una cifra irrisoria en proporción con el acto terrible que se le exigía. Al poco tiempo Judas se arrepintió de sus actos e intentó devolver las monedas, pero los sacerdotes se negaron. Acto seguido -(Mateo 27:5)- se ahorcó colgándose de un árbol.

Debemos considerar que Mateo escribía para un público hebreo, por lo tanto, para explicar el suicidio de Judas se basó en la muerte de muerte de Ajitofel (Samuel 17,23).

Anticipándose a la tendencia cinematográfica actual, la Biblia ofrece un final alternativo para el pobre Judas. En Hechos 1:18 se dice que con ese dinero infame compró una finca y que a los pocos días sufrió un accidente fatal. El cronista sin dudas debió administrar un sentido novedoso para la palabra "accidente", ya que enseguida describe como las tripas de Judas fueron desparramadas por todo el terreno, que desde entonces pasó a llamarse Aceldama, que significa el campo de la sangre (Hechos 1:19).

Hasta aquí tenemos la versión oficial de la historia, por la cual Judas quedó marcado para siempre como un traidor.

En la Edad Media la historia de Judas adquirió ribetes todavía más dramáticos, que recuerdan de algún modo la tragedia de Edipo. Santiago de la Vorágine sostiene que antes de cometer su acto de traición, Judas ya era un libertino y un asesino. Su madre, Ciborea, soñó que su hijo sería una amenaza para Dios. Por esa razón lo abandonó a los pocos días de nacer. El niño fue adoptado por una señora estéril de Karioth. Ya adulto, asesinó a su hermano y a su padre, y huyó a Jerusalem, donde trabajó como sicario del gobernador romano, llamado Pilatos. Loco de culpa, intentó expiar sus pecados entrando al servicio de Jesús con el resultado que todos conocemos.
Ahora bien, esta leyenda aparentemente difamatoria esconde una hipótesis muy antigua que sostiene que Judas, el hombre más pecaminoso e infame de su tiempo, fue el único en comprender la importancia de la muerte de Jesús. Sin ella no hay resurrección posible, y sin resurrección Jesús es apenas un hombre, genial y filosóficamente impecable, pero un hombre al fin.

Los gnósticos llevaron esta teoría a niveles asombrosos, por ejemplo, al afirmar que Jesús de hecho escapó a la crucifixión y que Judas tomó su lugar.

También podemos pensar que los hechos atroces atribuidos a Judas son un tanto tendenciosos, cuando no falaces. Si su traición era necesaria para que Jesús se manifieste como lo que verdaderamente creían sus adeptos, entonces deberíamos hablar de sacrificio; pero no de un sacrificio cualquiera, sino del más grande que uno pueda imaginar.

Borges sostiene que creer que Dios se encarnó en un hombre y que fue incapaz de cometer un pecado es una contradicción implícita. Si Jesús fue capaz de sentir hambre, dolor y sed, también podemos razonar que el pecado no estaba más allá de sus capacidades.

A propósito de esto Isaías (53: 2-3) pronunció unas enigmáticas palabras: 

Brotará como raíz de tierra sedienta; no hay buen parecer en él, ni hermosura; despreciado y el último de los hombres; varón de dolores, experimentado en quebrantos.

Muchos sostienen que Isaías se refiere al Jesús Crucificado. Borges discrepa, y sospecha que aquella misteriosa profecía se refiere en realidad al incomprendido Judas.

Así concluye el autor argentino su trabajo: Tres versiones sobre Judas:

... (es) la puntual profecía no de un momento sino de todo el atroz porvenir, en el tiempo y en la eternidad, del Verbo hecho carne. Dios totalmente se hizo hombre hasta la infamia, hombre hasta la reprobación y el abismo. Para salvarnos, pudo elegir cualquiera de los destinos que traman la perpleja red de la historia; pudo ser Alejandro o Pitágoras o Rurik o Jesús; eligió un ínfimo destino: fue Judas.

El mito de la Dama del Lago.


El mito de la Dama del Lago.


La mitología esconde la presencia fugitiva de muchas damas acuáticas. Entre ellas hay una que se destaca sobre el resto: la Dama del Lago.

El mito de la Dama del Lago tiene demasiadas variantes y tangentes en la mitología celta. Sin embargo, todos ellos confluyen en un personaje central del Ciclo Artúrico.

Se la conoce como Viviana (Viviane), aunque su nombre original tal vez haya sido Niniana, Nimue o Ninie. Algunos sostienen que es un Hada, un Elemental, una Ondina, pero lo más probable es que encarne una de las últimas prolongaciones legendarias de viejas historias paganas acerca de hechiceras de inconmensurable poder.

Como toda criatura mítica que valga la pena conocer, la Dama del Lago es tanto un personaje benévolo como un agente hostil con el hombre, es decir, una representación de la naturaleza como dadora y segadora de vida.

Su nombre, Viviana, plantea numerosas dudas acerca de su pasado. La variante Nimue tal vez esté relacionado con Mnemósine, aquella madre de las musas en los mitos griegos. Su buscamos una raíz celta debemos mencionar el nombre Niamh, presente en el río Ninian en la bretaña continental.

El nombre Viviana (Viviane) ofrece otras interpretaciones. Algunos sostienen que proviene de Coviane, es decir, de una antigua diosa celta de las aguas tranquilas llamada Coventina. Este nombre es una latinización de Gwendoloena, la esposa del mago Merlín. Otros mencionan la posibilidad de que Viviana derive directamente de la diosa Diana.

La Dama del Lago era tanto una guardiana de las aguas como una intermediaria entre los hombres y el mundo acuático. Se la intuía en el movimiento impredecible de los manantiales, y no era extraño que se la adorara mediante ofrendas florales. Su culto se extendió por toda la bretaña, incluso muy cerca de la dominación romana. A pocos kilómetros de la Muralla de Adriano, en Carrawburgh, se han encontrado pruebas de su culto en un viejo estanque seco.

Cuando el mito se diluyó a causa de la opresión cristiana, la Dama del Lago se recluyó en las tempestuosas aguas de la literatura. Su primera aparición se produce en el siglo XII gracias a Chrétien de Troyes y su: Lancelot, el Caballero de la Carreta (Lancelot ou le Chevalier de la charrette), fechado en 1181. Si bien allí no se menciona su nombre, sus características bastan para identificarla, ya que aparece como protectora (o hada madrina) de aquel miembro de la mesa redonda.

Obras subsiguientes nos permiten trazar una breve biografía de la Dama del Lago.

Fue nieta de un antiguo rey de Northumberland, aunque su destino era la magia. El mago Merlín se enamoró perdidamente de ella, y la instruyó en los arcanos de la magia pagana. Fue así que la Dama del Lago, siguiendo órdenes de Merlín, raptó a Lancelot cuando este era apenas un niño y lo llevó a vivir con ella en su palacio bajo las aguas.

Cuando el joven creció lo llevó a Camelot, la capital del reino de Arturo, y ella misma lo ordenó caballero, cuestión que causó cierta controversia ya que solo el rey estaba autorizado a realizar el ritual. Chrétien de Troyes comenta que la Dama del Lago le entregó un anillo mágico a Lancelot cuyo poder era profiláctico. Con él en su dedo índice sería invencible tanto en la guerra como en el amor. Felizmente para la corte de Arturo, Lancelot ganó muchas batallas y venció a muchos enemigos poderosos; pero la doble faz de aquel anillo fatídico también lo volvía irresistible para las mujeres, entre ellas, Ginebra, la esposa del rey; con quien mantuvo una sucesión de encuentros clandestinos que pronto se transformaron en un romance tormentoso.

Podemos pensar que la naturaleza dual de la Dama del Lago hace que cada don que otorgue tenga también su costado oscuro. Y no solo eso, como criatura de la naturaleza sus intereses exceden lo meramente humano. Entre sus actitudes incomprensibles para el rey, aunque seguramente lógicas, se encuentra el rapto y encierro del mago Merlín.

Aprovechando su influencia sobre el mago, y sobre todo los poderes que él le había confiado, la Dama del Lago lo indujo a un sueño extraño y prolongado. En La muerte de Arturo (La mort d'Arthur), de Thomas Malory, se comenta que en este punto ella lleva a Camelot la legendaria espada Excalibur y a cambio de ella exige la cabeza de Sir Balin. Esto sin dudas es un malentendido o una versión libre de Malory. El nombre de la espada, Excalibur, es una palabra latina: Ex Calibe, es decir "sacada de la piedra".

Pero todas estas actitudes desconcertantes de la Dama del Lago tienen su explicación. Ella simboliza la antigua unión de los pueblos del norte con sus deidades primitivas, y como tal opera en favor de prolongar esa unión y no sobre asuntos de importancia inmediata. 

La Dama del Lago induce a Merlín al sueño pues éste debe despertar en el futuro para allanar el camino del retorno de Arturo y el reino de Camelot -esta profecía fue bellamente retratada por C.S. Lewis en su novela: Esa horrible fuerza (That Hideous Strenght)-; incluso el propio rey debe abandonar el mundo mortal y sumergirse en las aguas pacíficas que lo llevarán a la isla de Avalon, la Tierra de los Manzanos; donde aguardará hasta que las antiguas criaturas sobrenaturales que habitaron las islas británicas finalmente lo convoquen.

La última aparición de la Dama del Lago es, también, la última escena del Ciclo del Grial. Cuando Arturo desapareció, y Merlín se encontraba en su sueño inmemorial, los caballeros de la mesa redonda, terriblemente acongojados, fueron hasta las márgenes de sus aguas para llorar su desventura.

Entonces, blanca como las plumas del cisne, una mano femenina emergió de las aguas, justo en el centro del lago. Galahad, el más noble y puro de los caballeros, entendió que aquello era una señal. Arrojó a Excalibur sobre las aguas cubiertas por una fina alfombra de niebla. La Dama del Lago la tomó en el aire y se sumergió con ella. 

Se dice que retornará cuando los días se desgasten y las viejas criaturas paganas se agiten bajo sus túmulos.

domingo, agosto 11

SAN BENITO, ¿QUIEN FUE EL PADRE BENITO?

INVESTIGACIÓN, QUE HARÉ SOBRE LA CELEBRE MEDALLA DEL PADRE BENITO, QUIEN FUE?? SU VIDA INVESTIGACIÓN HECHA POR MI Y HACIENDO MIS 1ROS PINITOS COMO COMUNICADOR SOCIAL FREELANCE

*** PRÓXIMAMENTE ***

viernes, junio 21

LAS 4TRO VAMPIRESAS DEL REY SALOMÓN



Antes de morir, el rey David le ordenó a su hijo, Salomón, que construyera el templo más importante del mundo sobre el monte Moriah, en Jerusalem. A este le tomó siete años terminar la empresa, construida únicamente con madera de cedro del Líbano y oro.

Por aquella época se decía que el rey Salomón era el más poderoso de los hombres y el rey más sabio que se haya visto sobre el mundo. Todos los pueblos deseaban aliarse con él, asunto que lo trastornó -según el Talmud-, a tal punto que desde entonces solo deseó rodearse de mujeres extranjeras.

En su haber se cuentan alrededor de setecientas relaciones amorosas, entre ellas, la hija del Faraón; además de sostener un harem estable conformado por trescientas mujeres (I. Reyes, XI). El temperamento terrible de Salomón, sumado a su innegable soberbia, lo hundieron en las raíces de la magia. Adoró a extrañas deidades amorfas, como Milkom, Moloch, Camos y Astaroth. Les construyó altares, pequeños templos y ordenó sacrificios en su nombre a lo largo y ancho del reino.

El Talmud sostiene que el rey Salomón a menudo jugaba con los miembros del inframundo, pero en especial con cuatro vampiresas que vivían en lo alto del monte Naspa, llamadas Lilith, Aguereth, Mahala y Naama.

Con ellas procreó engendros blasfemos que gobernaba con mano de hierro. Fueron estos hijos abominables los que levantaron pequeños templos menores en honor a sus madres, y en donde se practicaban ritos antiquísimos, tal vez anteriores a la humanidad.

Estas cuatro vampiresas del rey Salomón se sometieron a los designios del rey, pero no por deseo o sometimiento voluntario, sino por la capacidad de Salomón para mantenerse inalterable frente a las potencias infernales.

Se dice que estas vampiresas fueron las primeras en procrear vampiros que a su vez podían transformar a otros mediante la mordida y ritos que la prudencia exige omitir.

domingo, mayo 5

Yukshee, la vampiresa más hermosa de Oriente.



Yukshee, la vampiresa más hermosa de Oriente.
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En la India se habla de una raza de vampiros de cualidades eróticas sobrenaturales llamada Yukshee.

A tal punto es extraordinaria esta abnegación por el amor físico que la mayoría de los que comentan sus leyendas rara vez se detienen sobre sus cualidades vampíricas.

Yukshee es una especie de reina de los súcubos de Oriente, por llamarla de alguna forma, así como Abrahel o Meridiana lo fueron en algún tiempo. Su belleza es tan singular que no se registran derrotas en su amplia historia como seductora de hombres.

Según anuncian sus mitógrafos, Yukshee es la vampiresa más hermosa que haya recorrido la noche; superior a Lilith, Aisha, Lamia y y Noctícula, entre otras damas revinientes. Más aún, las leyendas de Yukshee sugieren que su belleza se acentúa con cada gota de sangre que bebe, de modo que no es poco común que busque alimentarse varias veces por jornada, ya que en este sentido su atractivo y su vanidad corren paralelamente.

A pesar de estos rasgos banales de Yukshee, esta vampiresa no exige nada que no pueda devolver con creces. Sus leyendas hablan de ella como una amante eximia, de cualidades que no sólo mencionan una capacidad abrumadora para brindar placer, sino que puede además influir directamente en la potencia de sus cónyuges ocasionales, otorgándoles la posibilidad de amarla en la misma proporción sobrenatural de la que ella es capaz.

Yukshee es literalmente insaciable. Su sed de pasión y sangre no conocen límites. No obstante, no todos sus amantes terminan siendo víctimas fatales. Si un hombre se muestra especialmente solícito con sus deseos, Yukshee suele perdonarle la vida, aunque la exigencia de su deseo los vuelve estériles por el resto de su vida.

No se conoce ningún reproche en los testimonios de los pocos que han sobrevivido a sus abrazos.

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viernes, marzo 15

La nave abandonada.

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La nave abandonada.
The Derelict; William Hope Hodgson (1877-1918)

-Es el material. -dijo el viejo médico de a bordo-. Más las condiciones y, quizás un tercer factor. Sí, un tercer factor, aunque habría que ver, habría que ver. Interrumpió su frase y empezó a cargar la pipa.
-Siga, doctor. -dijimos, alentándolo.

Estábamos en el salón de fumar del San-a-lea, viajando por el Atlántico Norte; el doctor era todo un personaje. Encendió la pipa; se acomodó y empezó a explicarse:

-El material es el medio de expresión de la fuerza de la vida, el punto de apoyo, en cuya ausencia es incapaz de expresarse o, en realidad, de expresarse en cualquier forma inteligible para nosotros. El papel del material en la producción de eso que llamamos Vida es tan poderoso y la fuerza de la vida está tan ansiosa de expresarse que estoy convencido de que, dadas las condiciones correctas, ésta se manifiesta incluso a través de un medio tan poco prometedor como es un pedazo de madera. Afirmo, caballeros, que la fuerza de la vida es a un tiempo tan ferozmente apremiante y tan indiscriminada como el fuego. Sin embargo, hay quienes consideran la esencia de la vida como exuberante. Hay aquí una paradoja.

-Sí, doctor. -dije- En resumen, usted argumenta que la vida es una cosa, un estado, un hecho o como quiera, que demanda un material a través del cual manifestarse, y que dado el material, más las condiciones, el resultado es la vida. En otras palabras, que la vida es un producto de la evolución... ¿No es cierto?
-Tal como entendemos la palabra. -dijo el doctor-. Aunque podría haber un tercer factor. Pero estoy convencido de que es una cuestión de química; y una vez dadas las condiciones, el animal es tan omnipotente que se aferrará a cualquier cosa en la que pueda manifestarse. Es una fuerza engendrada por las condiciones, pero, con todo, esto no nos acerca ni un milímetro a su explicación, no más que a las explicaciones de la electricidad o del fuego. Pertenecen, los tres, a las fuerzas externas: monstruos del vacío. Nada que esté a nuestro alcance puede crear alguna de ellas; nuestro poder se limita a hacer, suministrando las condiciones, para que cada una de ellas se manifieste a nuestros sentidos físicos. ¿Me explico?

-En cierto sentido. -dije- Pero no estoy de acuerdo. Tanto la electricidad como el fuego son cosas naturales, pero la vida es algo abstracto, una especie de vigilia que todo lo penetra. Oh, no puedo explicarlo, ¡quien podría! Pero es espiritual; no sólo surgido de una condición, como el fuego, o la electricidad. El suyo es un pensamiento horrible. La vida es una especie de misterio espiritual.

-Tranquilo, muchacho. -dijo el doctor, sonriendo- O de lo contrario podría pedirte que demostraras el misterio de la vida de la lapa o del cangrejo, digamos. -Me dirigió una sonrisa de inefable perversidad- De todos modos, -continuó-, supongo que como todos habrán adivinado, tengo una historia increíble que apoya teoría de que la vida no constituye un misterio o un milagro mayor que el fuego o la electricidad. Pero recuerden, caballeros, que aunque hayamos logrado darles nombre y aprovecharlas, estas dos fuerzas, siguen siendo, en lo fundamental, tan misteriosas como antes. Y, de cualquier manera, lo que voy a contarles no explicará el misterio de la vida; sólo les brindará uno de los pretextos sobre los que descansa mi sensación de que la vida es, como he dicho, una fuerza que se manifiesta a través de condiciones y que puede tomar para sus propósitos y necesidad la materia más increíble e improbable porque sin materia, no puede existir, no puede manifestarse.

-No estoy de acuerdo, doctor. -interrumpí- Su teoría destruiría toda creencia en una vida posterior a la muerte. Haría que...
-Silencio, hijo -dijo el anciano-. Primero escucha.

Ocurrió cuando era joven. Había rendido mis exámenes, pero estaba tan agotado que se decidió que me vendría bien un viaje por mar. No estaba en buena posición económica y al fin y al cabo me alegró procurarme un módico puesto de médico en un clíper de vela para pasajeros, que se dirigía a China. La embarcación se llamaba Bheotpte y poco después de cargar todo mi equipo a bordo desamarró, y nos dejamos caer por el Támesis. El capitán se llamaba Gannington, un hombre honesto aunque iletrado. El primer piloto, el señor Berlies, era un hombre sereno, austero, reservado, muy educado. El segundo piloto, el señor Selvern, era, tal vez por cuna y crianza, el más cultivado de los tres, pero carecía del vigor y la resolución de los otros.

Hicimos escala en Madagascar, después seguimos hacia el este, con la intención de hacer otra escala en el Cabo Noroeste, pero a unos cien grados este topamos con un tiempo espantoso, que nos llevó todas las velas y abatió el botalón de bauprés y el mástil de proa. La tormenta nos llevó varios cientos de millas al norte. La embarcación, puesta a prueba había dejado entrar casi un metro de agua a través de las costuras de los tablones; la mastelera se había quebrado, habían desaparecido dos botes, como una de las jaulas para cerdos (con tres espléndidos ejemplares), que fue arrastrada por el agua apenas media hora antes de que el viento amainara, lo que ocurrió con rapidez; el mar siguió muy picado durante varias horas. Se calmó justo al anochecer y el amanecer trajo un tiempo espléndido: mar calmo, ondulado y un sol brillante, sin viento. Nos mostró además que no estábamos solos porque a unas dos millas al oeste había otra embarcación que el señor Selvern me señaló.

-Es un paquebote bastante singular, doctor -dijo y me tendió el catalejo. Miré por él y vi lo que quería decir; al menos, creí verlo.
-Sí, señor Selvern -dije-. Tiene un aspecto bastante anticuado.
Se rió de mí, con su agradable modo de ser.
-Es fácil advertir que usted no es marino, doctor -observó-. Hay una docena de cosas singulares en él. Es una nave abandonada y ha estado flotando, por lo que se ve, durante unos cuantos años. Mire la forma de la bovedilla, y la proa, y el tajamar. Es tan vieja como las colinas, y tendría que haberse ido a reunir con Davy Jones (especie de demonio marino) hace tiempo. Mire las excrecencias y el espesor de los aparejos; calculo que todo eso son incrustaciones de sal, ¿nota el color blanco? Ha sido una barca pequeña: fíjese que apenas si le queda un metro de arboladura superior. No queda nada en las eslingas; todo está podrido. Me gustaría que el viejo nos permitiera ir en bote a darle un vistazo; podría valer la pena. Sin embargo, parecía poco probable que esto ocurriera porque se necesitaban todos los tripulantes y éstos estuvieron ocupados todo el día reparando los daños. Durante un rato les di una mano, haciendo girar un cabestrante de cubierta; el ejercicio me hacía bien para el hígado. El viejo capitán Gannington dio su consentimiento y lo convencí de que se uniera a mí y probara la misma medicina, cosa que hizo; mientras trabajábamos fuimos intimando.

Hablamos de la nave abandonada y señaló lo afortunados que habíamos sido al no dar de lleno con él en la oscuridad ya que estaba en línea recta a sotavento de nosotros, tomando como base la dirección en que nos había hecho derivar la tormenta. Además, opinaba que tenía un aspecto extraño y que era bastante viejo, pero era evidente que en este último punto conocía mucho menos que el segundo piloto porque, como he dicho, era un hombre iletrado y no sabía nada sobre barcos de mar, aparte de lo que la experiencia le había enseñado. Carecía del conocimiento libresco que tenía el segundo piloto sobre embarcaciones anteriores a su época, a las que pertenecía evidentemente la nave abandonada.

-Es una de las viejas, doctor. -fueron todas sus observaciones al respecto.
Sin embargo, cuando le mencioné que sería interesante abordarla, asintió, como si la idea ya hubiese estado en su mente y se ajustara a sus propias inclinaciones.
-Cuando terminemos el trabajo, doctor. -dijo- No puedo desperdiciar hombres ahora. Debemos, tener todo listo tan pronto como podamos. Pero tomaremos mi falúa y saldremos en la segunda guardia. El barómetro está firme y será como un paseo para nosotros.
Esa tarde, después del té, el capitán ordenó que prepararan la falúa y la pasaran por encima de la borda. El segundo piloto iba a venir con nosotros y el patrón de a bordo le indicó que pusiera dos o tres lámparas en el bote porque pronto caería la noche. Poco después remábamos a través del mar en calma, con una tripulación de seis remos y a muy buena velocidad.

Bien, caballeros, les he detallado con gran exactitud todos los hechos, tanto los mayores como los menores, de modo que puedan seguir cada incidente de este asunto extraordinario; quiero que ahora presten cuidadosa atención. Yo iba sentado a popa con el segundo piloto y el capitán, que se encargaba del timón; cuando nos acercamos a la nave extraña, la estudié con atención, cosa que también hacían el capitán Gannington y el segundo. Estaba, como saben, en dirección oeste con respecto a nosotros y el crepúsculo desplegaba tras ella una gran llama de luz roja, de modo que el contorno era borroso, a causa del halo de la luz, que casi derrotaba cualquier intento de la mirada por ver los mástiles y los aparejos fijos, sumergidos como estaban en la ígnea gloria del ocaso.

Fue por este efecto del crepúsculo que nos habíamos acercado bastante, en comparación, a la nave abandonada, antes de que viéramos que estaba rodeada por una especie de curiosa película de materia, sobre cuyo color era difícil decidirse debido a la luz roja de la atmósfera, aunque más tarde descubrimos que era marrón. Esta película rodeaba la nave en una extensión de varios centenares de metros, formando un parche enorme, irregular, del que se desprendía hacia el este, por sobre nuestro costado de estribor, a unas veinte brazas de distancia, un poderoso hedor.

-Materia extraña. -dijo el capitán Gannington, observándola- Debe haber algo podrido en el cargamento.
-Observen las amuras y la popa. -dijo el segundo- Fíjense en lo que crece sobre ella.
Tal como decía había grandes aglutinaciones de una fungosidad de extraño aspecto. Del muñón del botalón de bauprés y el tajamar colgaban grandes barbas de escarcha y excrecencias marinas hacia la película marrón que circundaba el navío. El liso costado de estribor daba a nosotros, toda una superficie muerta, de un color blancuzco sucio, rayada y manchada vagamente con masas opacas de color más denso.

-Está brotando vapor o niebla de ella. -dijo el segundo- Se lo puede ver contra la luz. Se mantiene fluctuando. ¡Miren!
Vi lo que quería decir: una tenue bruma estaba suspendida sobre el antiguo navío o se alzaba de él, y el capitán Gannington también lo vio:
-¡Combustión espontánea! -exclamó- Tendremos que tener cuidado cuando alcemos las escotillas; a menos que haya algún pobre diablo a bordo, pero no me parece.

Ahora estábamos a unos doscientos metros y habíamos penetrado en la sustancia marrón. Cuando goteó de los remos alzados, oí que uno de los hombres murmuraba para sí: ¡maldita melaza! y, en realidad, era algo por el estilo. A medida que el bote se acercaba al barco, la sustancia se hacía más y más densa, tanto que al fin disminuyó notablemente nuestro avance.

-¡Remen, muchachos! -voceó el capitán Gannington, y de allí en adelante sólo se oyó el sonido de los hombres jadeando y el succionar repetido, leve, de la tétrica sustancia marrón sobre los remos, a medida que el bote se esforzaba por avanzar.

Tomé conciencia de un olor especial en el aire y, aun cuando no tenía dudas de que lo alzaban los remos al agitar la película marrón, sentí que en cierto modo era vagamente familiar; sin embargo no pude darle nombre. Ahora estábamos muy cerca del navío y pronto se alzó sobre nosotros contra la luz moribunda. El capitán gritó entonces:

-¡Fuerte con los remos de proa, y estén listos con el bichero! -orden que fue cumplida. -¡Eh! ¿hay alguien a bordo? ¡Eh! ¡Eh! ¿hay alguien a bordo? -gritó el capitán Gannington; pero sólo le respondió el desafinado sonido de la voz perdiéndose en mar abierto, cada vez que llamaba.
-¡Eh! ¿Hay alguien a bordo? ¡Eh! -gritó, una y otra vez, pero sólo nos contestaba el cansado silencio del casco. En el momento que miré hacia arriba con cierta expectativa, me invadió un extraño sentimiento de opresión. Luego se disipó, pero recuerdo cómo advertí de pronto que estaba oscureciendo. La oscuridad cae con bastante rapidez en los trópicos aunque no tanto como parecen creer muchos narradores; pero no se trataba de la oscuridad, que en esos pocos momentos se había profundizado de modo perceptible, sino de que los nervios me habían vuelto de pronto algo hipersensible. Menciono en especial mi estado porque por lo común no soy un hombre excitable y mi súbita punzada de nervios fue significativa, si se tiene en cuenta lo que ocurrió.

-¡No hay nadie a bordo! -dijo el capitán- ¡A los remos, hombres! -porque la tripulación del bote había descansado instintivamente sobre los remos, cuando el capitán gritó hacia la vieja embarcación. Los hombres volvieron a remar y entonces el
segundo piloto gritó excitado:
-¡Caramba, miren, allí está nuestra jaula decerdos! Miren, tiene la palabra Bheotpte pintada en un extremo. Ha derivado hasta aquí y la película marrón la atrapó. ¡Qué bendita maravilla!
Tal como había dicho, era la pocilga que había sido llevada por las aguas durante la tormenta y era extraordinario que hubiera llegado allí.
-La remolcaremos al volver -observó el capitán y le gritó a la tripulación que se esforzaran con los remos porque éstos apenas movían el bote, debido a que la sustancia marrón era tan densa cerca de la nave que literalmente obstruía el avance del bote. Recuerdo que me impresionó como algo curioso, de un modo a medias consciente, que la pocilga con nuestros tres cerdos muertos hubiese podido adentrarse tanto sin ayuda, mientras que nosotros apenas podíamos forzar el bote para que penetrara dentro de aquella materia. Pero el pensamiento se me fue de la mente porque ocurrieron muchas cosas en los minutos siguientes.

Los hombres consiguieron poner el bote al costado, a unos sesenta centímetros del navío abandonado y el hombre del bichero lo enganchó.
-¿Pudiste engancharlo, allá adelante? -preguntó el capitán Gannigton.
-¡Sí, señor! -dijo el hombre de proa y cuando habló se oyó un extraño ruido a desgarramiento.
-¿Qué fue eso? -preguntó el capitán.
-Se rajó, señor. ¡Se rajó limpiamente! -dijo el hombre y el tono indicaba que había recibido una especie de conmoción.
-¡Vuelve a engancharlo entonces! -dijo el capitán Gannington, irritado- ¡No esperarás que este cascarón haya sido construido ayer! Empuja el bichero dentro de las cadenas principales. -el hombre lo hizo, podría decirse que con cautela; en la oscuridad creciente me pareció que no se esforzaba con el gancho, aunque, desde luego, no era necesario; como comprenderán, el bote no podía ir muy lejos por sus propios medios dentro de la materia en la que estaba empotrado. Recuerdo haber pensado esto mientras alzaba la cabeza hacia el costado sobresaliente del antiguo navío. Entonces oí la voz del capitán:
-¡Señor! ¡Sí que es viejo! ¡Y qué color, doctor! ¡No necesita pintura, ya lo creo! Bien, que alguien me alcance uno de los remos.

Le pasaron un remo, lo alzó, y lo apoyó contra el antiguo flanco saliente; hizo una pausa y le ordenó al segundo piloto que encendiera un par de lámparas y estuviera listo para alcanzárselas cuando subiera; la oscuridad se había posado sobre el mar. El segundo piloto encendió dos de las lámparas, y le dijo a uno de los hombres que encendiera una tercera y la mantuviera a mano en el bote; después cruzó, con una lámpara en cada mano, hasta donde el capitán Gannington estaba de pie junto al remo que se apoyaba en el costado de la nave.

-Ahora, compañero, -le dijo el capitán al hombre que había remado- sube y te alcanzaremos las lámparas.
El hombre saltó para obedecer, se agarró del remo, cargó su peso sobre él y, al hacerlo, algo pareció ceder un poco.
-¡Miren! -gritó el segundo piloto y señaló con la lámpara en la mano-. ¡Se hundió!
Era cierto. El remo había hecho un agujero considerable en el costado sobresaliente, un poco resbaloso, del antiguo navío.
-Moho, supongo. -dijo el capitán Gannington inclinándose hacia el barco abandonado para observar. Después, dirigiéndose al hombre- Arriba, compañero, y muévete ¡No te quedes esperando!

Ante estas palabras, el hombre, que haba hecho una pausa momentánea cuando sintió que el remo cedía, empezó a trepar y en pocos segundos estuvo a bordo y se asomó por encima de la barandilla en busca de las lámparas. Se las alcanzaron y el capitán le ordenó que afirmara el remo. Entonces le tocó al capitán Gannington, que me ordenó que lo siguiera, y después de mí al segundo piloto. Cuando el capitán se asomó por sobre la barandilla emitió un grito de asombro:
-¡Moho, por Dios! ¡Moho en toneladas! ¡Dios mío!

Cuando lo oí gritar, trepé con ansiedad detrás de él y uno o dos segundos después pude ver lo que quería decir. En todos los lugares bañados por la luz no había más que suaves y grandes masas y superficies de un moho de color blancuzco. Pasé por encima de la barandilla, con el segundo piloto siguiéndome de cerca, y nos detuvimos sobre las cubiertas forradas de moho. A juzgar por lo que sentíamos con los pies bien podría no haber tablones bajo el moho. Cedía bajo nuestros pasos, con una sensación esponjosa, blanduzca. Cubría los avíos de cubierta de la vieja nave, de modo tal que la forma de cada implemento o accesorio con frecuencia apenas si se sugería bajo él. El capitán Gannington le arrebató una lámpara al tripulante y el segundo piloto tomó la otra. Sostuvieron las lámparas en alto y todos miramos. Era algo extraordinario y, en cierto sentido, sumamente abominable. No puedo pensar en otra palabra, caballeros, que describa mejor el sentimiento predominante que me afectó en ese momento.

-¡Por el Señor! -dijo el capitán Gannington- ¡Por el Señor! -pero ni el segundo piloto ni el tripulante decían nada y, por mi parte, me limité a mirar y al mismo tiempo empecé a olfatear un poco el aire; había un olor incierto, algo familiar, que por algún motivo me provocó un sentimiento de temor conocido a medias. Me volví a uno y otro lado mirando. En algunos puntos el moho era tan denso como para disimular por completo lo que había abajo, convirtiendo los implementos de cubierta en montículos indeterminables de moho, todos color blanco sucio, manchados y veteados con señales irregulares de púrpura opaca. Había algo extraño en el moho que el capitán Gannington nos hizo notar: era que nuestros pies no lo trituraban ni traspasaban la superficie, como era de esperar, sino que se limitaban a causar depresiones.

-¡Nunca he visto algo así! ¡Nunca! -dijo el capitán, después de examinar el moho bajo nuestros pies. Lo golpeó con el talón y la materia emitió un sonido apagado, blanduzco. Se agachó, y observó con atención, manteniendo la lámpara cerca de la cubierta- ¡Bendito sea, es como una piel uniforme!
El segundo piloto, el tripulante y yo nos agachamos y lo miramos. El segundo lo empujó con el índice y recuerdo haberlo golpeado varias veces con los nudillos para oír el sonido muerto que emitía mientras notaba la textura cerrada, firme del moho.
-¡Una masa! -dijo el segundo piloto- ¡Es como una bendita masa! ¡Puf! -se irguió con un movimiento rápido- Me pareció que hedía un poco. -dijo.

Cuando dijo esto, supe qué era lo qué había de familiar en el olor que se cernía sobre nosotros: que el olor tenía algo de animal, algo semejante al olor que puede olfatearse en cualquier sitio infestado de ratones, sólo que más denso. Empecé a mirar a nuestro alrededor con una inquietud repentina. Podía haber vastas cantidades de ratas hambrientas a bordo. Podían resultar muy peligrosas si estaban muertas de hambre; sin embargo, como comprenderán, en cierto sentido vacilaba en exponer mi idea como razón para la cautela; era demasiado fantasiosa.

El capitán había empezado a dirigirse a la popa, por el puente cubierto de moho, con el segundo piloto; cada uno sostenía la lámpara en alto. Me volví con rapidez y los seguí, con el tripulante pisándome los talones. Mientras avanzábamos, tomé conciencia de una sensación de humedad en el aire y recordé la tenue niebla, o humo sobre el viejo barco, que había llevado al capitán Gannington a sugerir la combustión espontánea como explicación. Mientras avanzábamos nos seguía aquel olor incierto, animal, y, de pronto, me encontré deseando que estuviéramos bien lejos del antiguo navío. Súbitamente, unos pasos después, el capitán se agachó y señaló una hilera de formas ocultas por el moho a cada lado de la cubierta.

-Cañones. -dijo- Supongo que ha sido de un corsario, en los viejos tiempos. Echaremos un vistazo abajo, doctor; podría haber algo que valiera la pena. Es más viejo de lo que pensaba. El señor Selvern piensa que tiene unos trescientos años; pero no creo que sea tan viejo.

Seguimos nuestro camino hacia la popa y recuerdo que me descubrí caminando con la mayor suavidad posible; como si tuviera el temor de hundirme a través de la cubierta podrida. Creo que los demás tenían la misma impresión a juzgar por el modo como caminaban. En ocasiones, el moho blando se adhería a los talones, soltándolos con un tenue, tétrico, ruido a succión. El capitán se adelantó al segundo piloto y sé que la sugestión que se había hecho a sí mismo, de que tal vez hubiese algo abajo que valiera la pena, le había estimulado la imaginación. Sin embargo, el segundo piloto estaba empezando a sentir lo mismo que yo; al menos, tuve esa impresión. Creo que de no mediar lo que podría describir con justicia como el coraje tenaz del capitán Gannington, muy pronto hubiéramos pasado todos sobre la borda para irnos; porque ciertamente había una sensación malsana a bordo, que hacía que uno perdiera el valor; pronto advertirán que tal sensación estaba justificada.

En el momento en que el capitán llegaba a los escasos escalones cubiertos de moho que llevaban a la cubierta de popa, noté que la sensación de humedad en el aire había aumentado hasta hacerse definida. Ahora era perceptible, como una especie de tenue vapor neblinoso, que iba y venía de modo irregular y parecía, de vez en cuando, borronear un poco la cubierta. En una ocasión, una ráfaga accidental surgió de algún lugar y me dio en la cara, llevando consigo un olor enfermizo, denso, que por algún motivo me asustó, con una sugerencia de un peligro acechante y a medias comprendido. Habíamos subido tras el capitán los tres escalones y ahora avanzábamos lentamente a lo largo de la elevada cubierta de popa. Junto al palo de mesana el capitán Gannington hizo una pausa y le acercó la linterna.

-Le doy mi palabra, señor, -le dijo al segundo piloto- de que está bastante engrosado por el moho; caramba, debe tener un metro veinte de grueso. -bajó la linterna hasta donde el mástil se unía a la cubierta- ¡Por el Señor! ¡Miren qué piojos de mar!

Di un paso y los vi, había una densa capa de piojos de mar sobre él, algunos de ellos enormes, casi del tamaño de un escarabajo grande y todos diáfanos, incoloros, como agua, salvo donde se veían pequeñas manchitas grises, evidentemente los órganos internos.

-¡Nunca había visto iguales, salvo en un bacalao vivo! -dijo el capitán Gannington en tono muy turbado- ¡Caramba! ¡Pero son anormales! -después siguió, pero unos pasos más allá se volvió a detener y acercó. la lámpara a la cubierta oculta por el moho-¡Dios me bendiga, doctor! -me llamó, en voz baja- ¿Vio alguna vez cosa igual? ¡Caramba, debe tener treinta centímetros de largo!

Miré por encima de su hombro; era una criatura diáfana, incolora, de unos treinta centímetros de largo y diez de alto, con un lomo curvo extraordinariamente estrecho. Mientras mirábamos, amontonados, ejecutó un extraño movimiento y desapareció.

-¡Saltó! -dijo el capitán- ¡Bueno, que me maten si no es el piojo de mar más grande que he visto en mi vida! Calculo que saltó limpiamente seis metros. -enderezó la espalda y se rascó la cabeza por un momento, hamacando de un lado a otro la linterna con la otra mano y mirándonos- ¡Qué están haciendo ellos a bordo! -dijo- Uno puede verlos, más chicos, sobre un bacalao gordo y cosas por el estilo. Que me maten si entiendo, doctor.

Dirigió la lámpara a un gran montículo de moho que ocupaba parte de la zona posterior de la cubierta de popa baja, poco más allá de la cual aparecía una caída de sesenta centímetros hacia una especie de toldilla secundaria y más alta, que corría en dirección a la popa hasta el remate de la misma. El montículo era bastante grande, de unos dos metros de ancho y más de uno de alto. El capitán Gannington subió hasta él:

-Supongo que es el barril de agua. -observó y le propinó un puntapié. El único resultado fue una profunda depresión en la enorme, blancuzca joroba de moho, como si hubiese metido el pie en una masa de sustancia pastosa. Sin embargo, no es del todo exacto decir que fue el único resultado porque ocurrió otra cosa. En el lugar hundido por el pie apareció un pequeño chorro de fluido púrpura, acompañado por un olor particular que era, y no era, familiar hasta cierto punto. Un poco de la sustancia mohosa se había adherido a la punta de la bota del capitán y de allí también brotaba un sudor, por decirlo así, del mismo color.

-¡Bien! -dijo el capitán Gannington sorprendido y echó atrás el pie para darle otro puntapié a la joroba de moho; pero hizo una pausa, ante una exclamación del segundo piloto:
-¡No lo haga, señor! -dijo éste.
Lo miré de soslayo y la luz de la lámpara del capitán Gannington me mostró su rostro confundido, asustado, repentino e inesperado, y como si su lengua hubiese puesto al descubierto su súbito temor, sin que él tuviera la menor intención de hablar. El capitán también se volvió y lo miró:
-¿Por qué, señor? -preguntó, con voz turbada, a través de la cual sonaba un vaguísimo matiz de molestia- Tenemos que mover este armatoste si queremos llegar abajo.
Miré al segundo piloto y me pareció que, curiosamente, estaba escuchando menos al capitán que a cualquier otra cosa. De pronto dijo con una voz peculiar:
-¡Escuchen, todos!
Sin embargo, no oímos nada, aparte del murmullo de los hombres que conversaban abajo, en el bote.
-No oigo nada. -dijo el capitán Gannington- ¿Usted, doctor?
-No. -dije.
-¿Qué creíste haber oído? -preguntó el capitán, volviéndose hacia el segundo. Pero este sacudió la cabeza, casi irritado, como si la pregunta le impidiera seguir oyendo. El capitán lo miró fijamente. Sé que sentí una extraña sensación de tensión. Pero la luz no mostraba nada, aparte del grisáceo color blanco, sucio, del moho.
-Señor Selvern, -dijo por fin el capitán, mirándolo- no se ponga a imaginar cosas. Haga el favor de controlarse. ¿No sabe acaso que no oyó nada?
-¡Estoy seguro de haber oído algo! -dijo el segundo- Me pareció oír... -se interrumpió en seco y pareció escuchar con una intensidad casi dolorosa.
-¿Cómo sonaba? -pregunté.
-Todo marcha bien, doctor. -dijo el capitán Gannington soltando una risita-Puede darle un tónico cuando regresemos. Voy a mover este armatoste.

Retrocedió y pateó por segunda vez la horrible masa, que según suponía ocultaba la escalera de la bodega. El resultado del puntapié fue alarmante porque todo el objeto se bamboleó blandamente, como un montón de gelatina malsana. Apartó el pie con rapidez y dio un paso atrás, mirándolo fijamente y dirigiendo la lámpara hacia él:

-¡Por Dios! -dijo, y era evidente que sentía un auténtico terror- ¡La maldita cosa se ha ablandado!

El hombre había retrocedido corriendo varios pasos, apartándose del montículo repentinamente fláccido, y parecía muy asustado. Aunque estoy seguro de que no tenía la menor idea de qué es lo que lo atemorizaba. El segundo piloto se quedó de pie donde estaba y miraba. Por mi parte, sé que me había invadido una horrible intranquilidad. El capitán seguía dirigiendo la luz hacia el montón bamboleante y lo miraba fijamente:

-¡Se ha vuelto blando por completo! -dijo- Ahí no hay ningún barril. ¡No hay ni una maldita pieza de madera adentro de eso! ¡Qué olor raro!
Rodeó el extraño montículo hasta la parte posterior, para ver si podía haber alguna señal de una abertura que diera al interior del casco tras el gran montón de materia mohosa. Y entonces:
—¡Escuchen! -repitió el segundo piloto, con el más extraño tono de voz.

El capitán se enderezó y sobrevino una pausa de la más completa quietud, en la que no se advertía ni siquiera el murmullo de los hombres del bote. Todos lo oímos: una especie de ¡Tud! ¡Tud! ¡Tud! ¡Tud! sordo, suave, en algún punto del casco debajo de nosotros; sin embargo era tan incierto que yo podría haber dudado de que lo oía, si no hubiera sido porque, también los demás lo hacían. El capitán Gannington se volvió de pronto hacia donde estaba el tripulante:

-Dígales... -empezó. El sujeto gritó algo e hizo un gesto. En su rostro, por lo común poco emotivo, había aparecido una tensión. Como podrán imaginarse, yo también miré. Lo que el hombre señalaba era el gran montón. Vi lo que indicaba. De los dos huecos producidos en la sustancia mohosa por la bota del capitán Gannington, el fluido púrpura surgía de modo singularmente regular, como si fuera expulsado por una bomba. ¡Mi Dios! ¡Ya lo creo que miré! Y mientras miraba, un chorro mayor brotó y llegó hasta donde estaba el tripulante, salpicándole las botas y las perneras del pantalón. El sujeto había estado bastante nervioso antes, de un modo estólido, ignorante y su acobardamiento había ido creciendo sin cesar; pero, ante esto, sencillamente emitió un aullido y giró para correr. Se detuvo un instante, como si lo hubiera invadido un súbito temor ante la oscuridad que inundaba la cubierta entre él y el bote. Le arrebató la linterna al segundo piloto; se la arrancó de la mano y se lanzó torpemente por sobre el maligno hedor del moho.

El señor Selvern, el segundo piloto, no dijo una palabra; se quedó mirando con fijeza las corrientes gemelas de extraño olor, color púrpura opaco, que surgían del montón bamboleante. El capitán Gannington, en cambio, rugió ordenando al hombre que volviera; pero éste siguió corriendo a través del moho, al parecer con los pies obstruidos por aquella materia, como si de pronto se hubiese puesto blanda. Corría con la linterna oscilando en círculos demenciales, cuando liberaba los pies en medio de un continuo plop, plop; incluso desde donde estaba pude oír sus jadeos atemorizados.

-¡Regresa con esa lámpara! -rugió el capitán, pero el hombre siguió sin hacerle caso y el capitán Gannington se quedó un instante en silencio, con los labios moviéndose de un modo particular, desarticulado, como si estuviera momentáneamente aturdido por la propia intensidad de su ira ante la insubordinación del hombre. Y en el silencio oí otra vez los sonidos:

-¡Tud! ¡Tud! ¡Tud! ¡Tud! -ahora muy nítidos me pareció que latiendo, exactamente bajo mis pies, pero en lo profundo.

Bajé la cabeza hacia el moho sobre el que estaba de pie, con una impresión rápida, desagradable ante lo terrible que me rodeaba; después miré al capitán e intenté decir algo, tratando de no parecer asustado. Vi que se había vuelto una vez más hacia el montículo y que estaba escuchando. Hubo un momento más de silencio absoluto; al menos sé que yo no era consciente de ningún sonido que no fuese ese extraordinario ¡Tud! ¡Tud! ¡Tud! ¡Tud! en algún lugar del casco enorme, debajo de nosotros. El capitán movió los pies con un movimiento súbito, nervioso; cuando los levantó, el moho hizo iplop! iplop! Me dirigió entonces una mirada rápida, tratando de sonreír, como si no le diera mucha importancia al asunto:

-¿Qué piensa de esto, doctor? -dijo.
-Creo... -empecé. Pero el segundo piloto interrumpió con una sola palabra; la voz sonó un poco aguda, en un tono que nos hizo mirarlo al instante:
-¡Miren! -dijo y señaló el montículo. Todo el objeto era recorrido por un lento estremecimiento. Una extraña onda salió de él, corrió a lo largo de la cubierta, como una ola que se aleja hacia la costa. Llegó a un montículo un poco hacia la proa en relación a nosotros, que yo había confundido con el tragaluz de la cabina y en un momento el segundo montículo se hundió casi a nivel de la cubierta circundante, estremeciéndose blandamente del modo extraordinario. Un temblor súbito y rápido se apoderó del moho, exactamente debajo del segundo piloto y éste emitió un grito corto, ronco y estiró los brazos hacia los costados para mantener el equilibrio. El temblor del moho se extendió y el capitán Gannington se bamboleó separando los pies mientras profería una súbita maldición de temor. El segundo piloto saltó hasta él y lo aferró por la muñeca:

-¡El bote, señor! -dijo, expresando lo que a mí me había faltado el valor de decir- Por el amor de Dios...
Pero no llegó a terminar porque un tremendo grito ronco cortó sus palabras. Ambos se volvieron para mirar. Yo pude ver todo desde mi posición. El hombre que se había alejado corriendo estaba parado más allá de la mitad del navío, a casi dos metros de las amuradas. Se balanceaba de un lado a otro, gritando de un modo horrible. Parecía estar tratando de levantar los pies y la luz de la linterna oscilante mostraba un espectáculo casi increíble. A su alrededor, el moho se movía activamente. Los pies se habían perdido de vista. Aquella materia parecía estar lamiéndole las piernas y bruscamente se vio su carne desnuda. La horrible materia le había desgarrado por completo las perneras de los pantalones, como si fueran de papel. El hombre emitió un aullido horrible y, con un enorme esfuerzo, pudo arrancar una pierna. Estaba parcialmente destruida. Al instante siguiente se derrumbó, y la materia avanzó sobre él como si estuviera realmente viva, con una horrenda vida salvaje. Era sencillamente infernal. El hombre había desaparecido. Donde había caído se veía ahora un montículo alargado, retorciéndose, en continuo y horrible aumento, a medida que el moho parecía moverse hacia él en extrañas ondas desde todos lados.

El capitán Gannington y el segundo piloto guardaban un silencio pétreo, hundidos en un terror atónito e incrédulo; pero yo comenzaba a concebir una explicación grotesca y terrible, al mismo tiempo auxiliado y estorbado por mi formación profesional. Hubo un fuerte grito en el bote, de pronto vi aparecer el rostro de los hombres sobre la barandilla. Durante un momento se vieron con nitidez, a la luz de la lámpara que el hombre le había arrebatado al señor Selvern porque, extrañamente, la lámpara estaba erguida e intacta sobre cubierta, un poco más allá de aquel montículo horrible, alargado, creciente, que seguía temblando y retorciéndose con un horror increíble. La lámpara se alzaba y caía sobre las ondas de moho que pasaban, exactamente como lo haría un bote sobre un suave oleaje. Resulta de cierto interés para mí, en el plano psicológico, recordar ahora cómo ese alzarse y caer de la linterna me hizo percibir, más que cualquier otra cosa, el carácter incomprensible y la espantosa extrañeza de todo aquello.

Los rostros de los hombres desaparecieron con súbitos alaridos, como si se hubieran resbalado o los hubieran herido de pronto y hubo un renovado resonar de gritos en el bote. Los hombres gritaban que nos fuéramos, que nos fuéramos. En el mismo instante, sentí mi bota izquierda absorbida hacia abajo, con un vigor doloroso, horrible. La liberé de un tirón, con un furioso alarido de miedo. Más allá de nosotros vi que toda la superficie maligna se movía y bruscamente me descubrí gritando con una curiosa voz asustada:

-¡El bote, capitán! ¡El bote!
El capitán para mirarme, sobre el hombro derecho, de un modo especial, opaco, que me indicaba su total aturdimiento ante el carácter perturbador e incomprensible de lo que ocurría. Di un paso rápido, torpe, nervioso, hacia él, lo aferré del brazo y lo sacudí con violencia.
-¡El bote! -le grité- ¡El bote! ¡Por el amor de Dios, ordene a los hombres que traigan el bote a popa!

Entonces el moho debió haberle absorbido los pies hacia abajo porque vociferó con ferocidad, transformando su apatía pasajera en furiosa energía. El cuerpo compacto, musculoso, se dobló, se retorció con el esfuerzo enorme, y empezó a golpear como un loco, dejando caer la linterna. Con un sonido a desgarramiento pudo arrancar y liberar los pies. La realidad y la necesidad de la situación habían llegado por fin a él, con toda brutalidad y les estaba vociferando a los hombres del bote:

-¡Traigan el bote a popa! ¡Traigan el bote a popa!
El segundo piloto y yo gritábamos lo mismo, como locos.
-¡Por amor de Dios, apuren, muchachos! -rugió el capitán y se agachó con rapidez a recoger la lámpara, que aún ardía. Los pies fueron atrapados una vez más y el capitán los alzó, blasfemando sin aliento y dando un salto de casi un metro. Después emprendió carrera hacia el borde de la nave, liberando a cada paso los pies de un tirón. En el mismo instante, el segundo piloto gritó algo, y se aferró al capitán:
-¡Me atrapó los pies! ¡Me atrapó los pies! -gritaba. Los pies le habían desaparecido hasta la parte superior de las botas; el capitán Gannington le rodeó el pecho con su poderoso brazo izquierdo, dio un tirón vigoroso y al instante lo liberó; pero las dos suelas de las botas casi habían desaparecido.

Por mi parte, saltaba de un pie al otro locamente, para evitar la succión del moho y de pronto emprendí carrera hacia el costado del navío. Pero antes de poder llegar, un extraño hueco apareció en el moho, entre nosotros y el borde, al menos de sesenta centímetros de ancho y no sé de qué profundidad. Se cerró en un instante y todo el moho, donde había estado la depresión, entró en una especie de temblor de horribles ondulaciones, de modo que retrocedí corriendo porque no me atrevía a poner el pie sobre él. Entonces el capitán me gritó:

-¡A popa, doctor! ¡A popa, doctor! ¡Por aquí, doctor! ¡Corra! -vi entonces que me había pasado y que subía a la zona posterior, más elevada de la popa. Llevaba al segundo piloto sobre el hombro izquierdo, como una bolsa, completamente fláccido e inmóvil porque el señor Selvern se había desmayado y sus largas piernas flojas e inútiles, golpeaban las macizas rodillas del capitán, mientras éste corría. Vi, con una atención peculiar y sin reparar en los detalles menores, cómo las suelas rotas de las botas del segundo piloto colgaban sueltas, agitándose, mientras el capitán se tambaleaba hacia la popa.

-¡Eh, el bote! ¡Eh, el bote! ¡Eh, el bote! -gritaba el capitán; un momento después estuve junto a él, también gritando. Los hombres contestaron con fuertes alaridos de aliento y era evidente que estaban desesperados esforzándose por hacer avanzar el bote a popa, a través de la densa materia que rodeaba al navío. Llegamos al antiguo remate de la proa, cubierto de moho, y giramos sin aliento en la semioscuridad para ver qué estaba pasando. El capitán había dejado la linterna junto al gran montículo, donde había levantado al segundo piloto y mientras estábamos allí, jadeantes, descubrimos de pronto que el montículo ubicado entre nosotros y la luz estaba lleno de movimiento. Sin embargo, la zona donde nos encontrábamos, hasta un metro cincuenta o dos hacia adelante, aún estaba firme. Cada dos segundos les gritábamos a los tripulantes que se apuraran y ellos seguían voceando que estarían con nosotros en un instante. Durante todo el tiempo observábamos la cubierta de aquel navío espantoso, sintiéndome, por mi parte, literalmente enfermo de suspenso demencial y listo a saltar por sobre la borda hacia aquella película repugnante que nos rodeaba por completo. Abajo, en algún lugar del enorme casco de la nave, seguía siempre aquel extraordinario, sordo, pesado ¡Tud! ¡Tud! ¡Tud! ¡Tud!, cada vez más alto. Me pareció sentir que todo el casco de la nave abandonada empezaba a temblar y estremecerse con cada sordo latido. Y para mí, que sospechaba la causa del ruido, aquello constituía el sonido más horrendo e increíble que había oído en mi vida.

Mientras esperábamos con desesperación la llegada del bote, escrutaba sin cesar el espacio del barco que mostraba la lámpara. La cubierta parecía estar moviéndose de modo extraño. Delante de la lámpara podía ver los montones de moho temblando y cabeceando espantosamente bajo los rayos más brillantes. Más cerca, dentro del círculo de la lámpara, el montículo que al parecer indicaba la claraboya ondulaba con firmeza. Había venas púrpuras, repugnantes sobre él y al moverse me pareció que las venas y las manchas se hacían más evidentes, se destacaban como en relieve sobre el montón, como las venas que uno ve sobresalir sobre el cuerpo vigoroso de un caballo de pura sangre. Era algo extraordinario. El montículo que habíamos supuesto que ocultaba la escalera de entrada se había hundido a nivel del moho circundante y no pude ver que brotara más fluido púrpura.

En el moho empezó un movimiento graznante, a cierta distancia de la lámpara, y se acercó a nosotros agitándose; ante aquella visión trepé sobre el remate, esponjoso al tacto, de la popa y volví a vociferar hacia el bote. Los hombres contestaron con un grito que me indicó que estaban más cerca; pero la detestable película era tan densa que evidentemente constituía una lucha mover el bote en algún sentido. Junto a mí, el capitán estaba sacudiendo con furor al segundo piloto y el hombre se movió y empezó a gemir. El capitán lo sacudió otra vez.

-¡Despierte! ¡Despierte, señor! -gritaba.
El segundo se apartó tambaleándose del brazo del capitán, y de pronto se derrumbó chillando:
-¡Mis pies! ¡Oh, Dios! ¡Mis pies! -el capitán y yo lo alzamos del moho y logramos sentarlo sobre el remate de la popa, donde siguió gimiendo sin cesar.
-Sosténgalo, doctor. -dijo el capitán y mientras yo lo hacía corrió unos pocos metros hacia adelante, y se asomó por sobre la banda de estribor- ¡Por el amor de Dios, apuren, muchachos! -les gritó a los hombres; ellos le contestaron, sin aliento, desde muy cerca, pero aún demasiado lejos como para que el bote pudiera sernos útil de inmediato. Yo sostenía al oficial gimiente, seminconsciente, y miraba hacia adelante las cubiertas de popa. La agitación del moho se acercaba a la popa, lenta y silenciosa. Y entonces, súbitamente, vi algo más cercano:

-¡Cuidado, capitán! -grité y mientras lo hacía el moho emitió cerca de él un súbito baboseo. Yo había visto una onda que se movía subrepticia hacia él a través de la horrible materia. El capitán dio un salto enorme, torpe, y aterrizó cerca de nosotros sobre la zona sólida del moho; pero el movimiento lo siguió. Se dio vuelta y lo enfrentó, jurando ferozmente. De pronto pequeñas bocas se abrieron alrededor de sus pies, haciendo horribles ruidos absorbentes.

-¡Vuelva, capitán! -vociferé- ¡Vuelva, rápido!
Mientras gritaba, una onda llegó a sus pies, lamiéndolos; el capitán la pisoteó y saltó hacia atrás, con la bota desgarrada colgándole del pie. Juró demencialmente de furia y dolor y saltó con rapidez hacia el remate de proa.
-¡Vamos, doctor! ¡Saltaremos! -gritó. Entonces recordó la repugnante película marrón y vaciló; les rugió desesperado a los hombres que se apuraran. Yo también miré hacia abajo.
-¿El segundo piloto? -dije.
-Yo me encargo, doctor. -dijo el capitán Gannington y agarró al señor Selvern.

Mientras él hablaba, creí ver algo debajo de nosotros, recortándose contra la materia flotante. Me incliné hacia afuera por sobre la popa y atisbé. Había algo bajo el costado izquierdo de la nave.
-¡Abajo hay algo, capitán! -grité y señalé en la oscuridad.
El capitán se inclinó bien hacia afuera y miró.
-¡Un bote, por Dios! ¡Un bote! -vociferó y empezó a moverse con rapidez a lo largo del remate de popa, arrastrando al segundo piloto tras de sí. Lo seguí.
-¡Es un bote, desde luego! -exclamó momentos después. Levantando limpiamente al segundo piloto por encima de la barandilla lo lanzó hacia el bote, en cuyo fondo cayó con estrépito.
-¡Le toca a usted, doctor! -me gritó y me levantó en peso por sobre la baranda haciéndome caer tras el oficial. Al hacerlo sentí que toda la baranda antigua y esponjosa entraba en un temblor peculiar, enfermizo, y empezaba a bambolearse. Caí sobre el segundo piloto y a continuación vino el capitán, casi en el mismo instante; pero afortunadamente, aterrizó lejos de nosotros, sobre el banco de proa, que se partió bajo el peso, con un fuerte crujido y astillamiento de madera.

-¡Gracias a Dios! -lo oí murmurar- ¡Gracias a Dios! ¡Creo que estuvimos bien cerca de irnos al infierno!
En el momento en que me ponía en pie encendió un fósforo, y entre los dos enderezamos al segundo piloto sobre uno de los bancos de popa. Les gritamos a los hombres del bote, diciéndoles donde estábamos, y vimos la luz de su linterna brillando al otro lado de la curva de la popa del barco abandonado. Nos gritaron a su vez, para decirnos que estaban haciendo todo lo que podían. Mientras esperábamos el capitán Gannington encendió otro fósforo y empezó a examinar el bote en el que habíamos caído. Era un bote moderno de doble curva y sobre la popa estaban pintadas las palabras Cyclone Glasgow. Estaba en bastante buena condición y era evidente que había derivado hasta entrar en la película viscosa y quedar atrapado en ella. El capitán Gannington encendió varios fósforos y se dirigió adelante, hacia la nave abandonada. De pronto me llamó y salté por sobre los bancos de remeros hacia él.

-Mire, doctor. -dijo y vi lo que señalaba: una masa de huesos, sobre la proa del bote. Me agaché sobre ellos y miré. Eran los huesos de al menos tres personas, todos entremezclados, de manera extraordinaria y completamente limpios y secos. Tuve una idea repentina con respecto a los huesos, pero no dije nada porque mi idea era vaga, en algunos aspectos, y tenía que ver con la grotesca e increíble sugerencia en la que había pensado, en cuanto a la causa de aquel pesado ¡Tud! ¡Tud! ¡Tud! ¡Tud! que latía tan infernalmente dentro del casco y que se oía con claridad incluso ahora que nos habíamos retirado del navío propiamente dicho. Y deben saber que durante todo el tiempo tenía aquella imagen mental horrible, enfermiza del espantoso montículo retorciéndose a bordo.

Cuando el capitán Gannington encendió el último fósforo, vi algo que me descompuso y el capitán lo vio en el mismo instante. El fósforo se apagó y el capitán buscó con torpeza otro y lo encendió. Volvimos a ver aquello. No nos habíamos equivocado. Un gran labio blanco y grisáceo se asomaba sobre el borde del bote: un enorme pliegue de moho avanzaba subrepticio hacia nosotros; una masa viva del casco mismo. De pronto el capitánGannington expresó con un alarido, en palabras, aquello increíble y grotesco en lo que yo estaba pensando:

-¡La nave está Viva!

Nunca oí semejante sonido de comprensión y de terror en la voz de un hombre. La propia seguridad horrorizada de la voz hizo real para mí lo que antes sólo había estado escondido en mi subconsciente. Supe que el capitán estaba en lo cierto, supe que la explicación que mi raciocinio y mi formación habían rechazado y tratado de captar al mismo tiempo, era la verdadera. Me pregunto si es posible que alguien pueda comprender nuestras sensaciones de aquel momento. Cuando la luz del fósforo terminaba de arder, vi que la masa de materia viviente, que avanzaba hacia nosotros, estaba listada y veteada de púrpura, con las venas sobresaliendo, muy distendidas. Todo aquello temblaba continuamente a cada pesado ¡Tud! ¡Tud! ¡Tud! ¡Tud! del órgano gargantuesco que latía dentro del enorme casco blanco grisáceo. La llama del fósforo alcanzó los dedos del capitán, y me llegó una corta ráfaga del olor nauseabundo de la carne quemada, pero el capitán parecía insensible al dolor. Después la llama se apagó con un corto siseo; sin embargo en el último momento, yo había visto algo extraordinario y brutal en el extremo de aquel repliegue monstruoso, sobresaliente. Se había humedecido con un sudor espantoso, purpúreo. Y con la oscuridad, llegó un súbito hedor a osario.

Oí que la caja de fósforos se rompía en las manos del capitán Gannington, cuando la abrió de un tirón. Después maldijo, con una extraña voz atemorizada porque se le habían terminado los fósforos. Se volvió con torpeza en la oscuridad y en la ansiedad por llegar a la popa del bote tropezó con el banco para remeros más cercano. Yo iba detrás de él porque sabíamos que aquello se nos acercaba en la oscuridad pasando por encima del lastimoso montón de huesos humanos entremezclados, amontonados a proa. Les gritamos desesperadamente a los hombres y como respuesta vimos aparecer confusamente la proa del bote, rodeando la curva de estribor del navío abandonado.

-¡Gracias a Dios! -dije con un jadeo, pero el capitán Gannington les gritó pidiéndoles que mostraran una luz. Sin embargo no pudieron hacerlo porque en los desesperados esfuerzos por hacer girar el bote hacia nosotros acababan de pisar la lámpara.
-¡Rápido! ¡Rápido! -grité.
-¡Por el amor de Dios, apuren, hombres! -rugió el capitán y los dos enfrentamos la oscuridad asentada bajo la curva de babor, donde sabíamos (pero no podíamos ver) que aquello se iba acercando a nosotros.
-¡Un remo! ¡Rápido, pásenme un remo! -gritó el capitán y tendió las manos en la penumbra hacia el bote que se acercaba. Vi que una figura se paraba en la proa, y nos tendía algo a través de los metros de materia viscosa que nos separaban. El capitán Gannington barrió la oscuridad con las manos y lo encontró.

-Lo tengo. ¡Suéltenlo! -dijo con voz irritada, tensa.
En el mismo instante, el bote en el que estábamos fue presionado a estribor por un peso tremendo. Entonces oí que el capitán gritaba:

-Baje la cabeza, doctor. -y un segundo después el capitán blandió el pesado remo de fresno de cuatro metros alrededor de la cabeza y golpeó hacia la oscuridad. Se oyó un súbito chapoteo y volvió a golpear, mientras soltaba un gruñido salvaje de energía feroz. Ante el segundo golpe, el bote se enderezó con un lento movimiento y de inmediato el otro bote chocó suavemente con el nuestro. El capitán Gannington dejó caer el remo y saltando hasta donde estaba el segundo piloto lo levantó por encima del banco de remero, y lo lanzó limpiamente entre los lombres, por encima de la proa. Después me gritó que lo siguiera, cosa que hice, y vino detrás de mí gritándoles a los hombres que hicieran retroceder un poco el bote. Ellos apartaron la proa del bote que acabábamos de abandonar y de ese modo se dirigieron a través de la película marrón hacia el mar abierto.

-¿Donde está Tom Arrison? -jadeó uno de los hombres, en medio de sus esfuerzos.
Ocurría que era el compinche favorito de Tom Harrison. El capitán Gannington le contestó brevemente:
-¡Muerto! ¡Rema! ¡No hables!

Ahora bien, si había sido difícil hacer avanzar el bote a través de la película viscosa para venir en nuestro rescate, la dificultad para librarlo de la misma era diez veces mayor. Después de unos cinco minutos de remar, el bote parecía haberse movido menos de dos metros, cuanto mucho. Un temor espantoso volvió a invadirme, el mismo que uno de los hombres jadeantes expresó de pronto en palabras:

-¡Nos atrapó! ¡Lo mismo que al pobre Tom! -dijo el hombre que había preguntado dónde estaba Harrison.
-¡Cierra la boca y rema! -ordenó el capitán.
Y así pasaron unos minutos más. De pronto me pareció que el pesado y sordo ¡Tud! ¡Tud! ¡Tud! ¡Tud! llegaba con mayor nitidez en la oscuridad y miré con atención por encima de la popa. Flaqueé un poco porque casi podía jurar que la oscura masa del monstruo estaba en realidad más cerca, que estaba aproximándose a nosotros en la oscuridad. El capitán Gannington debió haber tenido la misma impresión porque después de echar un breve vistazo a la oscuridad saltó hasta el primer remero y empezó a ayudarlo con el remo.

-¡Vaya adelante por debajo de los bancos, doctor! -me dijo, casi sin aliento-Ubíquese en la proa y vea si puede apartar un poco la materia.

Hice lo que me indicaba y un minuto después estaba en la proa del bote; removiendo la materia flotante con el bichero de un lado a otro y tratando de desgarrar aquella porquería viscosa, adhesiva. Un olor espeso, casi animal se desprendía de ella, y todo el aire parecía saturado del mortífero olor. Nunca encontraré palabras para contarle a alguien todo el horror de aquello: la amenaza parecía cernirse en el aire mismo alrededor de nosotros; y un poco a popa, aquella cosa increíble, acercándose, según creo firmemente, cada vez más, y la película marrón reteniéndonos como pegamento a medio derretir. Los minutos pasaron mortales, eternos, y yo seguía mirando a popa en la oscuridad, pero sin dejar de remover aquella materia repugnante, golpeándola y fustigándola a un lado y otro, hasta que me cubrió el sudor. Bruscamente el capitán Gannington voceó:

-Estamos adelantando, muchachos. ¡Remen! -y advertí que el bote avanzaba notablemente mientras los hombres remaban con renovada esperanza y energía. Pronto no hubo dudas; poco después aquel horrendo ¡Tud! ¡Tud! ¡Tud! ¡Tud! se había vuelto bastante confuso e incierto en algún lugar a popa y ya no pude ver la nave abandonada; la noche se había vuelto tremendamente oscura y el cielo estaba cubierto por densas nubes. Cuanto más nos acercábamos al borde de la película viscosa, más libremente se movía el bote, hasta que de pronto salimos, con un sonido limpio, dulce, fresco, a mar abierto.

William Hope Hodgson (1877-1918)

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Vampirismo psíquico.



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Vampirismo psíquico.
Autodefensa psíquica (Psychic Self-Defense), Dion Fortune (1890-1946)

El supuesto vampiro ha sido siempre un carácter popular en cuentos de misterio e imaginación. Hay una literatura considerable concerniente a sus actuaciones, desde la famosa novela Drácula (Dracula) hasta los estudios serios de los juicios de brujas medievales, para lo que se refiere al lector a la bibliografía al final del libro. En estas páginas, sin embargo, no deseo procurarme evidencia de segunda mano, ni incidentes que tuvieron lugar en otros siglos y bajo condiciones primitivas, pues podría argüirse que con el paso de tales condiciones fuera de nuestro medio, el problema del vampirismo, como el problema del tifus, se ha ido también, y no necesita preocuparnos. Por mi propia experiencia soy de la opinión, sin embargo, de que esto no es así, y que la condición peculiar que los antiguos llamaban vampirismo puede dar cuenta de ciertas formas de trastorno mental y de la mala salud física asociada con ellas.

Cuando el psicoanálisis fue introducido por vez primera en Inglaterra yo acometí el tema, y me convertí en estudiante, y finalmente en instructora en una clínica que se fundó en Londres. Nosotros los estudiantes fuimos pronto sorprendidos por el hecho de que algunos casos eran extremadamente exhaustivos de tratar. No es que fueran problemáticos, sino que simplemente "nos vaciaban", y nos dejaban sintiéndonos como guiñapos fofos al final de un tratamiento. Algo sucedió para mencionar este hecho a una de las enfermeras ocupada del departamento eléctrico, y ella nos contó que los mismos pacientes igualmente "vaciaban" las máquinas eléctricas y que podían absorber los más sorprendentes voltajes sin mover un cabello.

En el mismo sitio, en el curso de mi trabajo psicoanalítico, me crucé con un número de casos en que existía un apego mórbido entre dos personas, lo más común madre e hija, o dos mujeres amigas; a veces también entre madre e hija y en un caso que encontré socialmente, entre un hombre y una mujer. Era siempre el negativo de la pareja el que venía a por tratamiento, y éramos capaces de beneficiarles considerablemente por medios psicoterapéuticos. Ellos siempre me mostraban el mismo complejo de síntomas, un temperamento sensitivo, una complexión pálida forma gastada y debilidad general, sensación de debilidad, y se fatigaban fácilmente. Eran también invariablemente altamente sugestionables, y eran por lo tanto fáciles de manejar. Consiguientemente, éramos usualmente capaces de conseguir buenos resultados bastante rápidamente en tales casos.

El punto curioso, sin embargo, era que la ruptura de la relación mórbida causaba una señalada perturbación e incluso un semicolapso dei asociado dominante en la alianza. Encontramos que era necesario insistir en una separación si es que había de efectuarse una cura, y la separación invariablemente era desagradada muy activamente por el asociado dominante.

Por aquel tiempo yo lo explicaba todo en términos de la psicología freudiana, pero incluso así, no podía evitar el estar impresionada por el curioso efecto que tenía una separación sobre la persona que no se suponía que estaba enferma, y que conforme una iba para arriba, la otra iba para abajo.

Soy de la opinión de que lo que Freud llama complejo de Edipo no es del todo un asunto unilateral, y que el "alma" del padre está extrayendo la vitalidad psíquica del niño. Es curioso el aspecto que presentan los casos de Edipo de edad, y hasta qué punto son pequeños hombres y mujeres viejos cuando niños. Nunca tienen una infancia normal, sino que siempre son mentalmente maduros para sus años. Persuadí a varios pacientes para que me mostraran fotografías de ellos mismos cuando eran niños, y fui impresionada por la expresión envejecida, preocupada, de las caras infantiles, como si hubieran sabido de todos los problemas y cargas de la vida.

Sabiendo lo que sabemos de la telepatía y el aura magnética, no me resulta sin razón el suponer que, en algún modo que aún no comprendemos enteramente, el asociado negativo de tal relación está "cortándose" sobre el asociado positivo. Hay un derramamiento de vitalidad en marcha, y el asociado dominante está lamiéndola más o menos conscientemente, si es que no realmente chupándola. Tales casos no son en modo alguno inusuales, y se aclaran rápidamente cuando la víctima es separada del vampiro. Cuando quiera que hay un registro de un lazo estrecho y dominante entre dos personas con la desvitalización de una de ellas, es un buen plan el recomendar una separación temporal y observar los resultados.

Tales casos como éstos, sin embargo, pueden ser descritos más justamente como parasitismo que como vampirismo. Tal parasitismo psíquico es extremadamente común, y explica muchos problemas psicológicos. No perseguiremos el tema en estas páginas, sin embargo, pues está fuera del alcance de nuestra investigación presente, y se menciona meramente con fines ilustrativos. El vampirismo, tal como se entiende generalmente, es una cuestión muy diferente, y haremos bien en reservar el término para aquellos casos en los que el ataque es deliberado, aplicando el término parasitismo a los casos en los que es inconsciente e involuntario.

En mi opinión, el verdadero vampirismo no puede tener lugar a no ser que haya poder para proyectar el doble etérico. Todos los registros de vampirismo que tenemos dan un relato de algo mucho más tangible, que una querencia. En Europa Occidental la concurrencia parece ser relativamente rara en tiempos modernos, pero en la Europa del Este y en países primitivos parece no ser en modo alguno inusual, y en libros de viajes aparecen innumerables casos bien autentificados. El Comandante Gould, en su extremadamente interesante libro, rarezas, da un relato de vampirismo entre los Berberlangs de las Islas Filipinas. Su relato está basado en un ensayo impreso en la Revista de la Sociedad Asiática, Vol. LXV, 1896. Estas desagradables gentes, de acuerdo con Mr. Skertchley, el autor del articulo que acota el Comandante Gould, "son caníbales, y deben comer ocasionalmente carne humana o morirán... Cuando sienten la apetencia de una comida de carne humana se van a la hierba y, habiendo escondido cuidadosamente sus cuerpos, sostienen su aliento y caen en trance. Sus cuerpos astrales son liberados entonces.

Ellos vuelan lejos y, entrando en una casa, entran en el cuerpo de uno de sus ocupantes y se alimentan de sus entrañas.

"Puede oírse a los Berberlangs cuando vienen, pues hacen un ruido quejumbroso, que es elevado en la distancia y muere en un débil gemido conforme se aproximan. Cuando están cerca de ti, puede oírse el sonido de sus alas, y pueden verse las centelleantes luces de sus ojos danzando como moscas de fuego en la oscuridad"

Mr. Skertchley declara que él mismo vio y escuchó pasar un vuelo de Berberlangs, y al visitar al día siguiente la casa en la que les vio entrar halló al ocupante muerto sin ningún signo externo de violencia.

Comparad el relato de Mr. Skertchley de los Berberlangs tumbados en la larga hierba arrojándose en trance con el relato de Mr. Muldoon de "La Proyección del Cuerpo Astral", con el que todo estudiante de ocultismo debería estar familiarizado, pues es indudablemente un clásico de la literatura oculta, siendo un relato práctico de experiencias ocultas e instrucciones detalladas de cómo ir y hacer lo mismo. Pero para volver más cerca de casa. En el curso de mi experiencia de los desviaderos de la mente humana, que, por la naturaleza de mi trabajo ha sido, como el conocimiento de Sam Weller de Londres, extensa y peculiar, sólo he conocido de un caso de vampirismo genuino, de acuerdo con el sentido en el que utilizo el término, y éste no fue uno de mis propios casos, aunque conocía a las personas implicadas, sino que me fue transmitido por mi instructor original, al que ya me he referido en conexión con el caso de la buena señora que me perseguía con un cuchillo de trinchar. He usado los hechos de este caso como terreno de trabajo para una de las historias en Los Secretos del Dr. Taverner, pero los hechos reales son tales que serían inadecuados para una obra que se supone destinada a entretener.

Por aquel tiempo estaba haciendo yo las tutorías en psicología anormal en la clínica de la que he hablado, y supervisando el trabajo de los otros estudiantes; una de ellas me pidió consejo concerniente a un caso que le había venido en la práctica privada, el caso de un joven cerca de los veinte, uno de esos tipos degenerados pero intelectual y socialmente presentables que frecuentemente se cosechan en viejas familias cuya sangre es demasiado azul para ser saludable. Este muchacho fue llevado como huésped a un piso que la estudiante compartía con otra mujer, y pronto empezaron a ser preocupados con curiosos fenómenos. Aproximadamente a la misma hora cada noche los perros de las vecindades empezaban un furioso alboroto de ladrar y aullar, y unos pocos momentos después la ventana francesa que conducía al mirador se abría. No importaba cuan a menudo llamaron al cerrajero, ni cómo la empalizaban, se abría en el momento señalado, y una corriente fría barría el piso.

Este fenómeno tuvo lugar una noche en que el adepto, Z., estaba presente, y él declaró que había entrado una entidad invisible desagradable. Apagaron las luces, y fueron capaces de ver un mortecino refulgir en el rincón que él había indicado, y cuando pusieron sus manos sobre este refulgir, sintieron una sensación de hormigueo tal como la que se experimenta cuando se ponen las manos en agua cargada eléctricamente.

Entonces comenzó una poderosa persecución del fantasma arriba y abajo del piso, y la presencia fue finalmente arrinconada y despachada en el cuarto de baño. He representado el incidente algo más pintorescamente en mi cuento, pero los hechos esenciales son los mismos. El resultado de despachar esta entidad fue una señalada mejora en la condición del paciente, y la elucidación de la siguiente historia.

El muchacho, al que llamaremos D., tenía el hábito de ir a sentarse junto a un primo que había sido devuelto inválido a casa desde Francia sufriendo de un supuesto golpe de granada. Este joven era otro vástago de una cepa gastada, y se divulgó que había sido cogido con las manos en la masa en esa desagradable perversión conocida como necrofilia. De acuerdo con la historia sonsacada a los padres de D., este vicio no era infrecuente en ciertos sectores del Frente, como tampoco lo eran los ataques sobre hombres heridos. Las autoridades estaban tomando drásticos pasos para acabar con ello. Debido a la influencia familiar el primo de D. fue capaz de escapar al encarcelamiento en una prisión militar, y fue puesto al cuidado de su familia como un caso mental, y le pusieron al cargo de un enfermero. Era mientras el enfermero tenía el tiempo libre que al desgraciado joven D. se le empleaba desencaminadamente para sentarse junto a él. También resultó que las relaciones entre D. y su primo eran de una naturaleza viciosa, y en una ocasión él mordió al muchacho en la nuca, justo por debajo de la oreja, extrayendo realmente sangre.

D. había estado siempre bajo la impresión de que algún "fantasma" le atacaba durante sus crisis, pero no se había atrevido a decirlo por temor a ser considerado loco. Cuál podía haber sido el porcentaje exacto de suciedad neurótica, vicio, y ataque psíquico, es difícil de decir, ni es sencillo decidir cuál era la causa predisponerte que abrió la puerta a todo el problema, pero una cosa se hallaba clara para todos los observadores: que con el despachado del visitante psíquico, no sólo se aclaró inmediatamente la condición de D., sino que después de una breve y aguda crisis el primo también se recobró. El método de despachado usado por el adepto Z., era prender a la entidad dentro de un círculo mágico, de modo que no pudiera salir, y entonces absorberla dentro de sí por la compasión. Conforme completaba la operación, caía hacia atrás inconsciente. Era, de hecho, el mismo método sobre el que se me había instruido para usar al tratar con mi hombre-lobo, pero es una tarea mucho más formidable el absorber y transmutar la proyección de otra persona que absorber la propia de uno, y sólo podría haber sido realizado por un iniciado de un grado muy alto, lo que Z. era indudablemente.

Su opinión concerniente al caso, aunque no había manera de obtener confirmación independiente de esto, era que algunas tropas de la Europa del Este habían sido llevadas al Frente Occidental, y entre éstas habían individuos con el conocimiento tradicional de la Magia Negra por el que la Europa del Sudeste ha gozado siempre de una siniestra reputación entre los ocultistas. Esta gente, al ser muerta, sabía cómo evitar ir a la Segunda Muerte, es decir, la desintegración del Cuerpo Astral, y se mantenía a sí misma en el doble etérico vampirizando a los heridos. Ahora bien el vampirismo es contagioso; la persona que es vampirizada, siendo vaciada de vitalidad, es un vacío psíquico, absorbiendo ella misma de cualquiera con quien se cruce a fin de rellenar sus recursos vacíos de vitalidad. Ella pronto aprende por experiencia los trucos de un vampiro sin realizar su significado, y antes de que sepa dónde está, es todo un vampiro por sí misma, vampirizando a otros.

El alma ligada a la tierra de un vampiro se adhiere a veces permanentemente a un individuo si tiene éxito en hacer de él un vampiro que funciona, extrayendo sistemáticamente su nutrición etérica de él, pues, ya que él está a su vez resupliéndose a sí mismo a partir de otros, no morirá de exhaustión como lo hacen ordinariamente las víctimas de los vampiros.

Z. era de la opinión de que el primo de D. no era el vampiro primario en el caso, sino que él mismo era una víctima. Siendo un joven de moral inestable, pronto adquirió los trucos del vampiro, y el alma apegada a la tierra de algún mago Magiar le explotaba. A través de su acto de morder y extraer sangre del cuello de su primo, esta entidad se transfirió al joven D., prefiriendo nuevos pastos para los recursos vacíos de su víctima anterior. Probablemente alternaba entre los dos, pues no estaba constantemente con D.

Que hizo exactamente Z., no lo sabemos, pues él era extremadamente reservado concerniente a sus métodos, pero a la luz del conocimiento posterior imagino que absorbió la energía etérica del alma ligada a la tierra, y la privó por tanto de sus medios de resistirse a la Segunda Muerte. El conducir meramente al alma que se resiste hasta el Salón del Juicio de Osiris habría implicado dejar detrás un cuerpo astral, el cual por algún tiempo habría continuado dando problemas.

Puede ser interesante notar en conexión con este caso que durante el tiempo en que Miss L. estuvo en el colegio oculto en Hampshire tuvimos algunos sucesos bien curiosos. Hubo un estallido entre nosotros de unas "picaduras de mosquito" extremadamente malas. Las mordeduras en si no eran venenosas, pero las punzadas eran de tal naturaleza que sangraban libremente. Recuerdo levantarme una mañana para encontrar una mancha de sangre del tamaño de la palma de mi mano sobre la almohada; había salido aparentemente de una pequeña puntada justo por debajo del ángulo de la quijada. Varios otros tuvieron experiencias similares. Nunca he visto nada igual, ni antes ni después de eso, ni ocurrió de nuevo después de que Miss L. se marchó.

No se lo conté al adepto Z. en aquel momento, y posteriormente, cuando me acordé del incidente y lo mencioné, la oportunidad de investigar se había escapado. El expresó la opinión de que era el trabajo de un vampiro, y citó casos similares con los que se había encontrado en el curso de su experiencia. Dijo que había visto casos en África en los que la víctima se había quedado tan sin sangre que sólo con dificultad podía obtenerse un espécimen de sangre para hacer un examen, pues apenas podía inducírsela a fluir del debilitado tejido.

Nada podía hacerse por tales casos por la ciencia médica. Van muriéndose por pulgadas, y sin embargo no puede ser demostrada ninguna enfermedad orgánica. No obstante, su apariencia es la de una persona que sucumbe por hemorragias repetidas. Cuando se sospecha del vampirismo, la cosa a hacer es ir sobre el cuerpo de esa persona pulgada a pulgada con una lupa poderosa, y la búsqueda será probablemente recompensada por el descubrimiento de numerosas punzadas diminutas, tan diminutas que no son descubiertas por un examen con el ojo desnudo a no ser que se revelen infectándose y supurando, cuando son usualmente confundidas con mordeduras de mosquitos. Son mordeduras con todas las de la ley, pero no las de un insecto. Los lugares en donde buscarlas son alrededor del cuello, especialmente bajo las orejas; en la superficie interna de los antebrazos; en los lóbulos de las orejas; en los dedos de los pies y, en una mujer, sobre los pechos.

Se dice que una persona con tendencias de vampiro desarrolla unos dientes caninos anormalmente largos y agudos, y yo misma he visto un caso así, y era una vista curiosa. Los dos dientes caninos, la pareja que viene entre los incisivos y los premolares, eran por los menos más largos que la mitad de los otros, y terminaban en puntas de la agudeza de una aguja.

El verdadero vampirismo en la Europa Occidental parece ser raro, pero Z. era de la opinión de que muchos casos obscuros de debilidad tropical en los que la anemia jugaba una parte prominente, podrían ser atribuidos a esta causa.

Dion Fortune (1890-1946)

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